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¿Por qué?… porque es mi padre. Porque lo quiero más de lo que te quiero a ti.

Porque todo lo que él me diga me lo creeré.

Estábamos en el instituto cuando, a principios de marzo, papá vino a casa a llevarse el resto de sus cosas.

Durante gran parte de un día frenético mi madre había hecho que la ayudáramos, Ben y yo, a colocar las cosas de papá -ropa, calzado, herramientas, incluidas las eléctricas, de su taller en el sótano- en cajas de cartón que luego arrastramos hasta el porche trasero para que papá no necesitara entrar en casa.

– No es más que basura, que se la lleve. Es la basura de la vida de ese hombre, no quiero tener nada que ver con todo eso.

De modo que, como si fuera un empleado del servicio de recogida de basuras, mi madre hizo que mi padre viniera y se llevara sus cosas sin entrar en casa.

Así supimos que papá no volvería a vivir con nosotros durante mucho tiempo. O quizá nunca.

Aturdida, con el corazón en un puño, no lloré. Creo que no lloré.

– ¿Para qué necesita -dijo Ben, desdeñoso- esas «herramientas eléctricas» tan importantes en el sitio al que va?

– ¿Adónde va papá? -pregunté yo.

Y Ben respondió con su risa nueva, tan aborrecible:

– Al infierno, estúpida. ¿Adónde crees que va?

13

Cuatro años después, las palabras de censura de mi padre resonaban en mi cabeza como afilados guijarros sueltos que se arrojaran contra algo blando.

Si no quieres arriesgarte, quizá sea mejor que no juegues en absoluto.

14

West Ferry Street, 349. Donde encontraron a Zoe Kruller.

La casa, de dos pisos, en una hilera de edificios iguales, ocupaba la esquina de West Ferry con una calle de dirección única llamada Mercy. La fachada era de color marrón apagado y la piedra, demasiado blanda, se desmoronaba. Ventanas sin visillos que parecían mirar fijamente y un desolado jardín delantero, donde se amontonaba la nieve, no mucho más grande que una mesa para jugar a las cartas, y en el que estaban marcadas las pisadas de innumerables pies y donde habían meado innumerables perros del vecindario. Aunque estaba a unos cuatro kilómetros de nuestra casa en Hurón Pike Road, no se podía ir directamente.

Todos los caminos eran tortuosos. Y los aprendería en secreto, a finales del invierno o comienzos de la primavera de aquel año.

Se podía caminar siguiendo la vía del tren a través de bosques y campos pantanosos en los que, a principios de abril, los extraños gritos agudos de las ranas asaltaban el oído por todas partes; se podían evitar las carreteras, y que te vieran las personas que circulaban por ellas, para entrar luego en Sparta cruzando el Black River por una pasarela de tablas que iba pegada al puente del ferrocarril, siempre con la esperanza de que no pasase ninguna locomotora a toda velocidad, sacudiendo y haciendo vibrar la pasarela cuando caminabas por ella.

Cabía hacer una pausa apoyándose contra la barandilla y sentir un poquito de vértigo, de mareo. Y mirar hacia abajo a la rápida corriente apenas ondulada que fluía hacia el norte y el oeste en dirección al lago Ontario de la manera incesante e implacable con que baja el agua por el sumidero de una bañera. Se veía que el río era relativamente poco profundo cerca de la orilla y que asomaban protuberancias de estratos de esquistos, semejantes a costillas de animales antiguos, y temías -un miedo visceral instintivo engendrado por aquel lugar- que fuese la pasarela la que se movía, y el agua apenas ondulada la que permanecía inmóvil. Y te podía asaltar la idea de que Este es un sitio y un lugar al que siempre podré volver. Esto permanecerá siempre.

Desde el otro lado del río llegaba un intenso olor a fertilizantes del almacén ferroviario de la línea Chautauqua & Buffalo. Y fuertes ruidos destemplados, que hacían estremecerse el aire, de vagones de mercancías a los que se acoplaba a golpes. Hombres que hablaban a voz en grito y que parecían al mismo tiempo enfadados y jocosos.

Incluso la risa de los hombres que trabajan al aire libre suena un poco a malhumorada.

Más allá del almacén -que era enorme y se extendía por varias hectáreas a la orilla del río y al que se había aislado con una valla- estaba la antigua estación de ferrocarril de Denver Street, que llevaba diez años sin usarse; una estructura de ladrillo que empezaba a desmoronarse ya, del tamaño aproximado de un vagón de mercancías, de ventanas cerradas con tablas y cubiertas con una filigrana como de encaje de grafiti en la que incluso las palabras obscenas -joder cono maricón- tenían aspecto de pertenecer a un misterioso código secreto. Alrededor de la estación abandonada de Denver Street había cristales rotos esparcidos por las aceras, olor a orines y, en ocasiones, figuras misteriosas -de ordinario solitarias, acurrucadas en bancos o despatarradas en estado comatoso sobre las aceras- de vagabundos, de hombres sin hogar con varias capas de ropa, envueltos en mantas improvisadas; aunque a veces eran hombres más jóvenes, de unos veinte años, muchachos todavía en edad de ir al instituto, muy posiblemente de piel morena, de aspecto indio, que se reunían por las noches para vender y comprar drogas y para colocarse con marihuana, anfetas, mezedrina, según Ben me había explicado. Mi hermano miraba con desdén a los drogatas y a los yonquis. Tenía planes de más altura que incluían abandonar Sparta tan pronto como terminara la enseñanza media para ingresar en una escuela de ingeniería al estilo del Instituto Politécnico Rensselaer.

Para mí, sin embargo, un aire perversamente romántico acompañaba a la estación abandonada, aunque resultara demasiado brutal y excesivo a la luz del día, de la misma manera que un aire perversamente romántico iba unido a las ruinas de búngalos con armazones de madera en putrefacción y edificios desvencijados en el antiguo barrio a la orilla del río por debajo de la pasarela sobre el Black River. Me preguntaba si Aaron, el hijo de Zoe Kruller, era uno de los adolescentes que frecuentaban la estación. Y si, después de la muerte de Zoe, seguía volviendo a aquel lugar, que no debía de estar a más de un kilómetro de la casa de piedra arenisca de West Ferry Street.

¡Ese pobre chico!¡Imagínate! Mi madre hablaba del hijo de la señora Kruller con un aire vehemente de preocupación como si lo que le había sucedido a él, la tragedia con la que se había tropezado, fuese culpa de Zoe Kruller.

El problema que había aparecido en nuestras vidas.

En una tarde de abril de 1983, dos meses después de que se encontrase el cadáver de la señora Kruller, el aire estaba lo bastante cálido y soleado para que las ranas se entregaran a un frenético alboroto en las tierras pantanosas cercanas a nuestra casa y para que sintiera un intenso deseo de abandonarla, de desaparecer sin decirle a mi madre dónde iba; de caminar siguiendo la vía del ferrocarril con cuidado para pisar sobre las traviesas y no en la grava gruesa que las separaba y que me hacía daño en los pies a través de las suelas de las botas; llena de valor crucé la pasarela con la esperanza de que ningún tren se precipitara por detrás y por encima de mí e hiciera que la pasarela temblase inconteniblemente; y dentro ya de Sparta bajé a una tierra de nadie que bordeaba el almacén ferroviario, dejé atrás la otra estación abandonada con los cortes en zigzag de los grafitis y una puerta trasera entreabierta… ¿había alguien dentro? No se veía el interior, de manera que crucé Denver Street, sin asfaltar, para encontrarme en West Ferry Street jadeante y emocionada. ¡Me hallaba en territorio prohibido! ¡Lo que hacía era una cosa terrible! Y, sin embargo, ¡qué ordinaria era la casa con el número 349, casi no podía creer que aquel edificio tan venido a menos, con su jardincito delantero en mal estado y sus ventanas vacías y unos cuantos folletos publicitarios en los escalones de la entrada fuese el sitio donde habían asesinado a Zoe Kruller!