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– «Ningún sitio» incluirá, imagino, una parada para beber algo, seguro que sí. Te estás olvidando de esa parte.

– Bueno… -había conseguido sacar los pies del tirante de la mochila y no tenía ya justificación para no mirar a mi madre que se hallaba muy cerca, a mi lado-. Ese sitio country en la Route 31, junto a The Rapids…

– La County Line. ¿Te llevó allí?

Los ojos de mi madre brillaron como monedas de cobre. Porque ahora me había atrapado y no me dejaría marchar sin pelear.

– ¿Por qué no me has llamado? Estabas en un sitio con teléfono. Tenías que saber que te estaba esperando.

– He llamado, mamá. Lo intenté…

– No. Estaba aquí, he estado aquí desde las cuatro y cuarto. Habría oído el timbre del teléfono.

– Comunicaba cuando he llamado. Las dos o tres veces que lo he intentado, comunicaba…

Era verdad: había tratado de telefonear a mi madre desde el bar. Pero sólo dos veces. Las dos veces comunicaba. Luego había renunciado, me había olvidado.

Ahora mi madre hizo una concesión: tal vez había hablado por teléfono, sólo unos pocos minutos. Quizá, sí, se había perdido mi llamada.

– He telefoneado a Nancy -Nancy era una compañera de curso que vivía en Sparta, en cuya casa me quedaba a veces a pasar la noche- para ver si estabas allí, o si Nancy sabía dónde podías estar. No lo sabía.

– ¡Mamá, por el amor de Dios! ¿Qué necesidad tenías de llamar a Nancy?

– Krista, no uses el nombre de Dios en vano cuando estés conmigo. Es una cosa ordinaria y vulgar. Quizá tu padre diga «por el amor de Dios», y cosas mucho peores, pero no quiero oír esas expresiones en boca de mi hija.

Joder, mamá. Palabras así son todo lo que tengo.

El corazón me latió, resentido, al comprobar que a ojos de mi madre era aún una niña cuando yo sabía muy bien que había dejado de serlo hacía mucho tiempo.

– ¿Ha bebido mucho? ¿Se ha pasado?

– No.

– E iba conduciendo. ¿Estaba… borracho ?

Me di la vuelta. Aquello me repugnaba. No tenía intención de denunciar a mi padre, de la misma manera que no hubiera denunciado a mi madre ante mi padre.

Habíamos salido a trompicones de la cocina cálidamente iluminada, con armarios de reluciente madera de arce y bisagras de latón y encimeras de fórmica de color calabaza, a una especie de descansillo oscuro, siempre con olor a humedad, junto a la escalera que llevaba al segundo piso. Como en una danza agresiva mi madre parecía querer acercárseme a empujones. Y me echaba en la cara un aliento que olía a algo agrio, frenético.

Lucille no bebía, pero Lucille tenía una medicina recetada por el médico con el nombre impronunciable de Diaphra… y algo más.

– ¿Dónde vas tan deprisa, Krista? ¿Por qué tienes tantas ganas de alejarte de mí?

– No es cierto, mamá. Quiero ir al baño. Tengo la ropa mojada y me la quiero cambiar.

– ¿Te ha hecho correr bajo la lluvia? ¿Ni siquiera te ha traído hasta casa?

– Hay un «mandamiento judicial» contra él, mamá. Podrían detenerlo si entrara en esta propiedad.

– Deberían detenerlo por no respetar el acuerdo sobre tu custodia. Por ir a buscarte al instituto, porque supongo que es eso lo que ha hecho, sin mi permiso y sin saberlo yo. Deberían detenerlo por conducir borracho.

Yo trataba de sonreír para aplacarla. Trataba de escabullirme sin tocarla, porque temía que el roce me quemara.

Con frecuencia me sorprendía, una sorpresa que me angustiaba y me emocionaba, descubrir que mi madre ya no era tan alta como antaño. Y es que, como por arte de magia, yo había llegado a ser más alta y más temeraria. Mis pechitos, firmes, tenían el tamaño de los puños de un bebé, pero los pezones se me estaban agrandando, adquirían un color intenso, como de bayas, y eran muy sensibles; llevaba ya aquellos pechos míos tiernamente sostenidos por un sujetador blanco de algodón de la talla 32A.

También llevaba leotardos de algodón blanco con doble refuerzo en la entrepierna. Cada cuatro semanas, más o menos, «menstruaba», un fenómeno que me llenaba de una mezcla de rabia y de orgullo, así como de preocupación por la posibilidad de que otros, entre ellos mi madre, pudieran saber lo que mi cuerpo estaba haciendo, qué fuga de color rojo tierra se me escapaba por un estrecho agujerito entre las piernas.

Mi madre me estaba hablando con voz cortante. No era capaz de concentrarme en sus palabras. Mientras permanecía en uno de los primeros peldaños de la escalera, ella también subió para ponerse a mi lado. ¡Qué comportamiento tan extraño! Y no estaba bien. En el instituto te apartarían de un empujón, si te acercabas tanto; incluso tu mejor amiga.

Tan desconcertada me sentí que casi tuve la impresión de que mi madre me había abofeteado, o de que alguien me había abofeteado. ¿O se trataba de que alguien me había besado con fuerza en la comisura de la boca? Un beso de hombre con un bigote hirsuto que me había pinchado.

Lo que quería era alejarme de aquella mujer para meditar sobre el beso. Para sacar fuerzas del beso. Para mirarme la cara arrebolada en un espejo y ver si el beso había dejado huella.

¡Te quiero, Gatita!¿Lo sabes, verdad?

Es cierto que tu padre os ha fallado, a ti y a tu hermano, pero también que os resarcirá, cariñito. ¿Lo sabes, verdad?

Sí, era cierto: papá «bebía». Pero ¿qué hombre no bebe? Ninguno de mis conocidos en Sparta, ninguno de los parientes de papá se abstenía de beber excepto uno o dos a quienes se les había prohibido el alcohol porque iba a acabar con ellos.

Dile a tu madre que la quiero. Que eso no cambiará nunca.

– … ahora dependéis de mí, tú y tu hermano. No me pongas los ojos en blanco, Krista, es así. Sois mi familia, lo más valioso que tengo. Ese hombre no os quiere, sólo os utiliza para desquitarse. «La venganza es mía, dijo el Señor», una antigua broma de tu padre, algo que les hacía reír a él y a sus hermanos. A todos los Diehl les encanta odiar. Dan la talla como enemigos. No son de fiar como maridos, ni como padres ni como hermanos; pero son excelentes como enemigos -mi madre hizo una pausa, después de haber hecho aquella declaración que tan familiar me resultaba: se la había oído muchas veces tanto a mi madre como a las demás mujeres de su familia-. Te recogió en el instituto, ¿verdad? Es peligroso ir en coche con alguien que bebe, Krista. Sabes que lo detuvieron por conducir borracho; ojalá le retirasen para siempre el carné de conducir. Les ha hecho mucho daño a otros y también te lo hará a ti. Ya te lo ha hecho, pero finges que no es así. ¿No lo entiendes, Krista? Ese hombre es un adúltero. No sólo me traicionó a mí, nos ha traicionado a todos. ¿Y sabes? Hizo daño a aquella mujer. Es un…

La empujé para librarme de ella, con un grito ahogado. No iba a permitirle que pronunciara aquella palabra terrible: asesino.

Mi atrevimiento al empujarla hizo que mi madre perdiera el control, y me abofeteara dos veces con fuerza por detrás. Era extraño que Lucille se comportara así -extraño en años recientes- porque había dejado de ser la señora de Edward Diehl para volver a llamarse «Lucille Bauer», el apellido de su juventud remilgada, un apellido del que parecía sentirse orgullosa; y Lucille Bauer, como todos los Bauer, condenaba cualquier manifestación de debilidad, tanto suya como de los demás.

Sin embargo, los ojos cobrizos le brillaban feroces, trataba de sujetarme con un abrazo de hierro, inmovilizarme los brazos contra los costados. Se oye hablar de niños descontrolados, de niños autistas, a los que se «abraza», con llaves como ésas, por su propio bien. Para mí la sensación fue terrible, aterradora. No pude soportarla. No soporté el aliento agrio de mi madre. El olor de las intimidades de su carne, su cuerpo rollizo sazonado con polvos de talco, el contacto de sus grandes pechos blandos, sus dedos sorprendentemente fuertes…