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Le acompañaba la hermana, que, con la mano a la altura del codo masculino, vigilaba el lugar donde el hombre ponía los pies. Lo condujo a un sillón y me lanzó una mirada para reprocharme las molestias que estaba causando. Debo confesar que me sentí abyecta.

El señor Grice tomó asiento. Pareció recuperar la vitalidad poco a poco y sacó mecánicamente una cajetilla de Camel del bolsillo de la camisa mientras la señora Howe se sentaba en el borde del sofá.

– Siento tener que molestarle -dije-, pero he estado hablando con la encargada de indemnizaciones de la Fidelidad de California y hay unos cuantos detalles que querríamos aclarar. ¿Le importaría responder a unas preguntas?

– No parece que le dejen mucho margen para no cooperar con la compañía de seguros -se entrometió la hermana con mala leche.

Leonard carraspeó y frotó dos veces la cerilla contra la lija del estuche sin conseguir encenderla. Le temblaban las manos y no estaba yo muy segura de que pudiera aplicar la llama al extremo del cigarrillo en el caso de que llegara a encender la cerilla. Intervino la señora Howe, le cogió el estuche y encendió el fósforo. Leonard tragó una profunda bocanada de humo.

– Tendrá usted que disculparme -dijo-, pero me encuentro en este estado por culpa de las medicinas que me receta el médico. Tengo la espalda mal y estoy incapacitado. ¿Qué es exactamente lo que quiere saber?

– Me han encargado el caso hace muy poco y pensé que sería interesante conocer su versión de lo ocurrido aquella noche.

– ¿Pero por qué, por qué, por qué? -exclamó la señora Howe.

– Por favor, Lily, tranquilízate -dijo el señor Grice-, a mí no me importa. Estoy convencido de que esta señorita tiene motivos para querer saberlo.

La voz se le había vuelto más enérgica y ahuyentó la impresión de debilidad que me causara al principio. Dio una chupada larga al cigarrillo, que sostenía entre los dedos índice y medio.

– Mi hermana es viuda -continuó, como si aquello explicase la hostilidad de la señora Howe-. Howe murió de un ataque al corazón hace dieciocho meses. Desde entonces Marty y yo adquirimos la costumbre de salir a cenar a un restaurante con ella todas las semanas. Sobre todo para no perder el contacto. Pues bien, aquella noche Marty había pensado salir, como siempre, aunque me dijo que se sentía como si fuera a coger la gripe y a última hora optó por quedarse en casa. Era el cumpleaños de Lil, y Marty se puso triste porque sabía que los camareros nos traerían cantando una pequeña tarta, ya sabe. Quería ver la cara que ponía Lily. El caso es que no se sentía bien, pensó que podía estropear la velada y prefirió quedarse. -Hizo una pausa para dar otra chupada larga al cigarrillo. Se le había acumulado mucha ceniza y Lily le acercó un cenicero en el instante en que aquélla se desprendía.

– ¿Siempre salían a cenar el mismo día de la semana? -pregunté.

– Todos los martes por la noche -dijo asintiendo.

Anoté un par de cosas en el papel timbrado de la carpeta. Esperaba dar la impresión de que tenía razones fundadas para formular aquellas preguntas. Pasé unas páginas para fingir que consultaba un par de formularios. Estaba convencida de que la carpeta era un detalle eficaz. Esperaba que Lily compartiese mi convicción. No hacía más que mirar, muerta de ganas de que anotase también algo de lo que ella decía.

– Para mí es la mejor noche de la semana -se atrevió a manifestar-. Todos los martes voy a la peluquería y me gusta salir cuando estoy arreglada.

«Martes, peluquería», escribí.

– ¿Cuántas personas sabían que salían ustedes los martes por la noche?

Los ojos de Leonard recorrieron los míos con una expresión extraña. Los medicamentos le habían dilatado al máximo las pupilas, agujeros totalmente negros que parecían haberse hecho con un perforador de papel.

– ¿Perdón?

– Preguntaba que cuántas personas sabían lo de sus salidas nocturnas. Si el intruso era un conocido de ustedes, puede que creyera que su mujer estaba también fuera.

La expresión se le alteró a causa de la incertidumbre.

– No entiendo qué tiene que ver su pregunta con la indemnización -dijo.

Tenía que tener cuidado con la contextualización de mi respuesta porque mi interlocutor había puesto el dedo en la llaga de mi castillo de naipes, ya que el único objeto de mis preguntas era averiguar si Elaine pudo ver al asesino. Hasta el momento ni siquiera sabía lo que había pasado realmente aquella noche y trataba de que el señor Grice no se percatase de mi ignorancia. No iba a ir a preguntarle al teniente Dolan, vamos.

Esbocé una rápida sonrisa para no desanimarme.

– Bueno, es que nos gustaría que se aclarase el crimen, como es natural -dije-. Puede que para abonar la indemnización necesitemos que se resuelva.

Alertada por la cautela del hermano, Lily lo miró y luego volvió a posar los ojos en mí.

– ¿A qué se refiere con eso de que «se resuelva»? -preguntó-. No comprendo lo que quiere decir.

Leonard volvió a su actitud del principio.

– Vamos, Lil, vamos, todos queremos que se resuelva -dijo-. La compañía de seguros, igual que nosotros, quiere llegar al fondo del asunto. La policía no ha conseguido nada después de todos estos meses. -Se volvió a mí-. Tendrá usted que disculpar a Lil…

Lily fulminó a su hermano con la mirada.

– No tienes que disculparte por mí cuando estoy delante -le espetó-. Eres demasiado confiado, Leonard. Eso es lo malo de ti. Marty era igual. Si hubiese sido más prudente, tal vez estaría viva ahora.

Le tembló la voz, cerró la boca con fuerza, y de pronto, ante mi sorpresa, se puso a darme detalles.

– Estaba hablando conmigo por teléfono aquella noche cuando alguien llamó a la puerta. Tuvo que colgar para ver quién era.

El hermano intervino.

– Según la policía, es posible que conociera a la persona en cuestión, aunque también pudo ser cualquiera que pasase por la calle. La policía ha dicho cientos de veces que los ladrones llaman a la puerta si las luces de la casa están encendidas. Si abren, hacen como que se han equivocado de dirección. Si nadie responde, siguen con el plan y fuerzan la entrada.

– ¿Había señales de lucha?

– Creo que no -dijo Leonard-. Nadie dijo nada en ese sentido. Yo mismo recorrí la casa de arriba abajo y no vi que faltase nada.

Me quedé mirando a Lily.

– ¿Por qué llamó su cuñada? -pregunté-. ¿O fue usted quien la llamó a ella?

– La llamé en cuanto llegamos -dijo-. Volvimos un poco más tarde de lo que habíamos pensado y Leonard no quería que estuviera preocupada.

– ¿Y estaba bien cuando habló con ella?

– Estaba muy bien -dijo Lily, asintiendo con la cabeza-. Parecía estar como siempre. Leonard habló con ella un instante, luego volví a coger yo el teléfono y estuvimos de palique hasta que dijo que llamaban y que iba a ver quién era. Estuve a punto de decirle que la esperaría al teléfono pero, como ya nos habíamos dicho todo, nos despedimos y colgamos.

Leonard sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se lo llevó a los ojos. Las manos habían empezado a temblarle mucho y la agitación pareció transmitírsele a la voz.

– Ni siquiera sé qué sucedió durante sus últimos momentos. La policía dijo que el agresor tuvo que golpearla de lleno en la cara, con un bate de béisbol o algo parecido. Debió de pasar mucho miedo.

Se le quebró la voz.