– ¡Adelante, mi niña! Demuéstranos que tienes eso.
El jueves, a última hora de la tarde, apareció papá en la pista de baloncesto durante un entrenamiento. Sin avisar, claro; nunca avisaba porque no era así como Eddy Diehl hacía las cosas.
Lucille me acusaba de hacer planes con «tu padre» a espaldas suyas, pero ¿cómo era posible que yo planeara reunirme con él, cuando mi padre llevaba meses sin tratar de hablar conmigo y sólo podía relacionarme con él por medio de los Diehl, que no me miraban con buenos ojos (en mi calidad de hija de Lucille y, según creían, de conspiradora secundaria)? Ni siquiera estaba al tanto de dónde vivía ahora: ¿Buffalo?;Batavia? No pasaba ni un día, ni una hora, sin que pensara en mi padre y, cuando no pensaba en él de manera consciente, era el latido sordo de un dolor en mi garganta y sin embargo no podría haber dicho a ciencia cierta cuál era su paradero.
Me despertaba por la noche, sudando y llena de ansiedad: aquel latido doloroso.
Mi hermano Ben decía despectivamente que era como una infección; también él la tenía. «La misma condenada fiebre. Mientras vivamos aquí en Sparta y la gente sepa nuestro apellido, seguiremos enfermos: somos los hijos de Eddy Diehl.»
Después del baloncesto, a no ser que me quedara a pasar la noche en la ciudad con una compañera de clase, volvía a casa en el autobús de las cuatro y media, al que se llamaba el «último autobús». (El «normal» salía a las tres y media.) Nuestra casa en la Hurón Pike Road estaba casi a cinco kilómetros del instituto de Sparta y yo habría llegado muy poco después de las cinco, pero nunca me subí en aquel autobús.
Se colocó dentro del gimnasio, junto a la puerta. No era frecuente ver a personas adultas en el gimnasio en aquel momento del día. Al terminar el partido salí de la pista cojeando y limpiándome el sudor de la cara con la camiseta y oí una voz masculina -sorprendente en aquel contexto-, una voz baja, ronca y emocionante:
– Krista.
Alcé la vista al instante. Miré a mi alrededor. Había un hombre a menos de siete metros, con una chaqueta de ante de color beis, pantalones oscuros, gorra calada casi hasta los ojos. ¿Me estaba haciendo señas?
Le volví a oír enseguida, con más claridad:
– Krista. Fuera.
Me faltaron las fuerzas. No pude responder. Me quedé mirando a mi padre mientras él empujaba las puertas que daban al corredor y desaparecía.
Otras chicas lo habían visto, le habían oído. Por supuesto. Habían divisado a un hombre -¿el padre de Krista?- antes que yo.
Entramos juntas en el vestuario. Chicas que reían muy fuerte se habían callado. Chicas que sentían cierto afecto por mí, o, al menos, cierto grado de tolerancia, me miraron con expresiones de curiosidad, de preocupación.
¿Diehl? ¿El que…?
Aquella mujer a la que mataron, ¿es él quien…?¿Por qué ha salido tan pronto de la cárcel?
Alguien -creo que era nuestro profesor de gimnasia- me estaba vigilando. Me preguntó algo, pero fingí que no le oía. Dado el zumbido de emoción que resonaba en mis oídos era muy poco lo que podía oír, lo que quería oír.
Lo que quería era reírme de todos en sus narices. Porque, ¿qué sabía ninguno de ellos sobre mi padre, Eddy Diehl, y sobre mí? Pensaba: Ha venido a por mí, ahora veis lo mucho que me quiere, digan lo que digan.
5
– Se acabó.
O
– No hay más que hablar.
Esas eran las palabras de mi madre. Había dignidad en su postura -erguida, sin temblor visible, la cabeza alta y los ojos resueltos-, como había dignidad en la brevedad de semejante respuesta, en lo que contestaba a las preguntas que le hacían sobre su ex marido, Eddy Diehl. Porque no había forma de evitarlo, a Lucille Bauer le preguntaban por Eddy Diehl, aquel individuo del que tanto se hablaba y que era tan «polémico», con el que había estado casada dieciocho años, lo que suponía la mayor parte de su vida de adulta; y cuando a Lucille no le preguntaban con palabras directas, groseras, prepotentes, la interrogaban con insinuaciones, con indirectas.
¡Escucha, Lucille!¿Cómo están las cosas con…? De manera que se había acostumbrado a dar una respuesta breve y fría pero perfectamente cortés, con una sonrisa que era como una cuchillada y que sugería dolor o la burla de ese mismo dolor.
¿Quieren verme llorar? ¿Quieren ver mi corazón destrozado? No lo van a conseguir.
En los años ochenta, en Sparta, en Nueva York, las expectativas de una joven de la clase social de Lucille -clase trabajadora / clase media / «respetable» / «buena»- no eran esencialmente diferentes de las de la madre de Lucille a finales de los cincuenta y primeros sesenta: ansiabas prometerte joven, casarte joven y empezar a tener hijos también joven. Ansiabas conseguir el amor de un hombre atractivo, a ser posible de un hombre incluso seductor, sin duda de un hombre que se ganaba bien la vida, de un hombre que te fuese fiel.
A finales de los sesenta en otras partes del país, o, al menos, según la prensa sensacionalista que se utilizaba en los Estados Unidos para fantasear, empaquetada y vendida por los medios de comunicación comerciales, se había producido una revolución sexuaclass="underline" la toma del poder por los hippies. Pero no en Sparta, ni tampoco en Herkimer County. No en el norte del Estado de Nueva York, en aquella región marcada por los glaciares en las estribaciones meridionales de los montes Adirondack. Allí, pese a una creciente tasa de divorcios, a más hogares «monoparentales» (por ejemplo, madres de color que recibían prestaciones de la seguridad social, de las que se hablaba mucho y a las que se desaprobaba) y a otras inconfundibles incursiones de los desastres de los años sesenta, aún prevalecían las actitudes de los cincuenta bajo un vistoso barniz como los falsos suelos de madera noble de pino que vendía la constructora de mi padre, dado que los posibles futuros propietarios no querían pagar por el producto auténtico.
Mi madre no se lo decía a todo el mundo, pero sí en familia, aturdida y repetidamente -no del todo al alcance de mis oídos, aunque yo consiguiera enterarme- que nunca había conocido a Eddy: que había vivido con un hombre durante todos aquellos años, había tenido dos hijos con él, pero sin conocerlo nunca de verdad.
(¿Era eso cierto? Ni Ben ni yo teníamos la menor idea. Las fotografías de nuestros padres cuando eran jóvenes mostraban a dos personas muy atractivas: una chica muy bonita de cara redonda y sonrisa de animadora, pelo elegantemente cardado y un busto de buen tamaño comprimido por blusas de seda de «diseño exclusivo»; y un joven alto, ancho de hombros, de cabellos rojizos, mandíbula cuadrada, ojos precavidos y una sonrisa astuta de medio lado, muy parecida a la sonrisa característica del joven Elvis Presley. Ni Ben ni yo hubiéramos querido reconocer lo que parecía evidente si estudiabas aquellas fotos, sobre todo una foto de la boda en la que el robusto brazo del novio, colocado por encima de los hombros de la novia, prácticamente la aplasta contra él, la gran mano masculina doblada en torno a la desnuda parte superior del brazo de la novia bajo una estola blanca de encaje, y el pulgar de esa mano discretamente apoyado, con toda probabilidad acariciando la dulce carne adiposa y rociada de polvos de talco de un pecho de la novia. ¡Sexo! ¡Nuestros padres! Esa era la cuestión.)Durante aquellos dieciocho años, Lucille había engordado. Y luego, durante los dieciocho meses que precedieron al divorcio, Lucille perdió peso. Su rostro con redondez de luna, tan atractivo hasta muy superada la treintena, había quedado devastado, cruelmente surcado de arrugas; había perdido peso demasiado deprisa para que la piel se encogiera, y por todas partes se le habían formado pliegues que ella se esforzaba por mantener ocultos. Lucille, de todos modos, tenía esa clase de facciones que mejoran con el maquillaje, que aún podían irradiar un aura de glamour provinciano. Nunca salía de casa sin vestirse de manera presentable, sin acicalarse. Nunca salía de casa sin volver a pintarse los labios. No mucho después del divorcio -en septiembre de 1984, el mismo martes en que empezaban las clases en los centros públicos de enseñanza- Lucille se cortó el pelo, cambió de peinado y se lo «aclaró» y de la noche a la mañana aquellos pelos sueltos que eran como clavos de acero habían desaparecido, para el inmenso alivio de su hija adolescente.