Ben dijo, ingenuo:
– Mamá está distinta hoy, ¿te has dado cuenta?
– Quizá era que sonreía.
– Ja, ja -dijo Ben, de una manera destinada a transmitir una reacción muy sarcástica ante mis palabras. En todas las cosas que tenían que ver con Lucille, Ben estallaba enseguida; detestaba a nuestro padre por cómo había hecho sufrir a nuestra madre y por lo tanto tenía que quererla ciegamente, sin juzgar y sin matices. Si yo insistía en criticarla, Ben llegaba en ocasiones a pegarme.
Y no es que Lucille sonriera mucho. Al menos, no encasa.
Fuera, sí; fuera sonreía. Al regresar a la iglesia -la Primera Iglesia Presbiteriana de Sparta, una deprimente estructura triangular de piedra caliza que provocaba en mí una reacción violenta, de resistencia adolescente, todas las veces que me arrastraban hasta allí- y a sus «antiguos amigos, los mejores», que «prácticamente había perdido» mientras estuvo casada con Eddy Diehl, que «no tenía ninguna paciencia con gente amable».
Gente aburrida era lo que mamá quería decir. Cristianas tan amables como aburridas cuyos aburridos maridos no las habían abandonado, todavía no. O por lo menos hasta donde llegaba nuestra información. Todavía.
– Krista, Pearl, la hija de Hilda Smith, tienes que conocerla, está en tu clase del instituto, pertenece a la alianza de jóvenes cristianas de Sparta, organizan el más maravilloso campamento de verano en el lago George, Hilda me lo estaba contando. Le he dicho que hablaría contigo…
Muy bien, mamá. Ya has hablado conmigo…
– Tenemos que dejar eso atrás, Krista. Esa cosa tan desagradable. Como si se tratara de un terremoto, o de una inundación: primero estás horrorizada, pero luego, ¿sabes?, te galvanizas. Vuelves a vivir. La idea de los evangelios es… «Las buenas noticias son posibles».
Lucille hablaba con un optimismo chirriante, como de alguien que tritura con los dientes algo que se le ha metido en la boca, una sustancia ingerida por descuido y que no es del todo comestible, masticable. Pero ella acababa por triturarla y se la tragaba. Y si no te andabas con ojo, hacía que también te la tragaras tú.
El mandamiento judicial de Herkimer County contra Eddy Diehl se había dictado originalmente en abril de 1984 y desde entonces se había renovado al menos una vez. En aquel documento se prohibía a Eddy Diehl acercarse a Lucille, su ex mujer, y a Benjamin y Krista, sus hijos, en cualquier lugar, público o privado; se le prohibía acercarse a menos de treinta metros de cualquiera de ellos; se le prohibía entrar sin autorización en la propiedad de Hurón Pike Road que él mismo había comprado hacía doce años, con una hipoteca de treinta. Por supuesto no se atrevía a acercarse, ni siquiera a llamar por teléfono a la casa que había reformado en parte y en la que había ejecutado trabajos de carpintería a lo largo de un periodo de varios años. (En un gesto desmesurado e imprudente había optado por ceder, sin más, la propiedad a mi madre: «Lo menos que podía hacer», afirmaba Lucille con amargura.)En los meses que siguieron al divorcio, por lo que sabíamos, papá había vivido en Sparta con amigos o parientes; cabe incluso que se alojara con alguna amiga; porque había muchas personas que conocían bien a Eddy Diehl, que habían ido con él al instituto, que habían salido a beber con él y que apenas nos conocían ni a Lucille ni a nosotros, sus hijos. Aquellas personas -varones en su mayoría pero no exclusivamente- estaban convencidas de que Eddy Diehl no había hecho lo que otros afirmaban que había hecho, cometer un asesinato, un «homicidio». No dejarían de creer en la inocencia de Eddy Diehl incluso después de que la policía de Sparta lo interrogase repetidamente, incluso cuando se filtró a los medios de comunicación que no había superado una prueba con un detector de mentiras; incluso cuando su fotografía empezó a aparecer en la prensa local y en las noticias locales de televisión en compañía del otro «sospechoso principal» en el caso, padre de un compañero de instituto, que se parecía de manera asombrosa a Eddy Diehl en edad, altura y demás características corporales.
sospechosos en el homicidio de Kruller
interrogados por la policía
Aunque mi madre había cambiado de número de teléfono y su nombre no figuraba ya en la guía, mi padre, de todos modos, se hizo con el nuevo número como por arte de magia y nos llamó. A veces cuando uno de nosotros respondía, no hablaba: al escuchar sólo oías una especie de silencio chisporroteante, como de llamas a punto de estallar. Tímidamente yo decía: «¿Papá? ¿Eres tú?», pero él no respondía ni tampoco colgaba el teléfono; en aquellas ocasiones yo no sabía qué hacer, porque quería mucho a mi padre, pero le tenía miedo; se me había convencido de que debía tenerle miedo; entre los Bauer se susurraba que era una bestia, un asesino. Y había muchas personas en Sparta que creían que sí, que mi padre era una bestia y un asesino. Si quien contestaba el teléfono era Ben, su voz se hacía chillona, se enfadaba y decía, medio entre sollozos: «No queremos que nos llames, papá», pero se le debilitaba la voz cuando decía papá, pese a que se había armado de valor para no decirlo, pero la palabra papá había terminado por salirle. Una vez, cuando descolgué el teléfono esperando oír la voz de mi amiga Nancy, lo que escuché en cambio fue una voz de hombre, en un áspero susurro: «¿Krista? Sólo esto, cariño: te quiero». Temblándome las piernas me quedé en la cocina aturdida y parpadeando mientras la voz continuaba: «¿Está tu madre cerca? ¿Está escuchando?», y yo no conseguía responder, la garganta se me había cerrado por completo. «No cuelgues todavía, cariño. Sólo quiero que sepas que te…» pero la expresión de mi cara era una señal para mi madre, y con un gritito de indignación me quitó el auricular y colgó con violencia sin decir una palabra.
De manera que si el teléfono volvía a sonar, mamá lo descolgaba y lo dejaba descolgado.
– ¡Cómo se atreve! ¡Está advertido! Debería llamar a la policía…
¡No era posible sentarnos a cenar! Estábamos demasiado emocionados para comer.
Mi madre insistió, teníamos que comer. No podíamos permitir que nos alterase, no se podía permitir que tuviera un poder tan grande sobre nosotros. Nos sentamos atontados a la mesa, nos pasamos fuentes con la comida que mi madre y yo habíamos preparado juntas, y tratamos de no ver la esquina de la cocina donde mi padre se quedaba cavilando y fumando.
Yo tenía la boca demasiado seca y era incapaz de masticar o de tragar.
– Quizá sólo quiera…
Hablé como atontada, mis palabras apenas audibles.
– No, Krista. Se acabó.
Y también estaban las veces, no tengo ni idea de cuántas, en las que mi padre conducía deprisa por delante de casa; en las que se paseaba despacio en coche y hacía una pausa a la entrada del camino que llevaba hasta la puerta; en las que se atrevía a estacionar su coche a un lado de la carretera, bajo un grupo de árboles desgreñados, invisible desde la casa. A veces nos llegaba información procedente de familiares. Nos llamó una de las primas de mi madre. Prácticamente todos los Diehl apoyaban a Edward, su Eddy; los Bauer no estaban tan seguros. (Se había producido una escisión entre los Bauer, de hecho. Los que creían que el marido de Lucille podía haber sido infiel, pero no que hubiera matado a aquella mujer: ¡No Eddy! Y aquellos que creían que sí, que Eddy Diehl era capaz de asesinar si había bebido lo suficiente. Y estaba furioso, y recomido por los celos.) Yo sabía que mi padre estaba cerca porque, algunas noches, sentía su presencia. Oía su voz ¿Krista? ¿Krissie? ¿Dónde está mi Gatita? Vengo a buscar a mi gatita Krissie. Tenía una sensación dentro de la cabeza como de fuego a punto de estallar, de una copa de cristal a punto de hacerse pedazos. Una emoción casi insostenible como el terrible suspense de un vehículo al que se hace ir demasiado deprisa para la carretera por la que circula, la pelota de baloncesto dirigida a tu rostro sin protección: el instante antes de que el balón golpee y te brote la sangre de la nariz.