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– ¡Suéltame! Te detesto.

Aterrada corrí escaleras arriba, tropezando y cayéndome casi; luego me caí de verdad y me raspé una rodilla, pero me alcé de inmediato, como un animal presa del pánico que huye le un depredador. Se dice que la fuerza de un animal aterrado e dobla o se triplica, de manera que la fuerza del pánico me recorrió todo el cuerpo, una explosión de adrenalina que me llegó al corazón .

¡No quería que mi madre me tocara, que reivindicara sus derechos, cuando estaba de humor posesivo! Yo sabía que de mí se esperaba pasividad, que me mostrara dócil e infantil ante su abrazo, porque aquello había sido en otro tiempo paz entre las dos, había sido en otro tiempo amor, la pequeña Krissie de su mamá que había sido mala pero ya estaba perdonada y segura en los brazos de mamá, protegida de la voz potente y de los pasos sonoros de papá y de sus reacciones imprevisibles, todo lo que es incognoscible e imprevisible en la masculinidad, pero ahora me estaba resistiendo, nunca volvería a ser dócil e infantil en los brazos de aquella mujer, nunca jamás.

Era hiriente para las dos, lacerante. Iba a sentir que se me desgarraba el corazón. Pero estaba decidida, inflexible. No me volvería para llamarla, ni siquiera con las palabras de disculpa más convencionales. Entré a trompicones en mi habitación a oscuras, y me encerré dando un portazo. Detrás de mí en la escalera resonó su voz furiosa y ofendida:

– ¡Me das asco, Krista! Eres una embustera, te volverás como él, acabarás traicionando a quienes de verdad te quieren.

Porque no hay nada peor que la traición, ¿verdad que no? Ni siquiera el asesinato.

3

Soy inocente, lo sabes, ¿verdad que lo sabes? diría él.

Sí, papá le contestaría yo.

Pero nunca era suficiente, por supuesto. La creencia fervorosa, el amor incondicional de una niña por su padre pueden ser valiosísimos para el padre pero nunca suficientes.

Afirmar -afirmar una y otra vez- que eres inocente de lo que otros aseguran que has hecho, o podrías haber hecho, de lo que en determinados ambientes se tienen graves sospechas que has hecho, nunca es suficiente a no ser que otros, en gran número, lo digan en tu lugar.

A no ser que se te exculpe en público de lo que se han tenido graves sospechas que has cometido, no basta con afirmar tu inocencia.

… eso lo sabes, cariño, ¿verdad que sí?¿Tú y tu hermano? Tú y tu hermano y tu madre lo sabéis, ¿no es cierto?

Sí, papá.

4

– Lo siento, nena. Siento mucho, cariño, que te hayas tropezado conmigo.

Les hacía mucha gracia que me hubiera caído de culo -un culo con poca carne- en la pista de baloncesto y que se me saltaran las lágrimas, y no por primera vez durante la tarde, en unos ojos muy abiertos (como los de una película de dibujos).

Y la nariz que me sangraba como consecuencia del codo veloz aplicado por una chica con mala idea antes de que la árbitro pudiera tocar su silbato de ruido ensordecedor.

– Pobre chiquitina. Pobre blanquita. ¡Lo siento, carajo!

Baloncesto después de clase en el instituto de Sparta. Para jugar con aquellas chicas había que ser alta, fuerte, dura, de pies ágiles. O temeraria.

Había otras chicas con las que podría haber jugado si hubiera querido. Chicas de mi edad, de mi tamaño y menos atléticas que yo, de manera que habría sido la estrella en el equipo, como cuando estudiaba octavo y noveno. Pero quería jugar con aquellas otras chicas: Billie, Swansea, Kiki, Dolores. Eran de más edad y más grandes que yo. Tenían dieciséis y diecisiete años. Dolores puede que dieciocho. Kiki y ella vivían en la reserva de los indios seneca, a unos pocos kilómetros al norte de Sparta; tenían cabellos negros, lacios y brillantes, que les azotaban los hombros y se balanceaban como cimitarras, al tiempo que sus ojos negros brillaban con mala intención y ganas de juerga. Si ibas en coche por las zonas rurales al norte de la ciudad -las estribaciones de los montes Adirondack-, veías los restos de antiguos glaciares en su lenta violencia, lo que hacía que el paisaje rocoso se retorciera como algo obligado a pasar por una trituradora de carne. Acababas por entender -después de que el gobierno de los Estados Unidos les hubiera dado una tierra imposible de cultivar y casi inhabitable gracias a tratados que no tuvieron más remedio que firmar hacía ya muchas generaciones- que los descendientes de las seis tribus originarias del norte de Nueva York desearan tomarse algún tipo de venganza contra sus benefactores de raza blanca siempre que la oportunidad se presentara.

A mis compañeras de clase les parecía una locura que jugase con aquellas chicas de más edad. Era la más joven, estudiaba décimo grado, era de huesos delicados y escurridiza como una serpiente y me retorcía y me lanzaba de manera inesperada y mi cola de caballo, sedosa y rubia, flotaba detrás de mí como una provocación; más de una vez al saltar para meter el balón en la canasta, había sentido un brusco tironcito en mi cola de caballo para hacerme perder el equilibrio. No pesaba más de cuarenta y ocho kilos y si una de las chicas de más tamaño me golpeaba -cosa que sucedía, que no le quepa a nadie la menor duda, con mucha frecuencia-, me derrumbaba sobre el suelo brillante de madera tan aturdida a veces que tardaba varios segundos en levantarme.

– Krista, cariño, ¿estás bien? Vamos, ¡arriba!

En general les caía bien. Las cosas que me decían -groseras, divertidas, obscenas- también se las decían entre ellas. Eran expertas en decir palabrotas con intención afectuosa: «Quítate de en medio, zorra», «Zorra blanca del carajo», «Hija de puta». (La mayoría de nosotras éramos de hecho «blancas», pero había gradaciones de «blancura». Como había gradaciones en otra cosa a la que nunca se le daba nombre: clase social, orígenes. En el instituto de Sparta había alumnos, Dolores y Kiki entre ellos, y varias chicas más que practicaban deportes, que tenían parientes, vecinos, amigos y novios en cárceles y centros penitenciarios para jóvenes o que habían salido hacía poco en libertad condicional; su habla entretejida de palabrotas era jerga carcelaria, una especie de poesía patibularia.) Entre ellas yo era «Krissie», a quien no había que tomar en serio, algo así como la mascota del equipo. Aunque a veces las sorprendiera logrando una canasta inesperada, apoderándome de una pelota perdida, para correr a mi manera reptilesca por detrás de sus codos y llegar como una flecha bajo el aro antes de que nadie pudiera pararme, no estaba siquiera en condiciones de competir con las jugadoras de segunda fila: me faltaba la verdadera agresividad del atleta, la voluntad de hacerle la puñeta al contrario. Cuando el juego en la pista se endurecía -lo que de manera inevitable sucedía al menos una vez en todos los partidos- yo me encogía, nunca seguía con el balón si corría el peligro de que me hicieran daño. Y si te tiraban al suelo y te hacían una falta, tal vez te acariciaran a continuación; si una chica de setenta kilos chocaba contigo como un camión de la basura arrollando a un cochecito de niño, y te derribaba haciéndote resbalar por el suelo sobre tu culito con poca carne, la misma chica podía agacharse para ayudarte a que te levantaras: con una sonrisa traviesa sin apenas abrir la boca quizá te frotara el cráneo con sus nudillos y le diera un suave tirón a tu cola de caballo, o un pellizco en la nuca al tiempo que murmuraba: «Lo siento, joder. Te has cruzado en mi camino».

No estaba demasiado mal, después de todo. Incluso aunque me sangrara la nariz.

Iba cojeando a la línea de tiros libres mientras las otras chicas se alineaban para mirar: lanzar tiros libres era algo en lo que Krissie Diehl había llegado a ser muy buena, dado el gran número de oportunidades.

– ¡Así se hace, Krissie! Vamos, chica.