Выбрать главу

Puse en marcha el vehículo y arranqué, decidida a abandonar el vecindario antes de que llegase la policía. Me puse a pensar intensamente. Pat y Leonard habían tenido que eliminar a Marty primero, luego se habían encargado de Elaine Boldt, tal vez porque ésta había imaginado lo que pasaba. En cualquier caso, la situación tuvo que abrir una posibilidad totalmente nueva. Habían accedido a las propiedades de Elaine y a todas sus cuentas bancarias, y se habían dedicado a saquearle el crédito mientras Leonard esperaba los seis meses que se necesitaban para liquidar los bienes de Marty. Probablemente no ascenderían a mucho, pero sumados al capital de Elaine Boldt producirían unos beneficios nada despreciables. Cuando Leonard fuese el único propietario del inmueble de Vía Madrina, lo podría vender por ciento quince mil. El solar valía más sin la casa, probablemente. En el ínterin le había bastado con hacerse el viudo desconsolado y fingir desinterés por los trámites. Así, no sólo se ganaba simpatías sino que además desviaba la atención de sus verdaderas motivaciones, que habían sido económicas desde el principio. El plan habría podido ir sobre ruedas, pero de pronto se había presentado Beverly Danziger en busca de una firma rutinaria para un documento de menor cuantía. La versión de Pat relativa a que Elaine se había marchado a Sarasota para estar con unos amigos no resistía ni el análisis más superficial por la sencilla razón de que no se podía constatar realmente el paradero de Elaine. Pero ¿cómo iba yo a demostrar todo esto? No hacía más que formular hipótesis, cometiendo errores circunstanciales sin duda, pero aun en el caso de tener la verdad en la palma de la mano, no podía ir a la policía sin contar con pruebas concretas.

Leonard, mientras tanto, me había cortado el paso poniéndome en jaque, por lo menos en lo que afectaba a la compañía de seguros. Ya no me atrevía a interrogarle otra vez y sabía que en lo sucesivo tendría que tener cuidado con las preguntas e indagaciones que hiciera. Cualquier pista que siguiese iba a considerarse ofensiva o difamatoria desde su punto de vista. ¿En qué ratonera me había metido? Porque o Leonard Grice y Pat Usher detenían en seco mis investigaciones, o el plan entero les estallaría en la cara.

Me detuve en el almacén para comprar un vidrio para la ventana y volví a mi domicilio. Tenía que encontrar el pasaporte de Elaine. Miré en las bolsas de la basura, detrás de los cojines del sofá, debajo de los muebles y en todos los rincones donde solía dejar la quincalla. No recordaba haberlo archivado ni se me había ocurrido esconderlo. Sabía que no lo había tirado, lo que significaba que tenía que estar en algún sitio. Me puse en el centro de la casa y giré trescientos sesenta grados sobre mi propio eje para supervisar todos los rincones: el escritorio, el anaquel de los libros, la mesita de servicio, el pequeño mostrador que aísla la cocina.

Fui al coche y miré en la guantera, en la cartera de los planos y mapas, debajo y detrás de los asientos, en el parasol, en el maletín, en los bolsillos de la cazadora. Mierda. Volví dentro y me puse a inspeccionar todo otra vez. ¿Dónde lo habría puesto? Tenía que estar en el despacho. Resolví probar allí después de que La Fidelidad de California cerrase y Andy Montycka se hubiese ido a casa. ¿Qué le habrían contado a éste, joder? Estaba ya que me subía por las paredes y sólo deseaba terminar antes de que se pusiera nervioso y pagara la indemnización.

Miré la hora. Pasaba un poco de la una y había quedado a las cuatro con la cerrajera. Me senté a la mesa y saqué el expediente de Elaine Boldt. Tal vez hubiera algo allí que había pasado por alto. Preparé el cebo y empecé a echar el anzuelo al azar. Había repasado aquellas notas un centenar de veces y no podía creer que saliera a la superficie nada nuevo. Volví al principio y leí todos los informes que obraban en mi poder. Clavé todas las tarjetas de fichero en el tablón de anuncios, primero por orden, luego de cualquier manera, para ver si se ponía de manifiesto alguna incongruencia. Releí todo el material de Homicidios que Jonah me había fotocopiado y miré con lupa las fotos tomadas en el escenario del crimen hasta que me supe de memoria todos los pormenores. ¿Cómo habían matado a Marty Grice? Cualquier objeto podía ser un «objeto contundente».

Había muchas cosas que me molestaban, preguntas menores que me zumbaban en el fondo del cerebro igual que una nube de mosquitos. Había empezado a creer que si Elaine estaba muerta, la habían matado al principio de todo. No tenía pruebas aún, pero sospechaba que Pat se había hecho pasar por Elaine y había representado la farsa del viaje a Florida como un ejercicio de prestidigitación, para dejar una pista falsa que hiciera creer que Elaine seguía con vida y con buena salud y que se marchaba de la ciudad, cuando en realidad ya estaba muerta. Pero si la habían matado en Santa Teresa, ¿dónde estaba el cadáver? Esconder un cadáver no es moco de pavo. Arrojadlo al mar y se hinchará y saldrá a flote. Si lo escondéis en el monte, seguro que lo encuentra cualquier practicante de footing a las seis de la mañana. ¿Qué otra cosa puede hacerse? Enterrarlo. A lo mejor estaba escondido en el sótano de los Grice. Me acordé del suelo de aquel lugar -cemento resquebrajado y tierra apisonada- y me dije: ajá, por eso no quiso Leonard que bajara el equipo de limpieza y recuperación. La primera vez que había inspeccionado la casa de los Grice me había contentado con reconocer que había tenido suerte, pero incluso entonces me había parecido excesiva para ser verdad. Puede que Leonard no quisiera que los albañiles picaran en aquellas profundidades.

También Pat Usher me producía comezón. Jonah no había podido hacer averiguaciones sobre ella en los archivos centrales de la Dirección General de Policía porque el ordenador se había desconectado. Y ahora se encontraba en Idaho, aunque a lo mejor conseguía que Spillman me hiciese la consulta, a ver qué salía. Estaba convencida de que Pat Usher era un nombre falso, pero podía aparecer como alias, en el caso de que tuviese ficha, cosa bastante improbable a estas alturas. Cogí un cuaderno de papel timbrado y escribí algunas notas. Tal vez, con un pequeño rastreo retrospectivo y sensato acababa averiguando quién era y cómo se había relacionado con Leonard Grice.

Repasé las facturas de Elaine que me había dado Tillie y fui descartando el correo comercial. Vi una cartilla de visitas de un dentista del barrio y la aparté. Elaine Boldt no conducía, y sabía que utilizaba los servicios de los establecimientos a los que podía ir andando desde su casa. Me acordé de que en el primer fajo de facturas que había visto había una del mismo dentista. John Pickett, doctor en odontología. ¿En qué otro sitio había visto yo aquel nombre? Repasé los papeles procedentes de Homicidios al tiempo que recorría las páginas con los ojos. Ajá. No me extrañó que el nombre me hubiera llamado la atención. Era el dentista que había aportado la radiografía de la boca con la que se había podido identificar a Marty Grice. Sonó un golpe en la puerta y alcé los ojos con sobresalto. Eran ya las cuatro de la tarde.

Pegué el ojo a la mirilla y abrí. La cerrajera era joven, tendría veintidós años quizá. Me dedicó una sonrisa que le puso al descubierto una preciosa dentadura inmaculada.

– Ah, hola -dijo-. Soy Becky. Es aquí, ¿no? Llamé a la puerta principal y un viejo me dijo que probablemente eras tú a quien buscaba.

– Sí, es aquí -dije-. Pasa.

Era más alta que yo, y muy delgada, llevaba desnudos los largos brazos y los téjanos azules le colgaban de las caderas estrechas. Alrededor de la cintura llevaba una cincha de carpintero de la que el martillo le colgaba igual que un revólver con funda. Llevaba muy corto el pelo rubio y un flequillo rebelde le cruzaba la frente con aire infantil. Pecas, ojos azules, pestañas claras, nada de maquillaje y desgarbada como una adolescente. Tenía el aspecto sano y envidiable de una gimnasta y olía a jabón Ivory. Eché a andar hacia el cuarto de baño.