A través del lago Ontario, grandes ejércitos de nubes traían las tormentas invernales. Empujadas hacia el este y el sur desde Canadá, llegaban con un aire demasiado frío para que nevara. El silencio antes de la tormenta, cuando esperas sin saber qué es lo que estás esperando.
En el dormitorio al fondo del descansillo del piso de arriba -la puerta cerrada a cal y canto, sólo una exigua franja de luz por debajo- nuestros padres hablaban en voz baja, apremiante, llena de alarma. Durante horas.
Acabábamos por dormirnos, Ben y yo, con el sonido de aquellas voces. Y nos despertábamos con el mismo sonido. Creo que era así como sucedía. Estoy tratando de no confundir los recuerdos y sobre todo estoy tratando de no inventar.
Zoe Kruller. ¡Cómo pudiste!¡Cuántas veces! Por qué.
Aquellas horas, en medio de la noche. Aquellas vibraciones en el aire, como cuando la vieja caldera se ponía en marcha, reanimándose con dificultad como un corazón hipertrofiado que late irregularmente.
O quizá: la puerta del dormitorio de mis padres que se abría, los pasos de mi padre en el descansillo y luego en la escalera hacia el piso de abajo. De manera que me despertaba asustada y con la boca seca.
– ¡Papá! ¿Adónde vas?
Llamándole mientras bajaba, y diciéndome él que me volviera a la cama y que procurase dormir. Y si le seguía escaleras abajo, a mitad de camino me hablaba de nuevo con voz más cortante.
– Vete a acostar, Krista. Esto no es para ti.
Algún tiempo antes durante aquel invierno, algo que no habíamos querido recordar. Lo que oscureceríamos y emborronaríamos en nuestra memoria -la de Ben y la mía- como una pizarra por la que se ha arrastrado un puño, descuidadamente.
Más tarde nos daríamos cuenta de que habían sido los días de antes.
Días, noches antes de la muerte de Zoe Kruller.
Pasado el día de Acción de Gracias, durante el largo estado de sitio de Navidad y de un enero de nieves deslumbrantes no tuvimos ni idea de que todos aquellos días eran antes.
Días en los que papá parecía estar fuera la mayor parte del tiempo. Primero llegó con horas de retraso a la comida de Acción de Gracias -la «comida» era a las cuatro de la tarde- en casa de mi tía Sharon; luego no se presentó en absoluto a otra celebración de cumpleaños en casa de otro pariente. Los días de entresemana llamaba para decir que llegaría tarde a cenar o que quizá no cenaría con nosotros. Y estaban las noches en las que no llamaba. Y otras en las que ni siquiera venía.
Y Ben y yo no nos cansábamos de preguntar ¿Dónde está papá?, pese a ver los ojos dolidos y furiosos de nuestra madre ¡No preguntéis! Callad y marchaos pero, por supuesto, preguntábamos, éramos incapaces de contenernos y dejar de preguntar. Nadie tan despiadado como un niño que se da cuenta de que algo está mal, que huele sangre y está deseoso de encontrar a alguien a quien culpar.
Dónde estaba papá: trabajando. O en una entrevista con un cliente. O en un edificio en construcción.
Me preocupaba que papá se quedara sin cenar, que papá pasase hambre. ¿Dónde comería?
Ben dijo que no me preocupase, había bares en abundancia entre nuestra casa y cualquier sitio donde pudiera estar papá. Y papá los conocía todos.
– Vuestro padre -dijo mamá- se ha hecho cargo de más trabajo. Tareas de dirección. Paul Cassano (su jefe en Sparta Construction) está retirado a medias; sufrió, como sabéis, un pequeño infarto el invierno pasado. De manera que vuestro padre tiene más responsabilidades.
De todos modos contaba con papá a la hora de poner la mesa. Manteles individuales de plástico entretejido de color verde oscuro, servilletas de papel cuidadosamente dobladas y tenedor, cuchillo y cuchara colocados como es debido.
Y además ayudaba a mamá a preparar la cena. Cuando era muy pequeña, era aquél un momento muy placentero. Que se me confiara remover los macarrones mientras hervían en una cacerola, limpiar y pelar zanahorias y patatas en el fregadero, regular la batidora con sus diferentes velocidades mágicas: no demasiado deprisa, para que el puré de patata o la mezcla con que se bañaba una tarta no salpicara fuera del cuenco; encender el horno, de ordinario a 190°, para estofados y tartas. Lo que más me gustaba, en momentos así, era apretarme contra los muslos carnosos y cálidos de mi madre, como por casualidad, en nuestra cocina, que era más bien pequeña. Mi madre tenía un olor como a galleta ligeramente tostada, diferente del perfume o del olor más fuerte de algunas de las madres de mis compañeras de clase que vivían en Sparta y en cuyas casas pasaba a veces la noche, dado que mi madre se vestía de manera más informal que aquellas otras madres: con pantalones elásticos de Kmart, polos y suéteres, calcetines de lana (en tiempo frío) y zapatillas de deporte. Sólo para estar en casa mi madre nunca se maquillaba pero antes de que papá volviera del trabajo, a última hora de la tarde en días de entresemana, se acordaba de pintarse los labios -el mismo tono de Revlon rosa ciruela que venía utilizando desde el instituto-, se ahuecaba el pelo que se le había aplastado durante el día y se pellizcaba las mejillas demasiado pálidas.
Era una época en la que mi madre presumía de mi padre ante cualquier visita: «Estos armarios de madera de arce, la encimera y el suelo, todo esto lo ha hecho Eddy. ¿No es fantástico?».
Y: «Eddy soló la terraza él mismo. El horno empotrado… también lo hizo Eddy. Asegura que nos hemos ahorrado miles de dólares. ¿No es estupendo?».
Mi madre dejó de hablar de papá en esos términos una vez que empezó el problema. Raras veces hablaba de mi padre, excepto para simples enunciados categóricos Tu padre no volverá esta noche, no pongas cubiertos para él.
Durante aquellas largas vacaciones de Navidad, tan confusas y perturbadoras -qué interminables se hicieron, al quedar «al margen» de las rutinas seguras, tranquilizadoras del colegio-, empezaron las discusiones importantes. Eran estallidos de palabras no estrictamente restringidas al dormitorio de mis padres y en consecuencia tan alarmantes para Ben y para mí como lo habría sido, por ejemplo, el espectáculo de sus cuerpos desnudos. O voces que llegaban hasta mi cuarto, desde la cocina, a través de las rejillas de la calefacción; a veces, ya muy tarde por la noche, desde el cuarto de estar donde, una única luz encendida, el televisor con el sonido muy bajo, mi madre se quedaba a esperar a mi padre en el sofá, sola, como una mujer enferma acurrucada bajo una manta de viaje.
Aquellas noches en que mamá insistía en que me fuera a la cama a las nueve y media y Ben a las diez y media, pero en las que ella no subía a acostarse, sino que se dedicaba a esperar a que los faros del coche torcieran para entrar por el camino hasta nuestra casa desde la carretera que iba siguiendo el río. Fumaba -aunque Lucille Diehl no fumaba- y podía estar bebiendo, aunque, desde luego, Lucille Diehl no bebía. Parecía ver la televisión, pero ningún canal retenía su atención durante mucho tiempo, ni siquiera el de Cine Clásico, y con el sonido quitado. Varias veces Ben bajó descalzo en camiseta y calzoncillos -Ben copiaba a papá en materia de ropa para dormir- y le dijo lo «rara» que se estaba volviendo y que, por el amor de Dios, ¿por qué no se iba a la cama?
Mamá hacía caso omiso de Ben. Fumaba en el cuarto de estar a oscuras con sólo la pantalla del televisor brillando trémula como algo fosforescente en el fondo del mar, un simulacro de vida que no era vida. Id olor acre del humo de su cigarrillo subía hasta mi dormitorio, yo soñaba que la casa se incendiaba, que las piernas se me enredaban con la ropa de la cama y que no podía escapar.
A veces, al advertir la desesperación creciente de mi madre -a no ser que fuese la mía- me sentaba en lo alto de la escalera. En pijama, descalza y tiritando. Era medianoche: muy tarde. Y luego era la una de la madrugada y las dos treinta y cinco, alarmantemente tarde. A hurtadillas, esperaba con mamá.