A aquella hora todavía temprana, cerca de las seis de la tarde, pasado el crepúsculo, la oscuridad como de noche cerrada ya, la County Line era muy popular. Hombres que no tenían prisa por llegar a sus casas, u hombres como Eddy Diehl que de algún modo carecían de hogar, invisiblemente desfigurados y sin embargo decididos a mostrarse festivos, bullangueros. Con mi chaqueta del instituto de Sparta, hecha de tela sintética parecida a la seda, una seda llamativa de color morado oscuro, glamurosa a primera vista, con mis vaqueros repetidamente lavados y con mi luminosa cola de caballo rubia bollándome por detrás de la cabeza y hasta mitad de la espalda, captaba las miradas de los hombres de la manera en que una llama vertical moviéndose entre sombras opacas atraería las miradas. En un gesto de vaga actitud protectora, mi padre me llevó a una mesa en la zona «familiar» del establecimiento e hizo que me sentara de espaldas al mostrador, aunque ahora no pareciera importarle que para llamar a mi madre desde el teléfono público tuviese que abrirme camino por mi cuenta a través del bullicio del bar.
Con el nerviosismo de la emoción -el júbilo de la hija al estar con el papá prohibido- nunca se me habría ocurrido pensar ¿Qué motivo puede tener papá para traerme a un sitio así? Como tampoco estaba dispuesta a pensar Se trata de exhibirme, ¿la hija de Eddy Diehl que todavía lo adora, que todavía tiene fe en él?
En el estrecho corredor que llevaba a los aseos un individuo grueso, de cabellos erizados, estaba maldiciendo en el auricular del teléfono público: «Si esperas que me crea eso, es que me tomas por tonto». Era una conversación furibunda y sin embargo íntima, no pude por menos de preguntarme quién sería la persona, una mujer con toda probabilidad, al otro extremo del hilo: ¿esposa?, ¿ex esposa?, ¿novia? A los quince años ya me parecía saber que nunca habría, en mi vida, nada como aquella clase de intimidad directa, realista; nada como aquella vulnerabilidad.
El tipo corpulento colgó a tientas el teléfono, se volvió, tropezó conmigo y murmuró «¡Vaya, perdón!». Su aliento apestaba a algo así como a gasóleo. Exagerando la sorpresa, sus ojos inyectados en sangre parpadearon en mi dirección:
– Debbie, ¿no es eso? ¿Debbie Hansen? ¿Buscas compañía, Debbie?
Le dije que no. No era Debbie y no buscaba compañía.
– ¿No? ¿No eres Debbie? Coño, demasiado joven, nada más que una niña. ¿Una colegiala? ¿Vas a llamar a tu novio, cariño? No necesitas llamar a ningún novio si… vamos… ¿necesitas que alguien te lleve a casa? Me llamo Brent, seguro que tengo la edad de tu padre, si necesitas ayuda, ya sabes, cielo.
De nuevo le dije que no. Le expliqué que sólo quería hacer una llamada telefónica.
– ¿Necesitas… cambio para el teléfono? Tengo un bolsillo lleno… ves…
Se tambaleaba por encima de mí. Le dije que hiciera el favor de dejarme en paz.
– … montones de cambio, ves… coge lo que quieras…
Sobre su palma sudorosa brillaban las monedas. Tuve un impulso repentino de golpearle la mano y hacer que salieran todas disparadas. Con una risita nerviosa me agaché para pasar por debajo de su codo peludo e hirsuto como pasaba por debajo de los codos alzados de las chicas de más edad en la pista de baloncesto, y antes de que se diera cuenta me había refugiado en el aseo de las señoras. Riendo para demostrar que no estaba asustada, que sabía que no tenía intención de hacerme daño.
– ¡Ahora váyase! No necesito nada de usted.
Del otro lado me llegó un estallido de risa y el golpear de unos nudillos en la madera.
La puerta del aseo no se podía cerrar por dentro. Tendría que correr a esconderme en uno de los retretes para cerrar una puerta con pestillo.
Si lo hacía, me tendría atrapada.
De todos modos no era más que una broma, un juego de borracho que no se convertiría en nada serio mientras desde el otro lado de la puerta que ni siquiera encajaba bien el individuo hirsuto con los ojos inyectados en sangre me llamaba cariño, nena y pasó a continuación a hablarme de algo más complicado, algo que yo no era capaz de seguir, de manera que hice una bocina con las manos delante de la boca para decirle:
– ¡No estoy sola! ¡He venido con mi padre, que está en el bar! Mi padre es Eddy Diehl, está en el bar, será mejor que me deje usted tranquila o…
Desesperada conté hasta diez, conté hasta veinte, pensando ya Por qué aquí, es que va a suceder algo aquí, pegará mi padre a alguien recordando cómo cuando habíamos entrado en el local mi padre me había guiado hacia el interior con el brazo alrededor de los hombros, ahuecándome la cola de caballo con los dedos, me estaba exhibiendo orgulloso, condenadamente orgulloso de su bonita hija rubia que no se parecía en nada a la esposa que lo había rechazado, en nada a Lucille Bauer, que había llegado a conocer demasiado bien a Eddy Diehl. Al entrar en el bar lleno de humo donde la mayor parte de la luz era el chillón resplandor de neón arrojado por los anuncios de cerveza y de licores y por la cuadrada televisión en la pared por encima del mostrador, al entrar en aquel lugar tan ruidoso habíamos llamado inmediatamente la atención, habíamos atraído miradas y más que miradas. El barman, un tipo con palidez de masa de pan sin cocer y patillas a lo Elvis, que limpiaba el pringoso mostrador con un trapo, exclamó: «¡Caramba, nada menos que Ed Diehl en persona!». No quedó claro de inmediato si el saludo era amistoso -amistoso con precauciones, quizá-, pero procedieron a darse la mano, los dos altos, de la misma estatura aproximadamente, y con poco más de cuarenta años; casi lo bastante parecidos como para ser hermanos.
En el bar, mientras papá y el barman charlaban, otros clientes hicieron una pausa en su conversación para observar y escuchar, y también ellos se mostraron cautos, amistosos pero cautos, como si reconocieran a mi padre pero no estuvieran seguros de cómo dirigirle la palabra.
Papá dijo, alegre, entusiasta:
– Ésta es mi hija Krista, mi niña Krista, aunque mayor de lo que parece, juega al baloncesto en su instituto, di Hola a mis compinches, Krista.
¡Compinches! Lo encontré patético.
Impropio de mi padre, pensé.
Todavía como una niñita de tres años a la que se exhibe, sonreí y dije Hola. La cara me latía con algo así como un dolor agradable y vi que papá estaba contento conmigo, no le había defraudado.
Ahora parecía que Brent se había marchado ya. De manera cautelosa abrí la puerta del aseo para señoras: se había ido. Me acerqué rápidamente al teléfono público y me situé de cara a la pared con el fin de resultar lo más discreta posible. Los hombres entraban y salían de su aseo a un par de metros de distancia, y no quería que se fijaran en mí. Introduje una de las monedas de veinticinco centavos de papá y recé para que mamá contestara cuando marqué su número, pero recibí el rechazo inmediato de la señal de comunicar.
– Mamá, ¡cógelo! Por favor, mamá. Soy yo.
Aunque no tenía ni idea de lo que le diría si se ponía al teléfono. ¿Que había sido cómplice de mi padre, que había incumplido el mandamiento judicial que le prohibía acercarse a mí? ¿Que incluso le prohibía hablar conmigo? ¿Que había traicionado la confianza de mi madre, pasándome de buena gana al enemigo? ¿Por querer estar con él, y por no querer (al menos en aquel momento) estar con ella? ¿Por quererle a él (al menos en aquel momento) más de lo que la quería a ella?