Estaba aturdida, pero sonreía. Otro papá tal vez habría advertido el aturdimiento por debajo de la sonrisa, pero no aquel papá que se bebía la mitad de su whisky de un solo trago.
– Escucha la canción que he pedido que toquen para ti… ¿sabes qué es?
Traté de escuchar. Pensé que podía ser importante. Tanto revuelo en el bar, más hombres mirando en nuestra dirección, no me podía concentrar muy bien.
Delia's gone, one more round!
Delia's gone [1]
Una voz de barítono muy grave, con el peculiar acento de la música country, ¿podía tratarse de Johnny Cash? Intenté escuchar, pero apenas conseguí oír.
Extraña la manera en que mi padre bajaba la cabeza, como si fuera imperioso oír la letra de la canción, como si la canción encerrase para él algún significado especial; como si Eddy Diehl hubiera estado recientemente en algún sitio (aunque, ¿qué lugar podía haber sido ése?) donde no se le había permitido oír aquella música. O no se le había permitido estar sentado así, bebiendo whisky y cerveza, fumando un cigarrillo, en un disfrute sensual y solitario; la peculiar soledad del que bebe en público.
Delia oh Delia
Where you been so long?
One more round, Delia's gone,
One more round. [2]
Aún seguíamos sometidos al escrutinio del mostrador. No me atrevía a mirar, excepto por el rabillo del ojo. Me daba cuenta de que el enfadado tipo de la perilla -y otros- nos observaban a papá y a mí. (Pero ¿por qué no se daba cuenta papá? ¿Estaba borracho o fingía aposta no ver?) Me animó la absurda esperanza de que la borracha con la blusa brillante de color rosa intenso saliera en nuestra defensa; que consiguiera la colaboración de otros en apoyo de mi padre.
Sabía, por supuesto, que en Sparta el apellido Diehl iba siempre acompañado ya de ciertas asociaciones. En todo Herkimer County. Tal vez en todos los Adirondack. Como también se conocía a Zoe Kruller y a Black River Breakdown, su grupo de música bluegrass. Casetes y cedés con la música del grupo se tocaban con frecuencia por toda la zona; papá tenía varios en la guantera de su jeep que yo le había pedido con frecuencia escuchar cuando lo acompañaba en algún trayecto.
– ¿Caballero? Aquí tiene.
Una camarera trajo una bandeja de patatas fritas y otra botella de cerveza a nuestra mesa. Papá despertó de su trance musical para ofrecerme patatas.
– Las he pedido para ahora. No es la cena, iremos a cenar a un sitio mejor… pero estoy tan hambriento que me comería cualquier cosa.
Se puso a comer con los dedos. Se había quitado la gorra de béisbol, estaba despeinado, el pelo oscuro, denso en unos sitios y escaso en otros, con finos mechones grises, y entradas en las sienes, enrojecidas y ligeramente marcadas por gotas de sudor. Me preocupó que papá empezara a parecerse a su padre -mi abuelo paterno que siempre había sido tan viejo- y a quien papá y sus hermanos solían llamar el viejo con afecto, aunque les sacara de quicio, el viejo cabrón, no hay quien le cuele una a ese viejo cabrón. Cuando un hombre empieza a perder el pelo, su cráneo cambia de forma y él mismo empieza a asumir una identidad distinta. Sentí una enorme ternura por papá, quería acariciarle la cara, que parecía tan maltrecha y curtida como si se la hubiera quemado el viento; era evidente que había estado trabajando al aire libre. Con más de cuarenta años, Eddy Diehl no era ya un hombre para quien una camisa blanca de algodón recién planchada fuese ropa de trabajo apropiada.
Había dejado de ser el esposo y padre de quien su mujer decía, fanfarroneando, que formaba parte de la clase directiva.
– ¿Krista? Vamos. Come con tu padre.
– No, gracias, papá. No me gustan las patatas fritas.
– Tienes que tener hambre, Gatita, después de todo lo que has corrido en la cancha de baloncesto. Vamos.
Tenía hambre, tenía mucha hambre. Pero no entraba en mis posibilidades comer aquellas gruesas patatas saladas y grasientas, recalentadas en un microondas detrás del mostrador, rociadas con ketchup, el tipo de alimento que mi madre catalogaba enseguida como probables sobras de otras comidas, recogidas de las bandejas de anteriores clientes.
Papá empujó la bandeja en mi dirección. Pensé ¡Ben se las comería!, de manera que cogí una o dos patatas para partirlas en trozos más pequeños y fingir que comía.
Vi que los nudillos de mi padre tenían arañazos, magulladuras recientes. Y quizá cicatrices por debajo. Sabía que había trabajado con árboles en una ocasión no hacía mucho tiempo, que había trabajado con motosierras, y sabía que había hombres en Sparta Construction que habían sufrido accidentes terribles con ese tipo de maquinaria. Lo que quería era coger con la mía la mano de mi padre -grande y llena de cicatrices- para decirle que le quería y que no creía lo que algunas personas decían de él, que sabía que no podía ser verdad.
Sin embargo, sin afeitar y con ojeras, además de malhumorado, papá tenía en torno a los ojos un aire de animal de presa; papá era un hombre orgulloso que no aceptaba condescendencias; la voz de la gramola, que se abría camino en la atmósfera cargada de humo de la abarrotada County Line Tavern en una tarde de entresemana, era la voz del alma de aquel hombre, y no era cuestión de mostrarte condescendiente con un hombre así. Sentí un escalofrío premonitorio como el que puede sentir un nadador cuando algo no del todo visible -oscuro, con aletas, silencioso- pasa cerca por detrás de él, algo que no llega a ver bien.
La canción de la gramola se estaba terminando. Había una solidez en aquella voz profunda de barítono, muy masculina, que parecía inadecuada para su tema:
So if your woman's devilish
You can let her run,
Or you can bring her down and
Do her like Delia got done.
Delia's gone, one more round!
Delia's gone [3]
Papá asentía con honda satisfacción mientras masticaba las patatas. Grandes patatas grasientas, fritas con manteca, tan grandes como sus dedos, generosamente rociadas con ketchup. Fuera lo que fuese lo que la canción de Johnny Cash significaba para él, había provocado una intensa reacción. Terminó su whisky y pidió otro. Acto seguido bebió a fondo de la botella de cerveza. Me hizo un guiño con los ojos medio cerrados y me obsequió con una escueta sonrisa paternal antes de hacerme por fin la pregunta que había estado retrasando desde mi vuelta a la mesa.
– Bueno, Krista: ¿qué ha dicho tu mamá?
¡Mamá! No había oído aquella palabra en boca de mi padre desde hacía muchísimo tiempo. Comprendí que se había hecho la ilusión de que quizá mi madre accediera a reunirse con nosotros, porque brillaba en sus ojos una absurda esperanza.
12
Marzo de 1983
El problema nos corroía la vida como las grandes manchas de herrumbre invaden los restos de un vehículo abandonado. El problema que nos robaba la alegría. Y también nos agobiaba la conciencia misma de la lentitud con que asimilábamos el problema, porque todas las mañanas queríamos que el día que empezaba, precisamente aquél, marcase el momento en que el problema desaparecería.