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Para verla en el cuarto de estar, acurrucada en el sofá y de espaldas a mí, tenía que bajar deslizándome dos o tres escalones. Y quedarme muy quieta, abrazándome las rodillas. Porque si mamá hubiera sabido que estaba allí se habría enfadado mucho. ¡Es que no puedo tener ninguna privacidad en esta condenada casa, por el amor de Dios! Idos y dejadme sola, malditos críos, tener hijos acabó conmigo, perdí la figura, perdí mi atractivo, marchaos de una vez, condenados, dejadme sola.

Me daba cuenta de que no era nuestra madre de todos los días. Era una madre nocturna, con el cuarto de estar a oscuras y el televisor encendido pero sin sonido. Y a veces me dormía en la escalera y uno de ellos -podía ser mamá, podía ser papá- se tropezaba conmigo y no se enfadaba, sino que casi me arrastraba hasta la cama y me arropaba, de manera que era parte de mi sueño, la parte feliz de mi sueño, o quizá fuese algo que no había sucedido en absoluto.

¡Krissie, tunante! Cierra los ojos con fuerza y duérmete.

10

– Vuestro padre va a pasar una temporada con el tío Earl. No, no me preguntéis a mí, os lo explicará él mismo.

Ya no era papá sino vuestro padre. Cambio sutil. Cambio abrupto. Nuestra madre hablándonos de vuestro padre como podría estar hablando de vuestro profesor, vuestro chófer de autobús.

Aquello sucedió tres días después de que se hicieran públicas las primeras noticias sobre la muerte de Zoe Kruller. Tres días después de los titulares a toda página en el Journal de Sparta que mi madre me había arrancado de las manos.

Tres días en los que papá no había pasado mucho tiempo en casa, o había llegado y se había vuelto a marchar y había regresado a altas horas de la noche cuando Ben y yo estábamos ya en la cama y supuestamente dormidos.

– Nos explicará… ¿qué?

Acabábamos de regresar de clase. Ben dejó caer al suelo su mochila. Desde que las noticias sobre Zoe Kruller habían entrado en nuestra vida Ben se comportaba de manera extraña, riendo a carcajadas, tan grosero como los chicos mayores que atormentaban a los pequeños en el autobús escolar.

El rostro de Ben enrojeció de indignación.

– Sandeces.

Apartó a nuestra madre de un empujón, corrió escaleras arriba golpeando los escalones con los talones y cerró de un portazo la puerta de su cuarto. Con aire de que había sido abofeteada, nuestra madre lo siguió con la vista pero no lo llamó -no le riñó-, lo que me hizo saber que pasaba algo terrible.

– ¿Mamá? ¿Qué es…?

– Os lo he dicho. Os lo contará él, Krista. Vuestro padre.

Pronto.

Me quedé atónita. No entendía por qué Ben estaba tan enfadado ni qué significaba que vuestro pudre fuese a pasar una temporada con un pariente. Me parecía saber que aquello tenía algo que ver con Zoe Kruller pero no conseguía imaginarme qué.

El teléfono empezó a sonar. Estábamos en la cocina y había algo allí que tampoco funcionaba: los platos en remojo en el fregadero. Y una esponja manchada sobre la encimera que parecía haberse usado para recoger café derramado. Había además un cenicero lleno de colillas, y el aire apestaba a humo de cigarrillos y a colillas. Y el rostro de mi madre brillaba y estaba hinchado y tenía en la boca manchas recientes de lápiz de labios Revlon como si hubiera estado esperando visitas o posiblemente las visitas habían venido y se habían marchado y ésa era la razón de que hubiera platos en el fregadero y colillas sin apagar del todo en el cenicero y un aire de frenética inquietud que se sentía como un retortijón. Era lo bastante pequeña como para reaccionar como reacciona un niño: traté de echarme en brazos de mi madre. Pero mi madre estaba trastornada, ofendida; no tenía tiempo para una hija necesitada; el timbre del teléfono parecía frustrarla como si fuera incapaz de reconocer el ruido que hacía. Cuando me puse en movimiento para levantar el auricular, mi madre me dio una bofetada muy ligera:

– No, Krista. No es para ti. Ya me pongo yo, tú vete.

De manera que, bruscamente, mi padre se había ido con mi tío Earl Diehl, que habitaba en East Sparta. Pero las cosas de papá seguían en casa, la mayor parte de su ropa y de sus herramientas no se habían movido del taller del sótano y el Jeep Willys de 1975 que había estado pensando en vender continuaba en el garaje.

Siempre que sonaba el teléfono lo primero que pensábamos era ¡Es papá el que llama!

Pero papá no llamó hasta la noche siguiente cuando nos estábamos sentando -tarde- para una cena ya retrasada e interrumpida por otras llamadas telefónicas. Mi madre respondió con voz cautelosa y nos hizo gestos para que Ben y yo saliéramos de la cocina, cosa que hicimos, y estuvimos rondando nerviosos por el cuarto de estar, y al cabo de unos minutos mi madre llamó a Ben -«¡Tu padre quiere hablar contigo, Ben! Date prisa»- y mi hermano tomó el auricular con timidez y de mala gana; todo lo que pudo murmurar con la cara encendida fue De acuerdo, papá, sí, supongo que sí en una voz muy cercana a las lágrimas. Luego me tocó a mí, tenía la boca seca y estaba preocupada y, al igual que Ben, atacada de timidez por lo extraño que era todo, lo anormal que parecía ¡estar hablando con papá por teléfono! Creo que ni Ben ni yo habíamos hablado nunca antes por teléfono con nuestro padre; no estaba preparada para su voz tan cerca del oído. «¿Eres mi Gatita? ¿Estás ahí, Gatita? Mi dulce Garita, ¿verdad?» Sólo era capaz de decir ¡Sí, papá! Sí, papá porque algo parecía estar mal, había algo que estaba mal y que me era imposible identificar Está borracho. Sólo ha conseguido encontrar el valor suficiente para llamar a su familia emborrachándose. De pronto empecé a llorar, estaba confundida y asustada y sin saber por qué empecé a llorar, y papá dijo con voz cortante:

– Maldita sea, no llores. Krista, haz el favor de no llorar. Nada de llorar, coño, qué demonios os ha estado diciendo vuestra madre, que se ponga al teléfono, Krista…

No recuerdo lo que sucedió después de aquello. Debí de pasarle el teléfono a mi madre, el resto de la tarde se me quedó en blanco.

Por teléfono no había oído bien la voz de mi padre, y luego hubo un tiempo en el que no oía con claridad la voz de nadie. En clase tenía dificultades para oír a la señora Bender. Me había aparecido un estruendo en los oídos semejante a un trueno lejano. O, a lo lejos, el rugido de uno de los coches de papá en Hurón Pike Road camino de casa. En la pizarra -que en nuestro instituto no era negra sino verde- las palabras y los números escritos con tiza se confundían unos con otros. Los ojos se me llenaban de lágrimas. La nariz me goteaba. Inclinada sobre el pupitre me limpiaba desesperada la nariz con los dedos, mucosidad húmeda y brillante que tenía que dejar secar al aire, porque ya se me había terminado el paquete de clínex que me había dado mi madre.

– ¿Krista? ¿Estás llorando? Me lo puedes contar, cariño.

La señora Bender, que se había agachado para mirarme con atención, me proporcionó nuevos pañuelos de papel. Y a continuación me preguntó si me gustaría salir de la clase para hablar con ella -si tenía algo que decir, quizá quisiera decirlo en privado-, pero dije que no con la cabeza. Mi madre me había advertido No digas nada sobre papá. Nunca cuentes nada sobre nuestra vida en casa. Nada que después se pueda repetir, ¿me has entendido, Krista?

Débiles y cargadas de reproches sonaban en mis oídos las palabras admonitorias de mi padre ¡No llores, Krista, haz el favor de no llorar! Nada de llorar, cono.