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Yo no sabía dónde meterme, pero no dije nada. Pensaba para mí, por insensible que parezca, que un golpe en la cara con un bate de béisbol no deja ningún margen de tiempo para sentir nada. ¡Zas!, y te quedas frita. Ni miedo ni dolor. Sólo que se apaga todo, y a la fosa.

Lily se acercó a Leonard y le cogió la mano.

– Llevaban casados veintidós años.

– Años buenos, además -dijo, casi con entonación polémica.- Nunca nos fuimos a la cama peleados. Fue una norma que nos fijamos desde el principio. Siempre que empezáramos una disputa, debíamos terminarla. Era una mujer estupenda. Más lista que yo, no me da vergüenza admitirlo.

Las lágrimas le asomaron a los ojos, pero yo me sentía extrañamente distante, como la única persona sobria en una reunión de borrachos.

– ¿Habló la policía de la posibilidad de que hubiese testigos, de que alguien pudiese haber visto u oído algo aquella noche?

Grice negó con la cabeza mientras se secaba los ojos.

– No. Creo que no. A mí nadie me dijo nada.

– ¿Alguien, quizá, de la casa de al lado? -sugerí-. O alguien que pasara por allí. Tengo entendido que también vive gente al otro lado de la calle. ¿Cree usted que alguien pudo haber advertido algo?

Se sonó la nariz y recuperó la compostura.

– Creo que no. La policía no nos dijo nada respecto a eso.

– Bien, ya les he robado mucho tiempo y tengo que pedirles disculpas por las molestias. Me gustaría entrar en la casa para evaluar los daños del incendio, si no tiene usted inconveniente. Ya ha estado en ella uno de nuestros agentes de indemnizaciones, pero para cerrar mi informe tengo que verla yo personalmente.

Asintió.

– El vecino tiene una llave. Orris Snyder, vive al lado mismo. Vaya a verle y dígale que va de mi parte.

Me levanté y le tendí la mano.

– Gracias por recibirme.

Leonard se incorporó automáticamente y me la estrechó. Fue un apretón firme y tenía la piel caliente, casi hasta un punto febril.

– Por cierto -dije, como si acabara de ocurrírseme-, ¿han sabido algo últimamente de Elaine Boldt?

Leonard Grice se me quedó mirando, confuso al parecer por aquella alusión.

– ¿Elaine? No, ¿por qué?

– Me interesaba ponerme en contacto con ella por otro asunto y caí en la cuenta de que vivía en la comunidad de propietarios que hay al lado de su casa -contesté con naturalidad-. Alguien dijo que era amiga de ustedes.

– Es verdad. Antes de morir Marty, jugábamos mucho al bridge. Hace meses que no hablo con ella. Suele estar en Florida en esta época del año.

– Sí, es cierto. Ahora que recuerdo, creo que ya me lo dijeron. Bueno, tal vez llame cuando vuelva -dije-. Gracias otra vez.

Cuando volví a encontrarme en el coche tenía ambas axilas bordeadas de sudor.

Capítulo 10

Ya casi eran las tres y estaba muerta de cansancio. Había estado en pie desde las dos de la madrugada y sólo había podido dormir un poco al amanecer, hasta que me despertó el telefonazo de la señora Ochsner. No estaba como para volver al despacho otra vez, así que me fui a casa y me puse la ropa de correr. Empleo la palabra casa en el sentido más general. En realidad vivo en un garaje monoplaza reconvertido, un espacio de poco más de cuatro metros cuadrados que hace de sala de estar, dormitorio, cocina, cuarto de baño, armario y lavadero. Siempre me ha gustado vivir en lugares reducidos. De niña, poco después de que fallecieran mis padres, me pasaba horas encerrada en una caja de cartón llena de cojines, que yo fingía era un barco rumbo a tierras desconocidas. No hace falta recurrir a un psicoanalista para interpretar estos viajes, pero ahora de adulta sigo dominada por la misma tendencia, que se manifiesta de múltiples formas. Conduzco coches pequeños y me siento atraída por «pequeñeces» de toda índole, así que el lugar donde vivo encaja en mis preferencias. Por doscientos dólares al mes tengo todo lo que necesito, incluido un amable casero octogenario que se llama Henry Pitts.

Al salir miré por su ventana trasera y lo vi en la cocina preparando masa. Es un antiguo panadero que complementa la pensión que recibe fabricando pan y dulces que vende o cambia en los comercios de la vecindad. Golpeé el vidrio con los nudillos y me hizo señas para que entrara. Me gusta pensar que Henry es un «fenómeno» octogenario; es alto, esbelto, con pelo blanco muy corto y ojos de un azul hierba doncella y llenos de curiosidad. La edad lo ha concentrado y convertido en una síntesis de virilidad, humanidad, prudencia e ironía. No digo con ello que los años le hayan rodeado de espiritualidad, ni que le hayan dado una sabiduría, una clarividencia, una profundidad o una complejidad especiales; no caigamos en exageraciones. Ya era un sujeto listo desde un principio y la edad no ha mermado sus facultades ni un ápice. A pesar de que nos llevamos cincuenta años, no se comporta conmigo como un patriarca ni yo me comporto con él (creo) como una novicia. Nos limitamos a observarnos desde la barrera temporal que nos separa con un vivo y considerable interés sexual que ninguno de los dos soñaría con llevar a la práctica.

Aquella tarde Henry llevaba un trapo rojo alrededor de la cabeza, al estilo de los piratas, tenía los morenos antebrazos cubiertos de harina y revolvía y prensaba la masa con dedos ágiles y delgados como los de un mono. Utilizaba un trozo de cañería a modo de rodillo y se detenía de vez en cuando para espolvorearlo de harina y formar un rectángulo con la masa.

Me encaramé en un taburete de madera y volví a atarme los zapatos.

– ¿Preparando brazos de gitano?

Asintió.

– Un vecino me ha encargado unos pasteles para no sé qué celebración. Y tú, ¿qué haces estos días, aparte de correr?

Le conté brevemente mi búsqueda de Elaine Boldt mientras él superponía capas de masa, las envolvía y las metía otra vez en el frigorífico. Cuando llegué al episodio de Marty Grice vi que enarcaba las cejas.

– Mantente al margen. Sigue mi consejo y deja que lo resuelva la policía. Sólo un tonto se metería en una historia así.

– Pero, ¿y si vio a la persona que mató a Marty? ¿Y si fue éste el motivo de su fuga?

– Ya se presentará a declarar. No es asunto tuyo. Si el teniente Dolan te coge metiendo la nariz en este embrollo, te caerá una buena.

– Es verdad -admití a regañadientes-. Pero ya no puedo echarme atrás. Estoy a punto de agotar las posibilidades.

– ¿Y quién dice que haya desaparecido? ¿Qué te hace pensar que no está en la playa de Sarasota dándole a la ginebra con tónica?

– Lo sabría alguien. En realidad no sé si trama algo o está en apuros, pero hasta que aparezca voy a recorrer el bosque golpeando cacerolas para ver qué caza levanto.

– Eso es perder el tiempo -dijo-. Acabarás pisándote la cola.

– Puede que sí, pero algo tengo que hacer.

Me lanzó una mirada de escepticismo. Abrió un paquete de azúcar y calculó cierta cantidad.

– Te hace falta un perro.

– No, creo que no. Además, ¿qué tiene que ver con el caso? Los perros me caen gordos.

– Necesitas protección. No te habría ocurrido lo de la playa si hubieras tenido un Doberman.

Otra vez aquello. Señor, incluso mi reciente encuentro con la muerte había tenido lugar en un cubo de basura…, un espacio reducido y acogedor, y yo dentro, sollozando como una niña.

– Hoy he estado dándole vueltas y ¿sabes lo que pienso? Que todo ese rollo de educar y adaptar a las mujeres es caca de vaca. Los hombres nos responsabilizan de la compra y por tanto tienen derecho a meternos en cintura. Pues si alguien me amenazara hoy, volvería a hacerlo, sólo que esta vez no creo que titubeara.

Por lo visto no le impresioné mucho.

– Lamento que digas eso. Ojalá no hayas comenzado una nueva moda.

– No estaría mal. Estoy harta de sentirme indefensa y asustada -dije.