Tampoco lo de ahora era la televisión. Era una improvisación, algo desconocido. No había sucedido nunca antes. O, si había sucedido, a mí desde luego no.
Los autobuses escolares estaban cerca: inmóviles pero con el motor encendido, enviando a la atmósfera chorros de gases por el tubo de escape. Mis compañeras corrían bajo la lluvia y era considerable la conmoción en el aparcamiento porque los autobuses recogían pasajeros, preparándose para salir. Al pasar, los faros habrían iluminado el rostro emocionado de mi padre y el mío, algo que a Eddy Diehl no le hubiese gustado.
¿Es ése… Eddy Diehl? El que…
¿Está con su hija? Cómo se llama…
Rápidamente papá arrancó el coche y salimos del aparcamiento.
Durante algunos minutos confusos pero estimulantes deambulamos bajo la lluvia. Sin saber adónde me llevaba mi padre: Edgehill Street, East End Avenue, Union Avenue, la parte baja de Main Street, un giro y el descenso pronunciado hacia Depot (aquellas calles de Sparta tan familiares en realidad no tenían nombres para mí, no eran más que direcciones, impulsos, que nos alejaban de mi instituto, donde nos podían reconocer, pero carecían de un destino, dado que ya no existía un destino común en nuestras vidas).
Con un resto de su antiguo orgullo por adquisiciones tan vistosas, mi padre me estaba dando detalles sobre el automóvil que conducía, un Cadillac modelo 1976 que había comprado justo a tiempo para aquella visita. La pintura exterior era un bermellón «Red Canyon» y el interior estaba tapizado en cuero auténtico de color crema. Aquel sueño de coche incluía, como es lógico, dirección asistida, neumáticos de banda blanca, motor de ocho válvulas, aire acondicionado, radio, pletina, y más kilómetros por litro de combustible que cualquier otro coche de lujo de los Estados Unidos.
Era cierto, concedió papá, que había sido necesario reconstruirle el chasis a raíz de un golpe por detrás, pero el motor estaba muy bien, «mejor imposible, no tienes más que oírlo».
Escuché y lo oí. Asentí, llena de entusiasmo ¡Sí, sí! Lo oigo.
Tartamudeando con emoción de colegiala le dije a mi padre que aquél era el coche más bonito que había tenido nunca. Que yo no había ido nunca en un automóvil tan fantástico.
– Bueno. No andas descaminada, Gatita.
Quizá lo que dije era verdad. Los coches especiales de papá habían sido todos espectaculares. Pero, siempre, cada automóvil espectacular -Oldsmobile Cutlass Supreme, Lincoln Versailles, Chevy Corvair, Thunderbird y Studebaker clásicos- lograba desplazar a su predecesor como los sueños más vigorosos y seductores quedan desplazados por los que los siguen, y comienzan de inmediato a desvanecerse.
Hubo una pausa y supe que a mi padre le habría gustado preguntar qué clase de coche usaba ahora Lucille. Y de manera indirecta La vida que llevas con tu madre es lastimosa. Como el cariño que recibes de ella. Pero a continuación se me ocurrió que Eddy Diehl sabía probablemente con exactitud qué clase de coche usaba Lucille, cuál de los automóviles no nuevos pero en buen estado que algún pariente le había vendido o regalado.
Sí; mi padre debía de saber con toda seguridad qué automóvil usaba mi madre por entonces. Antes de ir a buscarme al instituto habría visto y observado a mi madre en la tienda Second Time Around: se habría detenido en la calle o en el aparcamiento situado detrás. Se sabía que Eddy Diehl vigilaba de cerca a Lucille, su ex mujer, por medio de los diferentes primos Diehl a los que continuaba muy unido, con una relación de complicidad; la mayoría de los Diehl seguían «creyendo» en Eddy y detestaban a su ex mujer por no haberle apoyado cuando tanto lo necesitaba.
De manera que de repente me pareció probable que mi padre supiera más sobre la vida privada de mi madre que Ben y yo, a quienes ni siquiera se nos había ocurrido que nuestra madre, mujer de mediana edad, siempre preocupada y profundamente infeliz, pudiera tener una vida privada.
– … un poco sorprendido, Krista, pero es una sorpresa buena, de ver cómo has crecido. Quiero decir en altura. Vas a ser una chica alta. V bonita. Vas a ser condenadamente bonita. No es que no seas bonita ahora, Gatita, pero…
Hablaba de manera distraída mientras conducía en medio de la lluvia el llamativo Cadillac, que en aquel momento pasaba debajo de un paso elevado del ferrocarril donde abanicos de agua se alzaban como alas detrás de nosotros y yo temía que le sucediera algo a un motor de tanta calidad y nos quedásemos atascados en un palmo de agua.
– … y jugando al baloncesto con esas chicas… grandes, fuertes, de aspecto indio… francamente, Gatita, tu padre estaba… -en una especie de asombro de progenitor jovial su voz se fue apagando. Era el tipo de alabanza que le puedes hacer a una menor sobre la que estás pensando cosas muy distintas.
Cuando mi padre no utilizaba su voz de papá, una voz sonora, fanfarrona, dominante, yo había llegado ya a oír otra clase de voz: una que encerraba una dulzura herida. A veces me despierto de sueños tumultuosos oyendo esa voz, sin recordar frases coherentes pero estremecida de nostalgia. Al observar a mi padre en aquel momento -algo, por supuesto, que no tendría que haberme sorprendido- vi que parecía más viejo. La cara se le había ensanchado a la altura de las mejillas y tenía unas arrugas que hacían pensar en un pan demasiado cocido. El pelo, de color rojo de óxido, en el que habían aparecido hebras de un gris luminoso, se le empezaba a clarear por la coronilla, lo que le permitía no verlo si no quería, como tampoco estaba obligado a ver, y mantenía oculto al mundo, el abundante tejido cicatricial, en forma de remolinos, de color manteca de cerdo, que desfiguraba buena parte de su pierna y rodilla derechas.
Eddy Diehl nunca se ponía pantalones cortos, ni siquiera en los días más cálidos del verano. Tampoco había ido nunca a nadar con nosotros en el lago Wolf's Head.
Aunque yo había vislumbrado alguna que otra vez la pierna dañada, había tenido que preguntarme si mi madre la veía con frecuencia en el dormitorio matrimonial; si su amor aumentaba por los sufrimientos de mi padre durante la guerra o si sentía una sutil repugnancia ante aquella carne desfigurada.
Si sentía una sutil repugnancia por la masculinidad de mi padre. Por su sexualidad.
Papá me estaba diciendo lo mucho que me había echado de menos. Lo mucho que había echado de menos a su «preciosa hija», lo «condenadamente deprimido y desesperado» que se había sentido por faltarle la hija a la que quería «más que a nada en el mundo».
Conducía el coche a través de charcos profundos de agua de lluvia con sólo una mano en el volante mientras que con la otra buscaba la mía para, al final, apresarme las dos con una sola mano, con mucha fuerza.
Me esforcé por no hacer un gesto de dolor. ¡Me gustaba sentirlo así de repente!
– También yo te he echado de menos, papá -dije con timidez-. No sé por qué mamá…
– Nada de «mamá», Krista. Ahora mismo, no.
Pese a que estaba sin afeitar y pese a su pelo algo canoso y ligeramente despeinado, mi padre estaba guapo, pensé. Incluso con su rostro maltrecho, con las bolsas bajo los ojos como si no durmiera bien, o como si se los hubiese frotado con los puños, y con las arrugas en la frente del mucho pensar o debido a las preocupaciones, Eddy Diehl era un hombre apuesto. La chaqueta de ante que llevaba parecía estar acolchada con un forro como de lana semejante a una gran lengua verticaclass="underline" ¡qué consuelo podía proporcionar una prenda tan mullida si alguien te apretaba contra ella! Y luego el vello oscuro pero con algo de gris que le brotaba del pecho y resultaba visible en la garganta: ¡qué consuelo sería apretar mi cara contra aquella garganta, escondiéndola allí!