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Como me había visto aquella mujer que me estaba llamando. No porque me reconociera como hija de Eddy Diehl sino en mi calidad de desconocida que había estado caminando por un callejón sin asfaltar -caminando y mirando fijamente-, por detrás de las casas de apartamentos de West Ferry y que había hecho una pausa ante el número 349.

¡Qué destartalada parecía ahora la casa vista desde detrás! Venida a menos, abandonada, con tablas que se pudrían en el patio trasero, pájaros negros -cuervos, estorninos- de larga cola, que chapoteaban y se bañaban en charcos llenos de barro como niños hiperactivos.

– Oye, corazón: ven a decir hola. Nadie te va a morder, te lo prometo.

La mujer se había presentado como una aparición en el porche trasero de la antigua casa de Zoe Kruller. Quizá me había estado vigilando desde una de las ventanas.

Con once años era aún lo bastante joven, o parecía lo bastante joven, como para que los adultos se dirigieran a mí como si todavía fuese una niña pequeña. Y no tenía aún la presencia de ánimo de una adolescente para, simplemente, dar media vuelta y marcharme. Sonreí, nerviosa, y murmuré Hola. La mujer me hizo señas para que me acercase y así lo hice.

Y ¡qué extraña resultaba aquella mujer! En un primer momento pensarías que era hermosa, con glamour; pero no, no era ni hermosa, ni tenía glamour, sino que era más bien una burla de la belleza «femenina», del glamour, una máscara cosmética desfigurada. La cara era grande, redonda, en forma de luna, como la de mi madre, pero parecía brillar como si la hubieran frotado con un trapo grasiento y estaba además hinchada. El pelo, que le llegaba hasta el hombro, teñido de color remolacha, parecía ensortijado y apelmazado como si acabara de levantarse de la cama. Sobre su carnoso cuerpo se había puesto algo como de encaje, negro y ceñido -¿un camisón?, ¿un salto de cama?-, y encima una camisa de hombre de franela descuidadamente abotonada de manera que se podía ver, aun sin quererlo, una franja de encaje negro y unos pechos grandes y pesados del color de la manteca. Al igual que el rostro, su cuerpo parecía hinchado, enfermo de bocio. Desprendía, sin embargo, una extraña seguridad sexual, con una boca minuciosamente pintada de rojo carmesí, cejas depiladas y dibujadas muy finas, y rasgos como de muñeca apretujados dentro de la adiposidad de la cara. Allí había una mujer -una hembra- cuyo atractivo para los hombres sería poderoso, pensé. Como algunas de las chicas del instituto que conocía -de más edad y más maduras-, aquella mujer parecía pertenecer a otra especie del reino animal.

Quise marcharme corriendo, ¡pero no pude! Me sonreía con mucha seriedad, muy esperanzadamente y de la manera más seductora.

– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me llamo Jacky. ¿Y tú?

De nuevo, el extraño eco de Zoe Kruller. ¡Vaya!¿Qué tal?

En un artículo del periódico de Sparta sobre Zoe Kruller se había señalado que en el momento de su muerte vivía con una «amiga» en West Ferry Street; y que la amiga estaba ausente la noche en que asesinaron a Zoe; la policía, sin embargo, tenía motivos para creer que aquella mujer era una de las últimas personas que había visto a Zoe con vida. Se llamaba Jacqueline DeLucca -me había aprendido el nombre- y se la describía como «camarera de bar de copas, desempleada».

No sé cómo fue, pero el caso es que le dije mi nombre a «Jacky» DeLucca.

– Krista… qué nombre tan bonito. Poco frecuente, ¿no es cierto?

¿Cómo contestar a eso? Reí, avergonzada.

– Eres la primera Krista que conozco. ¡Eso está bien!

La manera de hablar de Jacky era, como su aspecto, exuberante, llena de animación. Con aquel cuerpo que se le salía a cada momento del camisón de encaje negro y de la camisa de franela, y con el pelo crespo teñido de color remolacha agitado por el viento como un halo enloquecido alrededor de la cabeza, aquella amiga de Zoe Kruller daba la impresión de que estaba a punto de aplaudir de puro deleite infantil. Aunque no tenía el menor deseo de entrar en su casa con ella, el caso fue que no encontré una manera cortés de decir no.

En aquel momento no se me pasó por la cabeza ninguna de las innumerables advertencias de mi madre sobre los peligros de que alguien a quien no conoces te dirija la palabra y acabe seduciéndote.

Dentro de la cocina -atestada de cosas- que olía a algo dulzón como vino, whisky, aromas de cocina y a alimentos chamuscados, Jacky estaba diciendo -con su voz como de Zoe que arrastraba las palabras- que yo era una «chica mona» pero que tendría que «sonreír más» para que la gente se sintiera a gusto en mi compañía, y no «acongojados».

– En la vida lo que sucede es que la gente quiere ser feliz, no desgraciada. Los hombres sobre todo. De todas las edades. El mundo es de los hombres y si haces desgraciado a un hombre, ten la seguridad de que te va a envitar. Da lo mismo que seas tan guapa como… no me acuerdo de su nombre… ahora está gorda y es vieja, pero… Liz Taylor… no importa que te parezcas a ella, si haces que un hombre sea desgraciado, que se sienta culpable y pesado como si llevara un peso colgado del cuello, acabarás por quedarte sola.

Jacky se agarró los carnosos brazos con las manos y se estremeció ante aquella perspectiva, o ante el recuerdo, de quedarse sola.

Envitar era una palabra nueva para mí. Deduje que Jacky quería decir evitar.

A mi madre le hubiera horrorizado el estado de aquella cocina: tan pequeña, tan abarrotada, con feas paredes amarillentas, armarios a los que les faltaban puertas, de manera que se veían bandejas amontonadas, tazas, cajas de cereales, latas sobre estanterías, un suelo de linóleo agrietado y pegajoso. Platos con manchas secas de comida que ni siquiera se habían puesto a remojo en el fregadero -algo que mi madre detestaba por ser una costumbre que denotaba pereza- se hallaban repartidos por las distintas superficies disponibles. Aunque el tiempo no era todavía cálido, las moscas zumbaban perezosamente por todas partes como si fuera aquél su lugar de reproducción. Sin dejar de charlar con alegría y nerviosismo, Jacky despejó un espacio para que nos sentáramos a la mesa, recalentó chocolate en un cazo en el fogón y lo sirvió en pesados tazones muy desportillados adornados con rojos corazones alusivos al día de los enamorados. El borde de mi tazón estaba algo manchado de pintura de labios y traté sin que se notara de quitarlo frotando. Parecía importante no insultar ni disgustar a aquella mujer tan amable, cuyo estado de ánimo podía cambiar sin previo aviso. «¡Maldita sea! Imagino que ha hervido.» Se había formado una telilla sobre la superficie del líquido, pero el chocolate caliente estaba muy bueno. Y las pastas con trocitos de chocolate, derramadas con entusiasmo de un paquete, abierto ya, sobre el tablero de fórmica, también estaban ricas.

– Vamos a ver, Krista… Krissie… ¿No es así como te llama la gente que te quiere?… «Krissie»… Cuando te he visto ahí en el callejón he pensado Esa niñita es una amiga de Zoe. Lo he sabido sin que nadie me lo dijera.

Sentí en la cara una sensación como si me pellizcaran. Miré hacia el suelo, incapaz de enfrentarme a los ojos relucientes de Jacky.

– ¿Estoy en lo cierto? ¿Verdad que sí? ¡Claro que sí! De cuando Zoe trabajaba en la granja, ¿no es cierto? Es lo que pensaba.

Jacky me preguntó cuántos años tenía, qué curso estudiaba y dónde vivía. Parloteaba sin parar como una locomotora desbocada mientras clavaba los ojos en mí de una manera ansiosa y expectante, al estilo de Zoe, que me desconcertaba. Sus modales eran sigilosos, insinuantes. En el cuello y en el antebrazo derecho -lo que podía ver del antebrazo- había débiles manchas amoratadas como nubes que se deshicieran y que, de forma inconsciente, Jacky se acariciaba con ternura. Aquello hizo que me acordara de cómo Zoe se había acariciado los brazos pecosos en la granja. Los brazos de Zoe, esbeltos y de una palidez lechosa, y en los que abundaban pecas y lunares semejantes a hormigas diminutas…