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Pero hagamos un alto en la descripción. Sé que soy injusta. Pam me desagrada tanto como yo a ella. Cada vez que la veo me siento vulgar y mezquina, y no es mi forma favorita de sentirme. Tal vez ella me evite por la misma razón.

Su cubículo está cerca de la entrada: un símbolo de su posición, quizá. Nada más verme se puso a trastear con expedientes y documentos. Cuando conseguí llegar hasta su mesa ya estaba hablando por teléfono. Sin duda hablaba con un hombre porque se comportaba con coquetería. Mientras le daba a la lengua se toqueteaba por todas partes, se enroscaba un rizo en un dedo, se sobaba un pendiente, se rozaba la solapa de la chaqueta. Del cuello le colgaban varios collares dorados y también éstos recibieron su ración. De vez en cuando se frotaba la barbilla con el extremo de un collar y emitía una risa desenfadada y vibrante que sin duda ensayaba a última hora de la noche. Se fijó en mí, fingió sorpresa y me enseñó la palma de la mano para indicarme que tendría que esperar.

Me dio la espalda en la silla giratoria y finiquitó la charla telefónica con un murmullo íntimo. En la mesa, encima de un montón de expedientes, vi un ejemplar de Cosmo en cuya portada se prometían artículos sobre el punto G, la cirugía de los pechos y el estupro social.

Pam colgó por fin y se dio la vuelta mientras la animación desaparecía de su cara. Representar ante mí el numerito era perder el tiempo.

– ¿En qué puedo ayudarte, Kinsey?

– Tengo entendido que suscribiste un par de pólizas a nombre de Leonard y Marty Grice.

– Y es verdad.

Esbocé una sonrisa.

– ¿Podrías decirme en qué situación legal se encuentra actualmente el papeleo?

Interrumpió la comunicación visual y efectuó otra revisión digital de su periferia: pendiente, pelo, solapa. Colgó el índice de una de las cadenitas de oro que llevaba al cuello y se puso a recorrer los eslabones hasta que empezó a preocuparme la posibilidad de que se desollara la piel. Ella quería decirme que Leonard Grice no era asunto mío, pero sabía que yo trabajaba de vez en cuando para La Fidelidad de California.

– ¿Cuál es el problema?

– No hay ningún problema -dije-. Vera Lipton tiene dudas sobre la indemnización del incendio y yo necesito saber si había algún otro seguro en vigor.

– Un momento, un momento. Leonard Grice es un hombre muy sensible y estos seis meses han sido un calvario para él. Si La Fidelidad de California quiere crear problemas, lo mejor es que Vera trate directamente conmigo.

– ¿Quién habla de problemas? Mientras no se adjunten las pruebas concernientes a los daños materiales, Vera no puede pagar la indemnización.

– Eso está más claro que el agua, Kinsey -dijo-. Lo que no entiendo es qué tiene que ver contigo.

Noté que me empezaba a subir la sonrisa como un cazo de leche al fuego. Me adelanté, apoyé la palma izquierda en la mesa y el puño derecho en la cadera. Me dije que había llegado el momento de aclarar nuestra relación.

– No es que sea asunto tuyo, Pam, pero estoy metida en una investigación de órdago que guarda relación con este caso. Nadie te obliga a cooperar, pero estoy a punto de dar media vuelta para entregar una orden judicial al director de estas oficinas y alguien te echará encima algo así como una tonelada de ladrillos por el embrollo que se organizará. Y ahora, ¿quieres que sigamos hablando del asunto o no?

Por debajo del maquillaje comenzaron a aparecerle manchas de color de bronce.

– No creas que me intimidas -dijo.

– No lo creo. En absoluto. -Tras lo que cerré la boca y dejé que asimilase la amenaza. Me pareció que causaba un efecto extraordinario.

Cogió un montón de papeles y los ordenó golpeándolos de canto contra la mesa.

– Leonard Grice suscribió un seguro de vida y otro contra incendios. Recibió dos mil quinientos dólares por el primero y percibirá otros veinticinco mil por los daños que sufrió la casa. El interior no estaba asegurado.

– ¿Solamente veinticinco mil por la casa? Yo creí que valía más de cien billetes. Con esa cantidad no tendrá suficiente para repararla, ¿verdad?

– Cuando la compró en 1962, valía veinticinco mil dólares y por esta cantidad la aseguró. No amplió la cobertura de riesgos ni se ha hecho otro seguro. Creo personalmente que la casa ya no tiene solución. Es una ruina total y pienso que es esto lo que ha destrozado a su propietario.

Una vez obtenida la información que necesitaba, me sentí culpable por las fanfarronadas que le había soltado.

– Gracias. Me has sido de muchísima ayuda -dije-. Por cierto… Vera quería que te preguntara si tenías ganas de conocer a un ingeniero aeroespacial, con pasta y sin compromiso.

Cruzó por su cara una extraordinaria expresión de incertidumbre en la que había de todo: suspicacia, ganas de sexo, avaricia. ¿Le estaba poniendo en bandeja un pastel de los buenos o una mierda seca? Sabía lo que estaba pensando. En el mercado de Santa Teresa, un soltero dura como mucho diez días antes de que lo atrapen. Me lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Tiene algún defecto? ¿Por qué no lo pruebas tú antes?

– Acabo de terminar una historia -dije-. Estoy de baja. -Y era verdad.

– Llamaré a Vera, si acaso -murmuró.

– Estupendo. Gracias por la información otra vez -dije, y mientras me alejaba de su mesa le hice un gesto de despedida con la mano.

Si me acompañaba la suerte de costumbre, Pam se enamoraría del tipo y me pediría que fuese su dama de honor. Y yo tendría que ponerme uno de esos ridículos vestidos con las caderas llenas de volantes. Cuando me volví a mirarla me pareció que había encogido y sentí remordimientos. No era tan mala persona.

Capítulo 11

Aquella noche cené en Rosie's, un pequeño establecimiento situado a manzana y media de mi casa. Es una mezcla de bar de barrio y casa de comidas de las de antes, y sobrevive emparedado entre la lavandería automática de la esquina y un taller de electrodomésticos que lleva desde su casa un individuo llamado McPherson. Los tres establecimientos funcionan desde hace más de veinticinco años y en la actualidad son ilegales en teoría, ya que constituyen un grave y ofensivo atentado contra la política de ordenación del territorio, por lo menos para los ciudadanos que viven en otros lugares. Un año sí y otro no, a algún ciudadano celoso y exigente le da por presentarse en el Ayuntamiento para denunciar la escandalosa ruptura del paisaje urbano. Sospecho que en los años de tranquilidad hay chanchullo.

Rosie tiene alrededor de sesenta y cinco años, es húngara, baja y cabezona, una criatura de chillonas batas estampadas y con un pelo teñido con gena que le nace desde mitad de la frente. Lleva los labios pintados de un naranja intenso que por lo general desborda los límites reales de la boca y que hace pensar que su propietaria tuvo en otra época los labios mucho más grandes. Las cejas se las pinta con una gruesa raya marrón y sus ojos parecen serios y acusadores. La punta de su nariz amenaza con rozar el labio superior.

Me acomodé en el reservado en que suelo hacerlo, casi al fondo. El menú, una hoja mimeografiada y forrada de plástico, estaba empotrado entre el frasco de ketchup y el servilletero. El texto del menú estaba en color lila, como aquellos avisos que nos daban en el colegio para que nos los lleváramos a casa. Casi todos los nombres estaban en húngaro; palabras con multitud de acentos, zetas y diéresis, que sugerían platos fuertes y sólidos.