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– ¿Puede decirme su apellido?

– ¿Qué?.

– El apellido de Pat. La amiga de la señora Boldt.

– Ah. Sí, claro.

Aguardé unos instantes.

– Tengo papel y lápiz -dije.

– Ah. Se llama Usher. Como los de los cines [1]. Me dijo que había alquilado el piso. ¿Cómo dijo que se llamaba usted?

Volví a darle mi nombre y el teléfono de mi despacho, por si quería llamarme. La charla no resultó ser muy provechosa. Pat Usher parecía ser el único eslabón con el paradero de Elaine Boldt y era esencial que hablase con ella lo antes posible. Volví a llamar al teléfono de Florida y dejé que sonara hasta que los timbrazos me pusieron nerviosa. Nada. Si Pat Usher estaba aún en aquel piso, se negaba en redondo a coger el teléfono.

Consulté la lista de vecinos que yo misma había hecho y llamé a un tal Robert Perreti, que al parecer vivía al lado. No respondió nadie. Llamé a otra vecina, que también vivía al lado, y, como buena ciudadana, dejé que el teléfono sonara sólo diez veces, que es lo que la telefónica aconseja. Por fin respondió alguien, una señora bastante mayor, a juzgar por la voz.

– ¿Sí? -Parecía enferma y a punto de llorar. Sin darme cuenta, le respondí en voz alta y separando mucho las palabras, como si me dirigiera a una persona medio sorda.

– ¿La señora Ochsner?

– Sí.

– Me llamo Kinsey Millhone. Llamo desde California y estoy tratando de localizar a la señora que vive en el piso de al lado, en el apartamento 315. ¿Sabe usted por casualidad si está en casa? Acabo de llamarla, el teléfono ha sonado treinta veces y no ha respondido nadie.

– ¿Le pasa a usted algo en los oídos? -preguntó-. Si sigue hablándome a gritos no voy a entender nada.

Me eché a reír y hablé con voz normal.

– Perdone -dije-. No sabía si oía usted bien.

– Oigo perfectamente. Tengo ochenta y ocho años y no puedo dar un paso sin ayuda, pero no me ocurre nada en los oídos. Los treinta timbrazos que usted dice los he oído a través del tabique; me hubiera dado un ataque de nervios si hubieran continuado.

– ¿Sabe si está Pat Usher? Acabo de hablar con el administrador del edificio y me ha dicho que sí.

– Desde luego que está. Lo sé porque hace unos momentos he oído que daba un portazo. ¿Y qué es lo que quiere usted, si no es impertinencia preguntarlo?

– Bueno, en realidad quiero localizar a Elaine Boldt, pero tengo entendido que no ha ido este año.

– Es verdad y me sentí muy desilusionada. Ella, yo, Ida Rittenhouse y la señora Wink solemos jugar al bridge por parejas, pero no hemos podido jugar ni una sola partida desde las navidades. Ida no soporta estas cosas y se pone muy alterada.

– ¿Tiene usted idea de dónde puede estar la señora Boldt?

– No, y tengo la impresión de que la mujer que vive en su apartamento está a punto de mudarse. Las normas de la comunidad no permiten tener inquilinos y me sorprendió que Elaine lo hiciera. Nos quejamos en firme en la reunión de propietarios y creo que el señor Makowski le ha dicho que desaloje el piso. La mujer se niega, como es lógico, porque dice que el contrato que firmó con Elaine no vence hasta fines de junio. Si quiere hablar con ella personalmente, le sugiero que venga cuanto antes. La he visto subir con cajas de la tienda de licores y sospecho que… bueno, la verdad es que deseo que esté haciendo el equipaje en este momento.

– Gracias. Es posible que vaya. Me ha sido usted de mucha ayuda. Si hago el viaje, le haré una visita.

– Seguro que no sabe usted jugar al bridge, ¿verdad, querida? Durante estos últimos seis meses no hemos podido hacer otra cosa que jugar al tresillo y el lenguaje de Ida es cada vez más barriobajero. A la señora Wink y a mí se nos agota ya la paciencia.

– Bueno, no he jugado nunca, pero podría intentarlo -dije.

– A centavo el punto -dijo con precipitación y me eché a reír.

Llamé a Tillie. Parecía sin aliento, como si hubiera corrido para contestar.

– Hola, Tillie -dije-. Soy yo otra vez, Kinsey.

– Acabo de volver del mercado -dijo con voz entrecortada-. Espere a que recupere el aliento. ¡Uff! ¿Qué puedo hacer por usted?

– Creo que tengo que empezar a actuar. Quisiera echar un vistazo al piso de Elaine.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?

– Bueno, en Florida dicen que no está allí, o sea que hay que averiguar a qué otro sitio ha ido. ¿Me dejará usted entrar si voy ahora?

– Claro que sí. Estoy desempaquetando la compra y eso lo hago en menos que canta un gallo.

Volví a la comunidad, la llamé por el interfono, me abrió y se reunió conmigo ante el ascensor con la llave del piso de Elaine. Le conté los detalles de la charla que había sostenido con el administrador de la finca de Florida mientras subíamos al primer piso.

– Entonces, ¿nadie la ha visto allí? Bueno, pues algo malo ha pasado -dijo-. De todas todas. Sé que se marchó y sé, sin lugar a dudas, que tenía intención de ir a Florida. Yo estaba en la ventana cuando el taxi se detuvo en la puerta, sonó el claxon y la vi subir. Llevaba el abrigo bueno de piel y un turbante de piel que hacía juego. Iba a hacer el viaje de noche, no le gustaba, pero como no se sentía bien, pensó que el cambio de clima la beneficiaría.

– ¿Estaba enferma?

– Bueno, ya sabe usted cómo es la gente. Sufría una especie de resfriado, sinusitis, alergia, o lo que fuera. No quiero criticarla, pero era un poco maniática. Me llamó y me dijo que había pensado tomar el avión inmediatamente, como si se hubiera decidido en aquel mismo instante. En realidad no tenía previsto viajar hasta dos semanas después, pero como el médico le dijo que podía sentarle bien, supongo que reservó una plaza en el primer vuelo disponible.

– ¿Sabe si utilizó los servicios de alguna agencia de viajes?

– Estoy casi segura de que sí. Probablemente los de alguna de los alrededores. Como no sabía conducir, solía ir a los establecimientos más próximos para no tener que andar mucho. Ya hemos llegado.

Tillie se había detenido ante el apartamento número 9, en el primer piso, y que se encontraba justamente encima del suyo. Abrió la puerta y me hizo pasar. Estaba a oscuras, con las cortinas corridas y el aire se notaba cargado. Tillie cruzó la sala de estar y abrió las cortinas.

– ¿No ha entrado nadie desde que se marchó? -pregunté-. ¿La señora de la limpieza, el lampista, el electricista?

– Que yo sepa, no.

Hablábamos como si estuviéramos en una biblioteca pública o en un hospital, pero ya se sabe que estar en casa ajena cuando no se debe estar pone nervioso a cualquiera. Incluso sentía en las tripas unos retortijones de bajo voltaje. Hicimos un rápido recorrido por la casa y Tillie dijo que todo le parecía normal. Nada que llamara la atención. Nada que no estuviera en su sitio. Nos despedimos, ella se fue por su lado y yo me quedé un rato más para rematar bien las cosas.

El piso hacía esquina y tenía ventanas a ambos lados de la fachada. Estuve un minuto mirando la calle. No pasaba ningún vehículo. Abajo, apoyado en un coche inmóvil, había un joven con el pelo cortado como un indio mohawk. Llevaba afeitada la parte inferior de los parietales, como un condenado a muerte, y la franja de pelo restante se erguía con tieso orgullo como el seto continuo y marchito que discurre por el centro de las autopistas. Lo llevaba teñido de un matiz rosa que no veía desde que las bragas de colores habían pasado de moda. Tendría dieciséis o diecisiete años, vestía pantalones de paracaidista de color rojo subido, con la pernera remetida en unas botas de combate, y una camiseta naranja que ostentaba en la pechera una inscripción que no alcancé a descifrar desde donde me encontraba. Lo observé mientras liaba y encendía un porro.

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[1] Usher, entre otras cosas, significa «acomodador». (N. del T.)