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– Siéntese, por favor. Termínese el café por lo menos. Además, mientras esté aquí, podrá hacerme las preguntas que quiera.

– ¿Sabe usted si la señora Boldt utiliza los servicios de algún veterinario del barrio?

Cortó tres lonchas de bacón, las puso en la sartén y encendió el gas. Se inclinó para observar la pequeña llama azul. Tuvo que recogerse el albornoz.

– En la esquina con Serenata Street hay una clínica para gatos. A veces lo lleva en una de esas jaulas especiales y Ming se pone a maullar como un coyote. No le gustan los veterinarios.

– ¿Tiene idea de dónde puede estar Elaine?

– ¿Con su hermana, tal vez? Puede que fuera a Los Ángeles a verla.

– Fue la hermana quien me contrató al principio -dije-. Hace años que no ve a Elaine.

Apartó bruscamente los ojos del bacón y se echó a reír.

– ¡Será bruja! ¿Quién le ha dicho eso? Si la vi aquí mismo no hace ni seis meses.

– ¿A Beverly?

– Sí -dijo. Cogió un tenedor y removió las lonchas de bacón en la sartén. Volvió al frigorífico y cogió tres huevos. Sólo con ver aquellos preparativos se me hacía agua la boca. Prosiguió en tono coloquial-. Tendría unos cuatro años menos que Elaine. Pelo negro, estilo niña descarada muy conseguido, piel exquisita. -Se me quedó mirando-. ¿Tengo razón o no?

– Se parece a la mujer que conocí -dije-. ¿Por qué me mentiría?

– Quizá yo pueda explicárselo -dijo. Cogió un rollo de papel de cocina y cortó un pedazo, que dobló junto a la sartén-. Bueno, en navidad tuvieron una pelea horrible, ya sabe. Puede que Beverly no quisiera que se supiese. Chillaban como bestias, se tiraban objetos, daban portazos. ¡Dios mío! ¡Y qué perrerías se dijeron! Fue una obscenidad. No sabía que Elaine tuviera una lengua tan sucia, aunque la otra la ganaba.

– ¿Y por qué fue?

– Por un hombre, naturalmente. ¿Por qué otra cosa nos peleamos todas?

– ¿Sabe de quién se trataba?

– No. Con franqueza, yo creo que Elaine es una de esas mujeres a quienes en el fondo les encanta la viudez. Despierta mucha simpatía y tiene toda la libertad que quiere. Posee un montón de dinero y no tiene con quién pelearse. Está mejor sola.

– ¿Por qué se peleó entonces con Beverly?

– ¿Quién sabe? Puede que les resultara divertido.

Apuré el café y me levanté de la silla.

– Me tengo que ir pitando. No quiero fastidiarle el desayuno, pero quizá tenga que volver. ¿Figura su nombre en la guía?

– Por supuesto. Trabajo… en el bar del Edgewood Hotel, junto a la playa. ¿Lo conoce?

– No llego a tanto, pero sé a cuál se refiere.

– Venga a verme cuando quiera. Todas las noches, salvo los lunes, estoy allí hasta que cierran. Desde las seis. La invitaré a una copa.

– Gracias, Wim. Iré a verle. Le agradezco su ayuda. El café estaba estupendo.

– A mandar -dijo.

Al salir vi de refilón con quién iba a compartir Wim el desayuno. Parecía salido de una revista de hombres: ojos provocativos, mandíbula perfecta, camisa sin cuello y suéter italiano de cachemir sobre los hombros, con las mangas anudadas en el pecho. Wim se había puesto a cantar en la cocina una versión personal de «El hombre que quiero». Tenía la voz idéntica a la de Marlene Dietrich.

En el vestíbulo me encontré con Tillie, que empujaba un carro de la compra como si fuera un cochecito infantil. Lo llevaba cargado de las bolsas de papel marrón que dan en los establecimientos.

– Me parece que voy a tener que ir al mercado dos veces al día -dijo-. ¿Vienes a verme a mí?

– Sí, y como no estabas, he subido a casa de Wim para charlar un rato con él. No sabía que Elaine Boldt tuviera gato.

– Sí, hace años que lo tiene. No sé por qué, se me olvidó comentártelo. ¿Qué habrá hecho con él?

– Dijiste que aquella noche llevaba equipaje de mano al subir al taxi. ¿Crees que llevaba a Mingus en la jaula?

– Bueno, cabe la posibilidad. Desde luego era bastante grande y Elaine lo llevaba siempre consigo, fuera donde fuese. Igual ha desaparecido también. ¿No piensas tú lo mismo?

– No lo sé con certeza, pero es probable. Es una lástima que no padeciera ninguna extraña enfermedad felina porque en ese caso podríamos buscar al veterinario que lo trataba; tal vez nos daría alguna pista -dije.

– No sabría decirte. Por lo que sé, ha gozado siempre de buena salud. No sería difícil reconocerlo. Es un gatazo viejo de pelo largo y grisáceo. Tiene que pesar casi diez kilos.

– ¿Es de pura raza?

– No. Más aún, hizo que lo castraran al principio, es decir, que no se le ha utilizado con fines reproductores ni nada parecido.

– Bien -dije-, es posible que empiece a investigar también sobre el gato. En este momento estoy en un callejón sin salida. ¿Hablaste ayer con la policía?

– Sí, sí, y dije que, en nuestra opinión, la intrusa pudo haber robado los recibos y facturas de Elaine. El agente me miró como si estuviera loca, pero tomó nota de todo.

– Voy a decirte algo que me ha contado Wim. Según él, Beverly, la hermana de Elaine, estuvo aquí en navidad y las dos tuvieron una pelotera de las que hacen historia. ¿Lo sabías?

– No, no lo sabía, y Elaine no me dijo nada tampoco -dijo Tillie, removiéndose con nerviosismo-. Bueno, Kinsey, tengo que irme. He comprado helado y se derretirá si no lo meto en seguida en el frigorífico.

– Muy bien. Volveré si necesito algo -dije-. Gracias, Tillie.

Se alejó por el vestíbulo con el carro de la compra y yo regresé al coche y lo abrí. Observé una vez más la casa de los Grice, atraída de un modo casi irresistible por aquel montón de ruinas medio quemado donde se había cometido el crimen. Movida por un impulso, volví a cerrarlo con llave y avancé hacia la puerta principal de los Snyder. El señor Snyder tuvo que verme por la ventana porque se abrió la puerta cuando ya había levantado la mano para llamar. Salió al porche.

– La he visto venir. Usted es la mujer que estuvo aquí ayer -dijo-. Ya no recuerdo su nombre.

– Kinsey Millhone. Ayer estuve hablando con el señor Grice en casa de su hermana. Me dijo que usted tenía una llave de la casa y que podía pedírsela para echar un vistazo.

– Sí, es verdad. La tengo en alguna parte. -Dio la sensación de que se cacheaba a sí mismo y acabó sacando un llavero del bolsillo. Fue pasando una llave tras otra-. Esta es -dijo. La sacó del llavero y me la dio-. Es de la puerta de atrás. Por delante está todo clavado con tablas como usted misma puede ver. Durante un tiempo tuvieron la casa acordobanada [3], hasta que los del laboratorio lo revisaron todo.

– ¿Qué pasa, Orris? -dijo alguien al fondo-. ¿Con quién hablas?

– ¡Ya está bien, para el carro! -Y luego, mirándome, añadió con las papadas temblonas-: Vieja cotorra… Lo siento, tengo que irme.

– Se la devolveré cuando termine -dije, pero antes de que me diera cuenta se alejaba ya hacia el interior de la casa. Me había dicho que su mujer estaba sorda como una tapia, pero a mí me parecía que oía la mar de bien.

Crucé el jardín de los Snyder; la hiedra crujía bajo mis pies. El césped de los Grice se había marchitado a causa del abandono y la acera estaba sembrada de desperdicios. No parecía haberse tocado desde que estuvieran allí los coches de bomberos y crucé los dedos con la esperanza de que el Servicio de Recuperación de Objetos no hubiera entrado para limpiar la casa. Doblé la esquina y pasé ante las puertas dobles y cerradas con candado que, medio vencidas hacia el interior del edificio, conducían al sótano. Ya en la parte trasera, subí cinco peldaños carcomidos y accedí a un pequeño porche. La mitad superior de la puerta trasera consistía en un gran panel de vidrio y distinguí el interior de la cocina por entre los arrugados visillos que, sucios ya, tenían un aspecto asqueroso.

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[3] El personaje confunde «acordonar» (to cordon off) con un verbo inventado por él, to cordovan off. (N. del T.)