Aunque quizá nada de todo aquello fuera cierto. Tal vez se tratase de una historia desesperada que me contaba a mí misma a los quince años. Quería a mi padre no porque fuera un buen padre ni un hombre bueno -cómo podía juzgarlo, cómo saber si era o no un hombre «bueno»- sino porque era mi padre, el único padre que tenía.
Y quizá él me había estado exhibiendo, un poco… y, ¿por qué era eso tan terrible? ¿Por qué no se le podía perdonar?
Papá no esperaba de verdad que mamá aceptase su invitación para ir a cenar a la County Line, ¿o sí? Había hablado con añoranza, con un punto de dolor en la voz. Pero me había guiñado un ojo, estaba bromeando.
Tu papá es un bromista, corazón. No creas que hago mucho caso a tu condenado papá.
Me estaba poniendo nerviosa al oír la señal de comunicar al otro extremo de la línea. Colgué y esperé a que cayera la moneda en el hueco de las devoluciones y marqué de nuevo el número de mi madre, y esta vez alguien desconocido, un hombre, respondió al teléfono -«¿Sí? ¿Quién llama?»- y resultó que había marcado mal, que me había equivocado de número. Y todo aquello mientras la puerta del aseo para hombres se abría y cerraba continuamente. Trataba de no aspirar el olor a cerveza derramada y a orines. Y un poderoso hedor a desinfectante por debajo. Hasta qué punto los hombres son sus cuerpos, no hay manera de escapar a los cuerpos de los hombres se me presentó como una deprimente epifanía. Me escondía de hombres que me silbaban al pasar, que me llamaban ricura al pasar, me ahuecaban la cola de caballo con dedos groseros y juguetones; me escondía de ellos apretando la frente contra la superficie de plástico negro llena de manchas grasientas del teléfono público. Marqué de nuevo el número de mi madre -es decir, el número de nuestra casa- y una vez más la señal de comunicar me salió al encuentro como una burla.
Por supuesto, era muy probable que mi madre estuviera hablando por teléfono. Sus parientes la llamaban todo el tiempo. Hablaba con su madre y con sus hermanas varias veces al día. Hablaba con las «nuevas amigas» de su iglesia y con el pastor y su mujer. Hablaba con funcionarios del tribunal de familia del condado y también era posible que hubiese hablado con un abogado. Y sin embargo, a mí me parecía que estaba siendo deliberadamente irresponsable, indiferente a mis necesidades, utilizando el teléfono en un momento en el que yo podía estar tratando de llamarla.
¡No te necesito! Te detesto. Papá ha venido para llevarme con él, lejos de ti.
Siempre que sea necesario elegir, una chica elegirá a su papá. Incluso aunque seas mamá, reconoces que tiene que ser así: te acuerdas de cuando también tú eras una jovencita.
Recuperé la moneda cuando me la devolvió el teléfono y regresé a la mesa donde me esperaba papá, bebiendo. Para entonces el local estaba casi lleno. Tuve que abrirme camino entre un laberinto de mesas. Tuve que abrirme camino entre la multitud junto al mostrador, largo, con forma de herradura, erizado de obstáculos. Sólo vi a una mujer -las jóvenes que reían se habían marchado- y era alguien de casi cuarenta años de pelo ondulado, elástico y suelto, parecido al de Zoe Kruller, el estilo de una popular serie de la televisión de una época anterior, Los ángeles de Charlie; un estilo joven y glamuroso, pero la mujer ante el mostrador no era ni joven ni glamurosa sino de mandíbula cuadrada, con una pintura de labios tan oscura que parecía negra. Al acercarme alzó la vista hacia mí con repentina atención. Y otros hombres me miraron también. Sonreí con timidez, era lo que me salía de manera instintiva, tal vez como un animal se encoge y enseña los dientes en un simulacro de sonrisa para evitar que le hagan daño. Me tiré de la cola de caballo para enderezarla. Mechones húmedos de pelo se me habían pegado a la frente. Existía una manera de caminar que envidiaba en algunas de las chicas de más edad del instituto, una manera de exhibirse, cabeza muy alta y mirada perdida ¡Que nadie me moleste!, pero aquella manera de andar estaba por encima de mis posibilidades, me faltaba seguridad sexual. Y hubo un sujeto que dio un paso al frente para detenerme. No era nadie a quien conociera, ¿o sí? Llevaba una perilla descuidada, su boca una ancha cicatriz húmeda.
– ¿Eres su hija? ¿Diehl? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué te ha traído? ¿Qué está haciendo aquí? El muy desgraciado.
Me quedé atónita. Demasiado sorprendida para reaccionar de otro modo que tartamudeando tontamente:
– Lo siento…
Aquel individuo, aquel furioso personaje de la perilla que no había visto nunca, se atrevió a agarrarme del brazo. Para preguntarme de nuevo con voz de borracho llena de superioridad moral por qué estaba allí mi padre. ¿Por qué había vuelto a Sparta, donde sabía muy bien que nadie quería verlo? Y yo traté de decir, tartamudeando y disculpándole, que mi padre estaba «de visita».
– ¿A quién tiene que visitar ?
Dije que no lo sabía.
Lo que quería era quitarme de encima la mano de aquel hombre. Mi miedo era que nos viese papá, porque entonces sucedería algo terrible, y la víctima, posiblemente, sería papá. Tenía la esperanza de que no viera aquel enfrentamiento.
– Tu padre no ha estado en la cárcel, ¿verdad? ¿Por lo que hizo a la mujer de Delray Kruller? Sabes quién era… ¿Zoe? ¿Cuántos años tienes? ¿Por qué trae aquí a una chica como tú? ¿Cómo ha conseguido salir tan bien librado después de lo que hizo? ¿Por qué ha vuelto aquí? «De visita»… ¿a quién? Maldito asesino hijo de puta.
Traté de protestar. Me estaban empujando, otra persona tiraba de mí, el barman corpulento, de cara pálida que había estrechado la mano de mi padre. E intervino otra persona más, un amigo del tipo de la perilla, que dijo:
– Coño, Mack, deja en paz a la chica. No tiene nada que ver con todo eso. Vamos.
– El hijo de puta asesinó a la mujer de Delray y sigue tan campante. ¿Es el que está allí, en aquella mesa? ¿Es ése Diehl?
Traté de protestar, mi padre no había asesinado a nadie. A mi padre ni siquiera lo habían detenido. Ni siquiera le habían acusado de nada…
A Mack, la boca babeante, lo apartaron a un lado. Llegó alguien que empujó al barman, quien, a su vez, lo agarró por el cuello de la camisa como en un dibujo animado, lo zarandeó, desconcertándolo y le obligó a retroceder. Se alzaron voces vehementes. El barman, que se llamaba Deke, dijo:
– Cálmense. Vamos, hay que calmarse. Tranquilícense…
Entonces intervino también la mujer con el pelo elástico y suelto, una cara muy maquillada, y tantas arrugas como un mono:
– ¡No escuches a esos cretinos, corazón! Tu padre tiene todo el derecho a beber en cualquier sitio que se le antoje, joder, estamos en los Estados Unidos de América, por el amor de Dios.
Me consoló pensar que fuese amiga mía aquella mujer, con su blusa de satén de color rosa intenso y diseño exclusivo, y unos vaqueros muy ajustados, que tambaleaba sobre unos tacones ridículamente altos, como los que Zoe Kruller podría haber llevado en el escenario de Chautauqua Park. Su aliento apestaba a whisky barato y se me echó encima de manera agresiva.
– La tal Kruller… ¿cómo se llamaba?… La condenada Zoe, la irresistible Zoe… se lo andaba buscando. Todo el mundo sabía lo que era Zoe. Si no lo llega a hacer un hombre, lo habría hecho otro. «Acabas en la cama que te has preparado.» La cama que te mereces, ¿te das cuenta? ¿Quién coño tiene la culpa?
Me escapé y volví a la mesa de mi padre. Para mi asombro, no se había dado cuenta del alboroto junto al mostrador.
Papá, de hecho, estaba encorvado sobre la mesa, como un oso herido que trata de recuperar fuerzas. Unos pocos minutos sin su bonita hija rubia con la cola de caballo, y un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse. Un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse con toda la facilidad del mundo. Apoyados los codos en el tablero maltratado de la mesa, daba vueltas a las injusticias de la vida con la sólida mandíbula descansando en los puños y los ojos entornados como si estuviera muy cansado de repente, cansado hasta decir basta. Había pedido otra Coca-Cola para mí y para él un whisky junto con una espumosa jarra de cerveza oscura. Alzó la vista y me obsequió con una rápida sonrisa paternal mientras medio me caía en el asiento.