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Ben mantenía una expresión imperturbable, quitándose las botas a patadas, y al subir las escaleras hacía mucho ruido para que mamá le oyera. Ben hacía caso omiso de mis súplicas y también de mi aire afligido, aunque me metiera en la boca un pulgar maltrecho para poder morderme la uña y conseguir que el padrastro sangrara un poco más.

¿Que qué es lo que dice?¡Ya sabes lo que dice! Bueno, conmigo no habla… quizá quiera hablar contigo… Pero nada de abogados, eso es… No, eso es una locura…

La agitación en la voz de mi madre, el tono de reproche, desconcierto, humillación, enfado, sugerían que hablaba con su hermano mayor o con una de sus hermanas. ¡Yo no quería oír! Me tapé deprisa los oídos y subí tras de mi hermano al piso alto haciendo mucho ruido.

¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.

¿Qué puedo hacerte, Krissie?

Traté de echarme a llorar mirando mi reflejo en el espejo del cuarto de baño y hablando con la voz gutural y ronroneante de Zoe Kruller, pero no lo conseguí, no derramé ni una lágrima.

9

A papá no le podíamos preguntar.

Ni Krista, ni Ben. Ni tampoco nuestra madre.

No acerca de la señora Kruller cuya fotografía aparecía en el periódico. No sobre el homicidio.

No había palabras con las que pudiera hablar con mi padre de una cosa así. Como tampoco a ninguna edad podría haber hablado de verdad con él sobre las funciones corporales o sobre el sexo; nunca me hubiera atrevido a preguntarle a mi padre cuánto dinero ganaba, cuánto había costado nuestra casa, si tenía un seguro de vida y qué cantidad recibirían sus herederos. No podría haberle preguntado sobre Dios: ¿Hay un Dios y qué tiene que ver con nosotros? Eran temas tabú, aunque la palabra tabú no existiera en nuestro vocabulario y si llegó alguna vez a ser conocida en Sparta, gracias a los anuncios y a la cultura popular, sería por el perfume Tabú.

En cualquier caso, los niños no hacen preguntas sobre la muerte. Los niños podían ver la muerte en la televisión, oír disparos, presenciar explosiones, aviones alcanzados caprichosamente que caían del cielo creando una filigrana de llamas, pero no podían hacer preguntas sobre la muerte. Sólo los niños muy pequeños, aunque no tardaban en darse cuenta de su error.

Cuando murió mi abuelo paterno, sólo tenía cuatro años y era demasiado pequeña para ir a la escuela. En los ratos en que papá no estaba trabajando se aislaba en su taller en el sótano de nuestra casa, donde oíamos los gemidos de sus herramientas eléctricas a través de las tablas del suelo y sucedió que durante los días, las semanas que siguieron al funeral por el abuelo, papá no nos habló de él, excepto con evasivas, limitándose a decir que «se había marchado». Dada la expresión en la cara de papá, mi hermano y yo entendimos que era mejor no preguntar adonde se había marchado su padre.

Mamá nos lo había advertido: no preguntéis a papá por el abuelo. Papá está disgustado. Por teléfono mamá decía Eddy lo está pasando muy mal. Ya sabes cómo es, todo se le queda dentro.

Aquellas palabras me llamaron la atención: Todo se le queda dentro.

Lo está pasando muy mal. Todo se le queda dentro.

En el colegio la gente hablaba de Zoe Kruller, que era la madre de Aaron Kruller, o había sido la madre de Aaron Kruller. Ahora, también la señora Kruller se había marchado.

Qué extraño nos parecía, a nosotros que habíamos conocido a Zoe Kruller tanto en la granja Honeystone's como en las noches musicales de Chautauqua Park, que una mujer tan simpática, tan bonita y tan glamurosa hubiese sido estrangulada en su cama, asesinada. Qué mal nos parecía que se pudiera ser la cantante de Black River Breakdown a quien se aplaudía y se aclamaba y se le pedían bises, y a la que, sin embargo, alguien odiaba lo bastante como para agredirla y estrangularla en la cama.

A la madre de Aaron le hicieron cosas peores que simplemente matarla, ¿sabes por qué? Porque era una fulana.

Se nos hacía volver a casa de inmediato después de las clases. Nuestras madres no nos dejaban quedarnos para actividades extraescolares ni tampoco las autoridades académicas alentaban esa clase de actividades en los meses que siguieron a la muerte de Zoe Kruller. Coches de la policía vigilaban los centros docentes, patrullando por los aparcamientos como tiburones amistosos. Los conductores de los autobuses contaban a los pasajeros antes de cerrar las puertas y abandonar los terrenos del instituto, para establecer que todos estábamos presentes y que no faltaba nadie. Los chicos mayores protestaban, no eran niñas, caramba.

– Según algunas cosas que he oído -dijo Ben- sobre la madre de Aaron, el «estrangulador» sólo iba a por ella. No se metería con ninguno de nosotros.

Le pregunté a Ben que quién se lo había dicho. También le pregunté qué más había oído en su instituto y mi hermano se encogió de hombros escurriendo el bulto y dijo que sólo algunas cosas «que no eran aptas para mis oídos».

En Sparta -a diferencia del resto del mundo donde las personas morían y eran asesinadas de formas terribles todo el tiempo- resultaba raro que muriera alguien y todavía más raro que muriese alguien de una manera que provocara tal conmoción, miedo, asombro. Por supuesto las muertes «naturales» causaban tristeza y la gente lloraba, en especial las mujeres. Las mujeres eran especialistas en llorar, mientras que los hombres se sentían humillados si lloraban y eran objeto de burlas. Las mujeres quedaban purificadas por las lágrimas, mientras que los hombres quedaban manchados, sucios. Pero las personas muertas eran de ordinario ancianos o habían muerto después de una larga enfermedad, o las dos cosas; o habían muerto en un accidente de tráfico en la carretera, o en un accidente náutico en el río o en uno de los numerosos lagos que rodeaban Sparta. Todas esas eran muertes tristes pero no aterradoras. Porque sabías, si eras pequeño, que nada parecido te iba a suceder a ti.

Ahora, sin embargo, la gente estaba asustada. Los adultos estaban asustados. Hay una diferencia muy profunda entre morir y que te maten.

Ir a Honeystone's Dairy ya no era tan divertido, sin Zoe Kruller con los codos apoyados en el mostrador, sonriente.

Los helados seguían siendo deliciosos y los devorábamos con avidez.

En cambio, el olor del café recién hecho era acre, desagradable. Para mi sensible nariz, molesto. Desde el incidente de mi cucurucho invadido por asquerosos gorgojos, papá no había vuelto a llevarnos ni a Ben ni a mí a la granja en todo el verano, y me preguntaba si existía alguna relación.

En Honeystone's no me había apetecido nada escuchar la conversación de mi madre con la señora Honeystone, anciana y gruñona. Las dos habían agitado la cabeza desaprobadoramente, unidas en aquel momento por una ola de repugnancia, como si de pronto una inundación de agua sucia les lamiera los tobillos. ¡Y abandonar a su familia, además! Cómo pudo hacerlo.

Los misterios con los que convives, de niño. Nunca solucionados, nunca resueltos. Totalmente triviales, insignificantes. Como una piedrecita en el zapato que te hace caminar torcido. Zoe Kruller. Zoe Kruller. Zoe Kruller.

Ahora, a finales de febrero y principios de marzo de 1983, la casa pintada de blanco de Hurón Pike Road se estremecía con aquel nombre que nadie pronunciaba. Arriba, en el hogar familiar, y abajo, en el taller del sótano, en el que mi padre empleaba gran parte del tiempo descoyuntado que ahora pasaba en casa, se vivía el tenso silencio rígido que sigue a un relámpago mientras esperas el fragor del trueno que le sigue.