El señor Snyder se alejó hacia el interior arrastrando los pies. Me instalé en un sillón tapizado y de brazos de madera. El tapizado era de felpa de color marrón oscuro y el estampado reproducía esa fronda inclasificable que nadie ha visto jamás en la vida real. Los muelles del asiento estaban rotos; estaba lleno de cantos duros y olía a polvo por los cuatro costados. Vi también un sofá que hacía juego debajo de un diluvio de periódicos y una mesita, de caoba, con un óvalo de cristal incrustado que apenas se distinguía bajo el montón de objetos que lo tapaba: libros de bolsillo con orejas, flores de plástico en un jarrón de cerámica con la forma de dos ratones que se abrazaban erguidos, una reproducción en bronce de las manos juntas que rezan, seis lápices con la goma del extremo destrozada a mordiscos, frascos de pastillas, y un vaso que al parecer había contenido leche caliente y que en el borde del vidrio había dejado una especie de encaje, una mancha como la que produce la respiración de un niño. Había además una intrigante cantidad de bolitas como de pan en una bolsa cilíndrica de celofán. Me acerqué. Se trataba de un cirio. El señor Snyder habría podido sacar a la calle aquella mesita y organizar una tómbola de barrio sin añadir nada más.
Le oí al fondo de la casa dando explicaciones a su mujer con voz irritada.
– No es ningún vendedor -barbotaba-. Es una mujer que viene de parte de Tillie, ¡y dice que busca a Elaine Boldt! ¡¡Boldt, la viuda ésa que vivía encima de Tillie, la que jugaba a las cartas a menudo con Leonard y Martha.
Siguió un comentario en voz baja y la voz masculina bajó de volumen.
– No, no hace falta que salgas. Tranquilízate y sigue con lo tuyo. Ya me encargo yo de esto.
Volvió a aparecer, cabeceando y con las mejillas coloradas. El pecho se le hundía medio sepultado por la grasa de la cintura. Tenía que ceñirse el cinturón por debajo de la enorme barriga y las perneras formaban sendos fuelles a la altura de los tobillos. Les propinaba tirones irritados porque al parecer estaba convencido de que las perdería si se descuidaba. Calzaba zapatillas, sin calcetines, y en los alrededores de los tobillos, blancos y delgados como los huesos de hacer caldo, le había desaparecido el vello.
– Encienda esa luz -me dijo-. A ella le gusta ahorrar y yo me paso la mitad del tiempo sin ver tres en un burro.
Me acerqué a la lámpara de pie y tiré del cordón. Se encendió una bombilla de cuarenta vatios que zumbaba un poco y no iluminaba gran cosa. Procedente del pasillo, oí una serie de ruidos sordos y el rumor de algo que se arrastra. En esto apareció la señora Snyder, que andaba con ayuda de una muleta en forma de caballete. Era pequeña y de aspecto frágil, y movía la mandíbula inferior sin parar. Miraba con fijeza el suelo de madera y al avanzar producía con los pies un sonido pegajoso, como si el suelo se hubiera barnizado y no se hubiera secado del todo. Se detuvo y se quedó apoyada en la muleta con manos trémulas. Me puse en pie y dije en voz alta:
– Por favor, siéntese aquí.
Se quedó mirando la pared con ojos constipados mientras se esforzaba por localizar el origen de la voz. Tenía la cabeza pequeña, como una calabaza vinatera que ha madurado en la planta y que ha encogido a causa de un reblandecimiento interior. Sus ojos eran uves angostas e invertidas, y de las encías inferiores le brotaba un diente semejante al pabilo de una vela. Parecía atontada.
– ¿Qué? -dijo, aunque la pregunta sonó con un dejo de desesperanza. Me dio la sensación de que ya nadie respondía a sus preguntas.
Snyder me hizo un gesto de impaciencia.
– Se encuentra bien. Déjela a su aire. Además, dicen los médicos que tiene que estar más tiempo de pie.
La observé con desconcierto. Seguía sin moverse, con aire de aturdimiento y desánimo, igual que una niña que hubiera aprendido a erguirse apoyándose en los lados de la cuna, pero que no supiera cómo volver a sentarse. El señor Snyder no le hizo caso y se acomodó en el sofá con las piernas abiertas. La barriga llenaba esta abertura entre las extremidades como si se tratase de una mochila y tenía que resultarle tan molesta como esos pantalones de payaso que carecen de bragueta. Posó las manos sobre las rodillas y puso cara de prestarme toda la atención de que era capaz, como si yo estuviera allí para escuchar toda su historia con objeto de reproducirla en el programa «Vivir cada día».
– Hace cuarenta años que May y yo estamos en esta casa -dijo-. La compramos en el cuarenta y tres por cuatro mil dólares. Apuesto a que no ha visto usted una casa más barata en toda su vida. Ahora vale ciento quince mil. El solar solamente. Sin incluir la casa. Se puede derribar y construir lo que se quiera. Joder, es que es la leche, es que esta mujer ni siquiera sabe apoyar la muleta en el aparador. Pues bien. Leonard, nuestro vecino, estuvo a punto de vender la suya por ciento treinta y cinco mil, se redactó la escritura y todo, pero al final quedó en nada. Estuvo a punto de perder la salud. Él sí que me da lástima. La casa incendiada. La mujer muerta. Tenía mal karma, como dirían los jóvenes de hoy.
Siguió hablando mientras yo anotaba mentalmente. Estaba saliendo mejor de lo que había esperado. Había pensado que tendría que decir algunas mentiras de poca monta y guiar con tacto la conversación desde el paradero de Elaine al asesinato de la casa vecina; pero Orris Snyder me lo estaba contando todo de manera espontánea. Advertí que se interrumpía. Ahora me miraba con fijeza.
– ¿Y ha vendido la casa? He visto el rótulo fuera.
– La he vendido -dijo con satisfacción-. Nos trasladaremos a un sitio tranquilo en cuanto los chicos estén preparados. Ya tenemos reservada la casa. Estamos en la lista de espera y todo. Mi mujer es vieja. La mitad de las veces ni siquiera sabe dónde está. Si se declarase un incendio, se quedaría quieta y se achicharraría.
Me quedé mirando a la mujer. Al parecer se le habían trabado las rodillas. Me atemorizaba la posibilidad de que perdiera el conocimiento, pero al marido no parecía preocuparle. Igual que si se hubiera tratado de un mueble. Snyder prosiguió como instado por las preguntas de un público invisible.
– Sí señor, la he vendido. A ella casi le dio un ataque, pero la casa está a mi nombre, o sea que es mía y de nadie más. Pagué por ella cuatro mil dólares. A eso le llamo yo hacer negocio, ¿no le parece?
– No está mal, desde luego -dije. Volví a mirar a la mujer. Las piernas habían empezado a temblarle.
– ¿Por qué no vuelves a la cama, May? -dijo el marido, que a continuación me miró con cabeceo de reproche-. No oye bien. Unas veces sí, otras no. Le sacaron «fotocopias» de esas del oído y dijeron que sólo puede ver lo que se mueve. La semana pasada se le enganchó la muleta en la puerta del cuarto trastero y tardó cuarenta y seis minutos en soltarse. Vieja idiota.
– ¿Quiere que le ayude a llevarla a la cama? -pregunté.
Snyder se revolvió en el sofá y se puso de lado para poder levantarse. Se incorporó, no sin ayuda de las manos, se acercó a su mujer y le gritó en plena cara:
– ¡Échate un rato, May! ¡Ya te llevaré luego unas pastitas!
La mujer se quedó mirándole el cuello con fijeza, pero yo habría jurado que comprendía con exactitud lo que el marido le decía y que se limitaba a mostrarse tozuda e insumisa.
– ¿Por qué has encendido la luz? -dijo-. Pensé que era de día.
– Tener encendida esta bombilla sólo cuesta cinco centavos -dijo el marido.
– ¿Qué?
– Digo que es de noche ¡y que te vayas a la cama! -vociferó el marido.
– Está bien -dijo ella-. En ese caso, me iré.
Adelantó la muleta con esfuerzo y se puso en marcha entre grandes dificultades. Su mirada resbaló sobre mí y de pronto pareció distinguirme en la niebla.
– ¿Quién es?
– Una mujer -le soltó Snyder-. Le estaba contando la mala suerte que ha tenido Leonard.
– ¿Le has dicho lo que oí aquella noche? Cuéntale lo del martilleo que me tuvo en vela. Estaban colgando cuadros, bum, bum, bum. Tuve que tomar una pastilla porque me entró un dolor de cabeza muy fuerte.
– No fue la misma noche, May. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No pudo ser porque Leonard no estaba en casa y él es el único que habría podido hacerlo. Los ladrones no cuelgan cuadros.
El marido se me quedó mirando entonces y se atornilló el índice en la sien para indicarme que su mujer estaba chiflada.
– Martilleaban sin parar -siguió diciendo la mujer, aunque ahora se limitaba a murmurar para sí mientras se alejaba adelantando aquella muleta que parecía un colgador de ropa.
– Está totalmente ida -me dijo el marido girando la cabeza-. Se mea encima la mitad de las veces. Tuve que sacar todos los muebles del comedor para ponerle la cama justo donde estaba el aparador. Le dije que el día en que nos casamos sentí como si me hubiera quedado viudo. Me destroza los nervios. Además, fue entonces cuando empezó a ponerse así. Preferiría vivir con un jamón.
– ¿Quién está en la puerta? -preguntó la mujer en tono apremiante.
– Nadie. Estoy hablando solo -dijo el marido.
Se alejó por el pasillo en pos de la mujer. A pesar de sus palabras, había un sesgo de ternura en su acecho. En cualquier caso, la mujer no parecía enterarse de sus enfados y pequeños despotismos. Me pregunté si se quedaría mirando y cronometrando los cuarenta y seis minutos de forcejeo entre la mujer y la puerta del cuarto trastero.
¿Acababan así todos los matrimonios? He visto parejas de ancianos que se pasean por la calle cogidos de la mano y los ojos se me han llenado de lágrimas, pero siempre es posible que en la intimidad de la casa se reproduzca el mismo infierno. Me he casado dos veces y la experiencia ha acabado en divorcio en ambas ocasiones. Antes solía reprochármelo, pero en la actualidad no estoy tan segura. Puede que mi suerte no haya sido tan mala. Preferiría envejecer sola a hacerlo en compañía de cualquiera de los que he conocido hasta ahora. No me considero una mujer solitaria, ni incompleta, ni frustrada, pero no suelo hablar de ello. A la gente le jode; A los hombres sobre todo.