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Rosie se me acercó con el cuaderno y el lápiz en la mano y actitud de reserva. Estaba ofendida por algo, aunque yo no le había hecho nada aún. Me quitó el menú de la mano, se lo guardó y tomó nota del pedido sin consultarme siquiera. Si al cliente no le gusta el trato es mejor que se vaya a otra parte. Acabó de escribir y consultó el cuaderno con los ojos entornados para comprobar el efecto de conjunto. No me miró a los ojos ni una sola vez.

– Hace una semana que no vienes -dijo-. Pensé que estabas enfadada conmigo. Seguro que has estado por ahí comiendo porquerías sintéticas. No hace falta que me lo digas. No quiero oírlo. No tienes por qué excusarte. Menos mal que estoy aquí para darte algo decente. Esto es lo que vas a comer. -Volvió a consultar el cuaderno con ojo crítico y me leyó el pedido con atención, como si también para ella fuese una sorpresa-. Ensalada de pimientos verdes. Fabulosa. Lo mejor. Sé que está estupenda porque la he hecho yo misma. Aceite de oliva, vinagre, una pizca de azúcar. Del pan olvídate, se me ha acabado. Henry no me ha servido hoy, ¿qué quieres que haga? Puede que también esté enfadado conmigo. No sé qué le habré hecho. La gente no cuenta estas cosas. Luego te traeré un estofado de rabo de buey. -Se arrepintió y lo tachó-. Demasiada grasa. No te conviene. Te pondré a cambio tejfeles sültponty, carpa al horno, muy sabrosa, con crema agria, y si rebañas el plato y te lo ganas, cosa que no mereces, te serviré además cerezas rehogadas. Te traeré el vino con los cubiertos. Es austríaco, pero no está mal.

Se alejó con la espalda rígida y el pelo del color de las mondaduras secas de mandarina. Su brusquedad tiene a veces un encanto exótico, pero por lo general no pasa de ser irritante; algo que hay que soportar si se quiere comer en Rosie's. A veces no aguanto la agresividad verbal al término de la jornada y prefiero la mecánica impersonal de los restaurantes automovilísticos o la paz beatífica del bocadillo de apio con mantenquilla de cacahuete que me como en casa.

Aquella noche Rosie's estaba vacío, triste y no del todo limpio. Las paredes están cubiertas con chapa de conglomerado con profusión de manchas oscuras y un toque final mate producto del humo de cocina y de tabaco. La iluminación es francamente mala -demasiado pálida, demasiado general- y los escasos clientes que entran parece que están enfermos del hígado. El televisor que hay sobre la barra suele emitir imágenes en color, pero ningún sonido, y el pez espada que hay encima parece que se ha hecho con yeso bañado en hollín. Me da vergüenza decir lo mucho que me gusta el sitio. Nunca será una atracción turística. Nunca será un bar de ligue. Nadie lo «descubrirá» nunca, nadie le concedería ni medio tenedor siquiera. Siempre huele a cerveza derramada, a pimienta roja, a grasa caliente. Es un sitio donde puedo comer sola sin necesidad de llevarme un libro para evitar la compañía indeseada. Quien quisiera ligar en un tugurio así tendría que pensárselo dos veces.

Se abrió la puerta y entró la vieja que vive al otro lado de la calle, seguida por Jonah Robb, con quien ya había hablado aquella misma mañana en Personas Desaparecidas. Casi no lo reconocí al principio, vestido de paisano. Llevaba unos vaqueros, una chaqueta gris de mezclilla y unas camperas marrones. La camisa parecía nueva, aún se notaba el doblado de la caja y el cuello estaba tieso y crujiente. Se movía como si llevase una pistolera empotrada en el sobaco izquierdo. Según parece, había entrado a buscarme porque vino directamente a mi mesa y tomó asiento.

– Qué tal -dije-. Siéntate.

– Me dijeron que solías venir por aquí -dijo. Miró a su alrededor y las cejas se le arquearon un tanto, como si lo que se rumorease fuera cierto, aunque difícil de creer-. ¿Conocen este sitio los de Sanidad?

Me eché a reír. Rosie, que salía de la cocina, se detuvo en seco al ver a Jonah y retrocedió como si tirasen de ella con una cuerda. Jonah miró por encima del hombro para ver si se le había escapado algo.

– ¿Qué pasa? ¿Cómo ha sabido que soy policía? Tiene problemas con la pasma, ¿eh?

– Ha ido a retocarse el maquillaje -dije-. Hay un espejo detrás de la puerta de la cocina.

Reapareció Rosie contoneándose como una mona y dejó sobre la mesa con recio golpe el cubierto enrollado en una servilleta de papel.

– No me dijiste que esperabas compañía -murmuró-. ¿Tomará algo tu amigo? ¿Alguna bebida? ¿Cerveza, vino, un combinado?

– Cerveza está bien -dijo Jonah-. ¿Tienen de barril?

Enlazó Rosie las manos y me miró con interés. Nunca trata directamente con un extraño y en consecuencia me vi obligada a participar en una pequeña farsa en la que yo hacía de intérprete como si de pronto me hubiera contratado la ONU.

– ¿Aún tienes Mich de barril? -pregunté.

– Pues claro. ¿Por qué habría de tener otra?

Miré a Jonah y éste asintió con la cabeza.

– Un tubo de Mich entonces. Si quieres cenar, la comida es aquí fabulosa.

– Sí, eso parece -dijo Jonah-. ¿Qué me recomiendas?

– Rosie, ¿por qué no le traes lo mismo que a mí? ¿Nos podrías hacer ese favor?

– Naturalmente. -Rosie miró a Jonah con aprobación recatada-. Ni se me había ocurrido. -Sentí que me daba un codazo imaginario. Sabía cuál era su código de valores. Le gustaba la gordura en los hombres. Le gustaban el pelo moreno y las actitudes desenvueltas. Se alejó de la mesa con astucia y nos dejó solos. No es tan amable, ni mucho menos, cuando mis compañías son femeninas.

– ¿Qué te ha traído por aquí? -dije.

– Pues el no tener nada que hacer. La curiosidad. He hecho algunas averiguaciones sobre ti, así no tendremos que andarnos con presentaciones y preámbulos.

– Para poder ir directamente al grano, ¿eh? -dije-. ¿A qué grano?

– ¿Crees que quiero ligar o algo parecido?

– Naturalmente -dije-. Camisa nueva. Sin alianza. Apuesto a que tu mujer te abandonó hace dos semanas y que te has afeitado hace menos de una hora. Todavía se te nota la colonia en el cuello.

Se echó a reír. Tenía cara de persona inofensiva y buena dentadura. Apoyó los codos en la mesa.

– Te contaré cómo fue -dijo-. La conocí a los trece años y he estado con ella desde entonces. Supongo que acabó por hacerse adulta; a mí me fue imposible, al menos con ella. No sé qué hacer. En realidad hace un año que se marchó. Y me parece que fue hace una semana. Tú eres la primera mujer en quien me fijo desde que se marchó.

– ¿Adonde fue?

– A Idaho. Con las niñas. Dos -añadió, como si supiera que iba a preguntárselo-. Una de diez años, la otra de ocho. Courtney y Ashley. Si por mí hubiera sido, se llamarían de otro modo. Sara y Diane, o Patti y Jill, algo así. No las entiendo. Ni siquiera sé cómo piensan. Quiero a mis hijas, es verdad, pero desde que nacieron fue como si entre las tres hubieran fundado un club del que yo estaba excluido. Y sin posibilidad de hacerme socio, hiciera lo que hiciese.

– ¿Cómo se llamaba tu mujer?

– Camilla. Hostia. Me ha destrozado el corazón hasta el fondo. En lo que va de año he engordado quince kilos.

– Pues ya va siendo hora de que lo olvides -dije.

– Y de hacer un montón de cosas.

Rosie volvió con una cerveza para él y vino blanco de mesa para mí. ¿De qué me sonaba aquella historia? Los hombres recién separados se comportan como colgados y a mí me pasaba tres cuartos de lo mismo. Conocía muy bien el dolor, la inseguridad, el descontrol emocional. Hasta Rosie se dio cuenta de que la cosa no marchaba. Me miraba como si no pudiera comprender por qué lo había estropeado tan pronto. Cuando vi que se alejaba, volví a nuestra conversación inicial.