Separado, dividido, hostil, alienado, indiferente, seccionado, hendido: distanciado.
«¿Está papá «distanciado» de nosotros?» Con la cruel ingenuidad fingida de los muy jóvenes, una noche me atreví a hacerle a mi madre aquella pregunta cuando papá llevaba una semana ausente; noté la punzada de dolor en su rostro; no sé cómo escapé sin que me cruzara la cara de un bofetón.
¡Qué emocionantes se habían vuelto en muy poco tiempo nuestras vidas! Ansiosas e impredecibles y sin embargo la emoción dejaba tras sí una sensación de mareo como la que se sentía en una montaña rusa cuando eras muy pequeño: pensabas que era aquello lo que querías, que habías gritado y suplicado por ello, pero que quizá no lo habías querido, aquello, no. Habías querido asustarte y habías querido emocionarte; habías querido que algo te recorriera por dentro como una corriente eléctrica; habías querido chillar en un paroxismo de pánico pero quizás… quizás no era en realidad lo que querías.
Y quizás para cuando te diste cuenta ya era demasiado tarde.
– ¿Krista? Ven aquí, tengo algo que decirte.
Mi madre había hablado ya con Ben después de que volviera a casa del instituto. Había oído la voz de mi hermano bruscamente alzada y luego cómo salía de la casa dando un portazo y mamá llamándolo sólo una vez, un gritito agudo como de pájaro herido:
– ¡Benjamin!
Desde una ventana vi a Ben correr inclinado hacia adelante, bajo la luz del sol ya muy oblicua de última hora de la tarde, sin la chaqueta. Mi acongojado hermano dirigiéndose a trompicones sobre treinta centímetros de nieve al antiguo granero, a poca distancia detrás del garaje para dos coches que mi padre había construido pegado a nuestra casa; el granero se usaba como guardamuebles y como segundo garaje para la sucesión de vehículos de mi padre. Vi cómo el aliento de Ben se transformaba en vapor de agua mientras corría. Pensé que podría no haber reconocido a Ben corriendo de aquella manera, como si fuera un animal herido, con aspecto de ser más joven de lo que era en realidad, y más pequeño.
Lo vi todo desde el descansillo del piso alto. Me había apresurado a subir al llegar a casa del instituto nada más prepararme el tentempié de después de las clases -un cuenco de cereales con leche y pasas- de manera que pudiera empezar a hacer los deberes mientras comía. Los cereales eran madejas de trigo de tamaño pequeño; había que comérselas deprisa o de lo contrario se empaparían, convirtiéndose en pasta, y la leche se oscurecería, y lo que tendría que haber sido delicioso se convertiría en algo vagamente repugnante, que habría que esforzarse por comer.
Estaba empezando a darme cuenta de que todo lo que me gustaba -las cosas preferidas de mi infancia como los cucuruchos de helado de Honeystone's- podía muy fácilmente convertirse en repugnante, en asqueroso.
Desde la marcha de mi padre me encontraba expuesta a disparatados ataques de hambre. En especial por las tardes, después de la tensión de las clases. Devoraba un cuenco de cereales como un animal al borde de la inanición. Me invadía un júbilo pueril, como si no me importara más que aquello: comer.
Y estoy hablando de comer a solas. No me refiero a las horas de las comidas. No con mi madre y con Ben. Desde que faltaba papá al otro extremo de la mesa, había llegado a aborrecer las horas de las comidas. Comía de pie delante del frigorífico, comía sentada en los últimos peldaños de la escalera, comía en mi habitación o incluso en el cuarto de baño, la boca inundada de saliva. Y ahora, a toda velocidad, en el pequeño escritorio de mi habitación -una mesa que papá hizo para mí con madera de roble muy pulimentada que había sobrado en uno de sus trabajos- traté de acabarme las madejas de trigo antes de que mi madre me llamara como sabía que se disponía a hacer.
Primero Ben, después Krista. Tenía que haber cierta lógica en la crueldad de nuestra madre.
Ahogándome a medias iba devorando el cereal y la leche. Mientras pensaba No sé todavía. Lo que Ben sabe ya, no lo sé yo.
– ¿Krista? Ven aquí, tengo algo que decirte.
Mi madre me llamaba desde el pie de la escalera. Su voz era tan cortante como la hoja de un cuchillo, lo veía brillar y quería salir corriendo, ¡esconderme! Pero ya no era una niña pequeña, tenía once años.
No sabría decir hasta qué punto había madurado ya para mi edad. Cabe que pareciera menor de once años, pero me sentía mayor. Era la que, en el autobús escolar, cuando las otras chicas de más edad temblaban y se estremecían mientras susurraban Esa cosa terrible que le hicieron a Zoe Kruller peor que estrangularla seguía muy quieta y en silencio y parecía no estar oyendo.
Cuando descendí a la planta baja mi madre había vuelto al comedor, para sentarse ante la mesa plegable de madera de cerezo que era una «herencia familiar», siempre cubierta por un mantel. El comedor era una habitación que se utilizaba raras veces y cuando se usaba era casi siempre con motivo de alguna fiesta. Para disfrutar de más privacidad, mamá había llevado a aquel cuarto, mediante un alargador, el teléfono de- la cocina. Era una época en la que no existían aún ni los inalámbricos ni los móviles, y necesitabas irremediablemente un enchufe y un alargador. Encontré sorprendente ver tantas carpetas archivadoras sobre la mesa del comedor: extractos de cuentas bancarias, pólizas de seguros, recibos e impresos para la declaración de la renta, diversas cartas con aspecto oficial, documentos varios.
– ¿Mamá? ¿Qué son todas esas cosas?
– Siéntate, Krista. Olvídate de esas cosas.
– Pero…
– Límpiate la boca, Krista, ¡por el amor de Dios! Se diría que has estado lamiendo leche. He dicho que te sientes.
No me gustaban nada las sillas del comedor, que eran tan singulares. Cojines duros y respaldos de mimbre muy incómodos, nada comparable con las sillas de la cocina, de escay gastado. Las comidas familiares se hacían siempre en la cocina y el comedor se usaba sólo para ocasiones especiales, celebraciones obligatorias organizadas por mi madre y su familia con motivo de cumpleaños y otras festividades. Había un calendario inamovible de acuerdo con el cual Nochebuena, Navidad, Acción de Gracias y Pascua se rotaban entre mi madre y sus parientes.
Papá solía tomar el pelo a mamá con motivo del manteclass="underline" ¿de qué sirve la madera de cerezo si no la ve nadie? Y mamá replicaba que no estaba dispuesta a correr el riego de que alguien dejara un círculo con un vaso, o echara una mancha o le hiciera una quemadura.
Desde que papá se había ido a vivir con su hermano Earl, mamá estaba más ocupada que nunca. No paraba de moverse por la casa, de subir y bajar escaleras; hablaba de continuo por teléfono. Parientes de su lado de la familia venían a verla todos los días, y hablaban en el comedor con las puertas corredizas cerradas. También se presentaban varias amigas que me sonreían con tristeza y daban la sensación de que les gustaría estrecharme contra sus pechos caídos si no fuera porque yo me escabullía.
A Ben y a mí también nos presentó mamá, como «mi contable», a un individuo con cara de halcón que llevaba traje y corbata de lazo. Y a otro tipo con traje y corbata: «El señor Nagel, mi abogado».
Abogado. Prefería no pensar en lo que aquello podía significar.
Distanciado. Separado. Divorciado…
– ¿Krista? Quiero que escuches con atención…
En una torpe manifestación de ternura, mi madre se apoderó de mis manos, frías y escurridizas. Me hablaba con una voz tranquila que me resultaba perturbadora, una voz que sonaba falsa, una voz forzada, una voz en la que se agitaba un algo suplicante, aunque menos de una hora antes la había oído por teléfono hablando con tono cortante, salpicando sus palabras con estallidos de algo que sonaba como risas. Quería taparme los oídos contra ella, mientras pensaba con testarudez infantil Papá volverá y cambiará todo esto. Cualquier cosa que se esté haciendo, papá lo volverá a cambiar para dejarlo como debe estar. Tanto Ben como yo habíamos notado que los ojos de nuestra madre tenían un brillo extraño porque últimamente había estado tomando medicinas recetadas por los médicos para ayudarla a dormir y para calmarle los nervios. Como no quería ver los ojos de mamá, miré nuestras manos, tan extrañamente entrelazadas. Como si estuviéramos en algún sitio peligroso, una altura rocosa por ejemplo, y nos agarrásemos de manera instintiva, empujadas por el miedo. Y sin embargo el miedo que sentía era por mi madre. Por aquellos ojos vidriosos de párpados enrojecidos y por los labios embadurnados de carmín que quizá fuesen a decirme algo muy feo que no deseaba oír.