Temblaba tanto que me castañeteaban los dientes. Como una muñequita mecánica a la que se le humedecen los ojos y se estremece. De algún modo había sucedido que a una hija de Lucille Diehl -Lucille ¡que se enorgullecía tanto de su hogar y de sus hijos!- se le había permitido, en una heladora mañana de febrero, salir de casa sólo con un pulóver y unos pantalones de algodón debajo de un anorak, el pelo de color rubio pálido, fino y lacio, mal recogido en la nuca y la piel ardiendo.
Afectuosamente, la señora Bender apretó el dorso de su mano, que estaba fresca, contra mi frente.
– ¡Válgame Dios! Tienes fiebre.
De los escalofríos pasé a las risitas. ¿Cómo podía tener fiebre?
En la enfermería del instituto la encargada me tomó la temperatura con un termómetro colocado debajo de la lengua, lo que hizo que sintiera náuseas. Me miró el interior de la boca y la garganta que me latía de dolor. La señora Bender y ella conferenciaron en voz baja Esta chica, sabe usted quién es… ¿Diehl?
La encargada necesitó casi una hora para lograr hablar con mi madre por teléfono y decirle que, por favor, se presentara cuanto antes y se llevara a su hija a casa porque tenía 39 de temperatura y parecía que iba a caer enferma con la gripe.
¡Caer enferma con la gripe! Aquella frase se utilizaba tanto en Sparta durante el invierno que había adquirido algo de la cadencia y el aire inocente de una canción popular. Caer enferma con la gripe explicaba aquella sensación de tristeza y debilidad como si me estuviera derrumbando, de manera que ya no era una razón para asustarse sino un signo esperanzador, el de que eras, ni más ni menos, igual que todo el mundo.
– Sandeces.
Era lo que decía Ben. Unas veces con repugnancia, otras riendo. En unos casos refunfuñando entre dientes sin intención de que llegara a oídos ajenos y otras tan groseramente a voz en grito que ni a mi madre ni a mí nos quedaba otro remedio que escucharlo.
Fue la época en que mamá no nos dejaba leer el periódico, ni ver las noticias locales de las seis, ni las de ninguna cadena de televisión a no ser que estuviera ella presente y con el mando a distancia en la mano.
La época en que mamá contestaba a las llamadas telefónicas en su dormitorio en el piso de arriba y con la puerta cerrada contra nosotros. La época en que mamá no nos llamaba ya para hablar con papá por teléfono. Desesperada, acudí a Ben para que me dijera qué pasaba, por qué sucedía todo aquello, y Ben no tenía más contestación que un encogimiento de hombros.
– Sandeces. Eso es todo.
Le pregunté a Ben qué tenía que ver todo aquello con que hubiesen matado a la señora Kruller y Ben se limitó a repetir con exasperante imbecilidad:
– Sandeces. Ya te lo he dicho.
– ¿Qué quieres decir con «sandeces»?
– Ya te lo he dicho, estúpida. Sandeces.
Seguí a Ben de aquí para allá. Le tiré de la manga. Ben me abofeteó, me empujó. Me puse lívida de desesperación, de indignación. Repetí mi pregunta y finalmente mi hermano cedió como si se hubiera apiadado de mí.
– Lo que dicen en las noticias. Que papá es un «sospechoso».
– Sospechoso, ¿qué es eso?
– La policía está «interrogando» a papá acerca de la señora Kruller. Está a disposición de la policía. Eddy Diehl es un «sospechoso».
– Pero ¿por qué?
Sabía, por supuesto, lo que era un sospechoso. Sabía lo que era que un sospechoso estuviera a disposición de la policía. Sin embargo, parecía incapaz de entender qué era lo que todo aquello tenía que ver con nuestro padre o con nosotros. Me sentía inquieta, con una vaga sensación de náusea. No entendía por qué, de repente, mi hermano me aborrecía.
– ¿Por qué? Porque son tontos del culo, ésa es la razón. Los hombres con los que esa mujer se veía, uno de ellos lo hizo, la «estranguló», la «asesinó», y están tratando de decir que papá era uno de esos hombres, pero todo el mundo sabe que el padre de Aaron es el asesino, es una condenada estupidez, maldita sea, que papá se halle a disposición de la policía.
La cara de Ben se contrajo como si estuviera a punto de llorar y a mí me asustó que Ben fuese a llorar porque si lloraba y yo lo veía, se enfurecería conmigo, nunca me perdonaría y me detestaría más aún de lo que ya me detestaba. De manera que dije, con voz de niña tonta, como una niña en una comedia televisiva cuya simple presencia provoca ahogadas risitas expectantes en el público invisible:
– Escucha, ¿sabes una cosa? La señora Kruller estuvo aquí una vez.
Ben me miró con fijeza. En sus ojos las lágrimas brillaban peligrosamente.
– ¿Aquí? ¿Dónde?
– Aquí. En esta casa.
– ¡No digas sandeces! ¿Cuándo?
Traté de recordar. Tuvo que haber sido el año pasado, la primavera última. Al comienzo del buen tiempo. Pero aún teníamos clases, así que sería en mayo, o a principios de junio. El recuerdo me vino como una escena de televisión que, en un primer momento, parece desconocida pero que luego, de manera gradual, se revela como familiar, consoladora. El autobús escolar de Harpwell Elementary me había traído a casa inesperadamente pronto, a las doce y media. No se iban a dar las clases de la tarde del miércoles porque se había convocado una reunión de profesores. Mamá no estaba en casa: no sabía nada de aquella reunión ni de la tarde libre. Se había ido a Chautauqua Falls para visitar a un pariente hospitalizado a causa de una intervención quirúrgica.
La puerta de atrás no estaba cerrada con llave, y mamá me había dicho -nos había dicho a Ben y a mí- que sencillamente entrara en casa si ella no había vuelto cuando regresáramos de nuestras clases, aunque estaba segura de haber vuelto para las cinco de la tarde, fue lo que nos prometió.
No era inusual que la puerta no estuviera cerrada con llave. En Hurón Pike Road, en las zonas rurales al oeste de Sparta, no era infrecuente dejar la puerta abierta todo el día y toda la noche.
Como tampoco era inusual que una madre -una madre «abnegada», como Lucille Diehl- dejase solos a sus hijos durante una hora o dos en tales circunstancias.
De manera que entré en la cocina tarareando para mis adentros, y allí estaba mamá ante el fregadero; no: no era mamá, ¡era Zoe Kruller! La atractiva Zoe Kruller de Honeystone's Dairy, excepto que no llevaba su uniforme blanco, sino unos pantalones morados como de seda y un suéter de color azul lavanda muy ceñido, sin redecilla en el pelo, siempre tan elástico, y estaba silbando mientras enjuagaba unas tazas de café. Al darse la vuelta, Zoe parpadeó al verme y se le abrieron mucho los ojos por la sorpresa y después de una pausa que no duró más allá de un latido, dijo en voz baja, gutural, suave como la mieclass="underline"
– ¡Pero si es Krissie! ¡Vaya, qué tal, Krissie! ¡Me había parecido que eras tú! ¿Qué te trae a casa a esta hora del día, Krissie?
Zoe había alzado la voz de manera que se la oyera. No sólo en beneficio de la pequeña Krissie, sino de alguien más, que quizás estaba en la habitación contigua. En el momento no capté del todo aquel hecho. Estaba sorprendida -muy sorprendida-, pero ver a Zoe Kruller en nuestra cocina, delante de nuestro fregadero, era, como es lógico, una sorpresa muy agradable. Zoe me sonreía con tanta intensidad que se le formaron unos hoyuelos muy hondos en las mejillas. Su sonrisa era amplia y luminosa y dejaba al descubierto sus encías rosadas. Sobre su piel lechosa temblaban pecas y lunares diminutos. En la otra habitación oí una voz de hombre, una voz apagada, aunque, por supuesto, era la voz de papá, sabía que era papá, sin duda alguna, porque había visto su jeep en la entrada. Le dije a Zoe que nos habían dado la tarde libre, y le conté lo de la reunión de profesores y cómo mi madre se había ido a Chautauqua Falls para visitar a un pariente en el hospital, y cómo volvería al cabo de unas horas. Al oír mencionar a mi madre, Zoe pareció animarse todavía más y dijo: