Fui por el coche al parking que tengo detrás del despacho y di un rodeo hasta Vía Madrina. Era ya mediodía y los estudiantes de segunda enseñanza llenaban las calles; chicas con téjanos, calcetines blancos y zapatos de tacón; chicos con pantalones de algodón y camisa de franela. En la saludable California, los jóvenes normales superaban en cantidad a los punkis, en una proporción de tres a uno, pero casi todos parecían vestidos con andrajos. Los unos con escandaloso uniforme paracaidista de marca, los otros con uniforme de camuflaje, botas incluidas, como si se hubieran preparado para un ataque aéreo. El cincuenta por ciento de las chicas, aproximadamente, llevaba entre tres y cuatro pendientes en cada oreja. En cuanto al peinado, parecían decantarse por el look de la gomina, que les dejaba el pelo de las sienes como un surtidor de agua.
Mientras estacionaba el coche delante del edificio, seis chicas pasaron por la acera fumando algo que olía a clavo. Con hombreras, con las uñas pintadas de verde y los labios de granate. Parecían ir a uno de aquellos bailes que organizaba el ejército en 1943. Capté un trozo de conversación.
– Pues mira, tía, yo ahora voy en plan: «¿De qué hostias te crees que hablo, soplapollas?», y éclass="underline" «Que yo no te he hecho nada, so putón, ¿cómo quieres que te comprenda así?».
Me sonreí y a continuación observé con atención la casa de los Grice. Era de madera de color blanco, planta baja con medio piso encima, y un porche achaparrado y en forma de ele que abarcaba toda la fachada y que se apoyaba en cuatro columnas gruesas de ladrillo rojo, coronadas por sendas pirámides de madera. Parecía como si la hubieran levantado entera con un gato y se fuera a venir abajo de un momento a otro. Se había quemado casi todo el techo del porche. El jardín estaba lleno de basura y en él se apelotonaban las hortensias, rosáceas y azulencas, con el tallo y las ramas aún ennegrecidos y marchitos a causa del incendio, aunque ya crecían otras con vitalidad recuperada. Las ventanas de la planta baja estaban sucias de hollín por la parte superior del marco. Se había puesto un rótulo para prohibir el paso. Me pregunté si habrían adecentado el interior. Esperaba que no, aunque cabía la posibilidad de que la suerte me fuese adversa en este punto. Quería ver la casa tal y como había estado la noche del incendio. También quería tener unas palabras con Leonard Grice, pero no había el menor indicio de que la casa estuviera habitada. Incluso desde la calle se percibía el tufo de la madera carbonizada y del agua demoledora con que los bomberos, manguera en mano, habían empapado hasta el último rincón; y eso que habían transcurrido ya seis meses desde el incendio.
Me dirigía ya a casa de Elaine cuando vi salir a alguien de un pequeño cobertizo de madera que había en el patio trasero de los Grice. Me detuve a mirar. Era un chico, de unos diecisiete años. Llevaba el pelo como un indio mohawk, con un seto central de color rosa chillón y con las sienes al rape. Avanzaba con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos del uniforme militar de faena. De pronto caí en la cuenta de que lo había visto antes: desde la ventana del piso de Elaine, cuando había ido a inspeccionarlo. En aquella ocasión lo había visto en la calle, liándose un canuto con toda tranquilidad. Pero ¿qué hacía allí ahora? Cambié de rumbo para que nuestros caminos coincidiesen ante la casa.
– Hola -dije.
Me miró con sorpresa y esbozó la típica sonrisa educada que los jóvenes guardan para los adultos.
– Hola.
La cara no pegaba con el resto. Tenía los ojos hundidos, de un verde jade enmarcado por las pestañas negras y unas cejas morenas que se le juntaban en el puente de la nariz. Tenía la tez pálida y una sonrisa simpática que le dejaba al descubierto unos dientes algo saltones. En la mejilla izquierda se le formaba un hoyuelo. Desvió la mirada y pasó de largo. Alargué la mano y lo sujeté por la manga.
– ¿Puedo hablar contigo?
Me miró por encima del hombro.
– ¿Conmigo?
– Sí. Te he visto salir de aquel cobertizo. ¿Vives por aquí?
– ¿Cómo? Sí, claro, a dos manzanas. Esta casa es de mi tío Leonard. Tengo que vigilar y cuidar de sus cosas. -Tenía una voz fina, femenina casi.
– ¿Qué cosas tienes que cuidar?
Los ojos verde jade me enfocaron con curiosidad. Sonrió y se le animó toda la cara.
– ¿Eres de la pasma?
– Investigadora privada -dije-. Me llamo Kinsey Millhone.
– Guau, genial -dijo-. Yo soy Mike. ¿Y estás vigilando la zona o algo así?
Negué con la cabeza.
– Trabajo en otro asunto, pero he oído hablar del incendio. ¿Era tu tía la mujer que mataron?
La sonrisa titubeó.
– Pues sí. Y no me gustó nada, hostia. La verdad es que mi tía y yo nunca nos tratamos mucho, pero mi tío se quedó frito. Más blando que un puchero de mierda. Bueno, perdona la expresión -dijo con docilidad-. Ahora vive con otra tía mía y está como si le hubieran desconectado todos los cables.
– ¿Sabes cómo se le puede localizar?
– Bueno, mi tía se llama Lily Howe. El teléfono no me lo sé de memoria, si no, te lo diría.
Comenzaba a ruborizarse y causaba un efecto extraño. Pelo rosa, ojos verdes, mejillas sonrosadas, uniforme militar verde. Parecía un pastel de cumpleaños, inocente y en cierto modo alegre. Se pasó la mano por el pelo, que en lo alto de la cabeza lo tenía tan tieso como las cerdas de un cepillo. Pero ¿por qué estaría tan nervioso?
– ¿Y qué estabas haciendo allí?
Se volvió para mirar el cobertizo con un turbado encogimiento de hombros.
– Comprobar el candado. Es que me pongo un poco paranoico, porque, bueno, él me da diez dólares al mes y a mí me gusta cumplir. ¿Alguna otra cosa? Es que quisiera comer un poco antes de volver a clase.
– Desde luego. Puede que nos veamos más adelante.
– Bueno. Sería estupendo. Cuando quieras.
Volvió a sonreírme y se alejó, de espaldas al principio, con los ojos clavados en los míos, aunque al final se giró y me quedé contemplando sus hombros estrechos y sus caderas lisas. Había algo inquietante en aquel joven, pero no sabía qué. Algo que no encajaba. Su servilismo mansurrón, la expresión de sus ojos… Un chico ingenuo y a la vez astuto, un chico con la conciencia tranquila porque no tiene conciencia. Puede que comprobara también sus antecedentes; mientras siguiese con el caso. Entré en el jardín de la comunidad de propietarios.
Vi a Tillie, manguera en mano, regando el sendero ante un montón de basura y hojarasca que retrocedía empujada por el chorro. El agua goteaba de las ramas de las palmeras, y el olor a caucho de la manguera se mezclaba con el de la tierra húmeda. Unos rústicos peldaños de piedra se alzaban, aquí y allá, entre los helechos gigantes, aunque ignoraba cuál era su utilidad, si es que la tenían. Parecía la casa natural de las arañas. Tillie me sonrió al verme, apartó el dedo del gatillo del atomizador y el chorro de la manguera se cortó en seco. Vestía téjanos y camiseta y, como estaba tan delgada, parecía una niña a pesar de sus sesenta y tantos años.