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Hinchó las mejillas y me pedorreó con la boca mientras me miraba con expresión de aburrimiento. «Mucho hablar, mucho hablar, -decía dicha expresión-, pero a mí no me engañas.» Cascó un huevo en el borde de la mesa, lo abrió con una sola mano encima de una taza y dejó que la clara le escurriera por los dedos. Puso la yema en un plato hondo, cogió otro huevo y repitió la operación con los ojos fijos en mí.

– Puedes decir lo que te dé la gana. Nadie te niega ese derecho. Pero déjate de retóricas. No sirven para nada. Matar es matar y sería mejor que meditases a propósito de lo que hiciste.

– Lo sé -dije, ya con menos bríos. Me turbaba su forma de mirarme y su tono de voz no me entusiasmaba precisamente-. Tal vez no haya abordado el problema en serio, pero no quiero volver a jugar el papel de víctima. Estoy hasta el moño.

Sujetó el plato hondo con un brazo, como si fuera un niño, y batió los huevos con destreza. A mí se me derrama siempre cuando lo hago.

– ¿Cuándo has jugado tú el papel de víctima? -dijo-. No tienes por qué excusarte ante mí. Hiciste lo que hiciste. Procura no convertirlo en principio filosófico porque no es verdad. No es lo mismo que tomar una decisión racional después de considerar los hechos durante meses. Mataste a un hombre movida por un impulso momentáneo. Ni es una plataforma para emprender una campaña política ni un punto crítico en tu vida intelectual.

Le sonreí indecisa.

– Aún soy una buena persona, ¿verdad?

No me gustaba ponerme meditabunda. Yo quería demostrarle que era una persona adulta que sabía enfrentarse a la verdad. Ni siquiera había sabido que me sentía tan insegura hasta que me lo había oído decir a mí misma.

No me devolvió la sonrisa. Se quedó mirándome con fijeza durante un rato y volvió a concentrarse en los huevos.

– Lo que te ocurrió no cambia las cosas, Kinsey, pero tienes que andar por buen camino. Le volaste los sesos a un individuo, este es un hecho que no puedes hacer que desaparezca. Y no trates de convertirlo en una postura intelectual.

– No te preocupes -dije con inquietud.

Durante un segundo volví a ver la cara que escrutaba el interior del cubo de basura un momento antes de que yo apretase el gatillo. En virtud de una curiosa distorsión, habría jurado que veía el primer proyectil en el momento de tensarle la piel, como si fuera de goma, antes de perforarla. Ahuyenté la imagen y descendí a la realidad.

– Quiero correr -dije con nerviosismo creciente.

Salí de la cocina sin mirar atrás, aunque no se me escapaba el significado de la expresión que se había dibujado en la cara de Henry. Cautela, tristeza y dolor.

Una vez fuera, tuve que ahuyentar nuevamente la imagen, que retrocedió hasta quedar encerrada en su celdilla particular. Apreté a correr y me concentré en los cuádriceps. No corro a tanta velocidad ni tanta distancia como para necesitar mucho calentamiento. Sé que otros corredores no estarán de acuerdo, y hablarán de lesiones debidas a una preparación insuficiente antes de la carrera, pero ya encuentro bastante repugnante el ejercicio por sí solo para que encima haya que añadirle flexiones y contorsiones previas. Lo intenté al principio; me tendía de espaldas en la hierba, como Dios manda, y estiraba una pierna, y flexionaba la otra hacia la cintura, girándola como si se me hubiera roto la cadera. Después no había forma de levantarse sin caer de bruces una y otra vez, igual que un saco de patatas, y al final me dije que para conservar la dignidad valía la pena arriesgarse a tener algún esguince. Sea como fuere, nunca he sufrido lesiones al correr. Tampoco he sentido ninguna emoción especial. Aún espero la cacareada «euforia» que por lo visto experimentan todos menos yo. Me dirigí al paseo a paso rápido y con la mente en blanco.

Por lo general corro cinco kilómetros y suelo seguir el carril para bicicletas que bordea la playa. El camino está jalonado por extrañas imágenes que busco con la mirada mientras cuento los cuartos de kilómetro. El rastro de un pájaro improbable, las marcas de un neumático ancho que cruzan el asfalto y se pierden en la arena. En la playa suele haber vagabundos; unos acampan allí de manera permanente, otros están de paso; sus sacos de dormir, alineados bajo las altas palmeras, parecen larvas verdes de tamaño gigantesco, pellejos desprendidos de animales que sufrieran conmociones nocturnas.

El aire era denso y frío aquella tarde y el océano parecía inmóvil. La núbea techumbre comenzaba a resquebrajarse, aunque los jirones de cielo que asomaban eran de un azul descolorido y el sol no se veía por ninguna parte. Una motora corría en sentido paralelo al perímetro de la playa y la estela que dejaba era como una turbulenta cinta de plata que se retorcía sobre sí. Tierra adentro, las montañas eran de color verde oscuro. Su vegetación subalpina, desde donde yo estaba, parecía una colcha de ante salpicada de rocas desnudas que despuntaban en la cima como si el manto de felpa se hubiese gastado por el uso.

Di la vuelta en East Beach, recorrí los dos kilómetros y medio que me faltaban, y para refrescarme fui andando por la acera de mi manzana hasta llegar a casa. Me entusiasman las sesiones de refresco. Me duché, me vestí, me metí en el coche y me dirigí al despacho que Pam Sharkey tiene en Chapel.

Pam era la agente que había contratado las pólizas de Leonard Grice y que quería investigar el asunto antes de archivarlo. Me fío de Vera, pero no me gusta basarme en la palabra de los demás. Podía darse el caso de que Grice se hubiese hecho un reaseguro cuantioso en otra compañía. ¿Cómo podía enterarme?

El edificio Valdez se encuentra en el cruce de Chapel y Feria. Esta última palabra es española; lo sé porque lo he consultado. Últimamente he pensado que debería seguir un curso de español, pero aún no me he decidido. Sé decir taco y gracias, pero no doy ni una con los verbos.

El Valdez es típico de la arquitectura de esta ciudad: dos pisos de paredes blancas, techumbre de tejas rojas, arcos grandes y ventanas con reja de hierro. Se ven toldos azul celeste y el paisaje es una sucesión de cuadros perfectos de césped. Las palmeras adornan el jardín y hay una fuente coronada por un niño desnudo que practica no sé qué crueldad con un pez.

El despacho de Pam Sharkey está en la planta baja, en un laberinto de cubículos idéntico al que había visto en La Fidelidad de California. Nada arquitectónicamente innovador en el mundo actual de los seguros. Tiene que ser como trabajar en una yuxtaposición de cuartos infantiles para jugar. La compañía para la que Pam trabaja, Lambeth and Creek, es una empresa independiente que contrata pólizas para otras compañías, entre ellas La Fidelidad de California.

Sólo había hablado con Pam una vez, mientras andaba tras la pista de un marido errante. La esposa, es decir, mi cliente, estaba tramitando el divorcio y quería pruebas de las infidelidades del marido para utilizarlas durante las negociaciones del acuerdo. Pam se había sentido ofendida, no porque yo hubiera descubierto que estaba liada con el marido, sino porque había descubierto que él estaba liado con dos mujeres más. Nada de esto había salido a la luz durante el juicio, pero su nombre aparecía en un lugar destacado de mi informe. No me había perdonado nunca que supiera demasiado. Santa Teresa es una ciudad reducida y nuestros caminos se cruzan con frecuencia. Mantenemos el trato, pero la cortesía está limitada por su rencor y mis burlas furtivas.

Pam es pequeña, la mala leche en miniatura. Es la única mujer que conozco que se añade diez años para que todos le digan que parece mucho más joven. Desde este punto de vista, jura que tiene treinta y ocho años. Tiene la cara pequeña y la piel oscura, y se pone colorete de distintos matices en un intento infructuoso de sombrearse las mejillas a distintos niveles. Yo solía suministrarle información. Por ejemplo, que no hay forma de ocultar las ojeras por muy hábil que sea el maquillaje. Hay múltiples ángulos desde los que cualquier persona con ojos en la cara las vería, no de color gris, pero sí de un blanco mortuorio. Es imposible dar el pego. ¿Por qué no acentuarlas en tal caso para obtener por lo menos un aire exótico y mundano, como el de Anna Magnani, o el de Jeanne Moreau, o el de Simone Signoret? Además, en los últimos tiempos le había dado por hacerse el mismo tipo de permanente, que según creo se llama estilo «dormitorio» y que había convertido su cabello castaño en una masa rizada y de aspecto despeinado. Aquella tarde se había acicalado con un pequeño conjunto de aire cinegético: chaqueta de amazona, pantalón corto marrón, medias de color rosa y zapatos de hebilla y tacón bajo. Las únicas cacerías en que tomaba parte las practicaba en los bares de ligue, donde monteaba piezas de una sola noche como si la temporada estuviera acabando y su permiso a punto de caducar.