– Eso es fácil de comprobar -dijo al instante la señora Pickett-. ¿Lo ve? Detrás de cada ficha está esta casilla que dice «enviado por», sí, fíjese, fue la señora Grice. En realidad lo hacemos por si se olvidan de pagar, para localizar al paciente.
– ¿Podría ver el expediente de Marty? -pregunté.
– No veo inconveniente alguno.
Volvió a los archivadores, cogió un pliego del cajón que ostentaba las letras G-I y me lo tendió. El nombre de Marty estaba escrito a máquina en la etiqueta de la cubierta. Abrí el expediente. Contenía tres hojas. La primera era un cuestionario médico con preguntas relativas a medicamentos, alergias y enfermedades que hubiera tenido la paciente. Marty lo había rellenado y firmado, autorizando automáticamente de aquel modo «cualquier intervención odontológica». La segunda era un historial odontológico que se interesaba por los alvéolos dentarios, las encías sangrantes, la halitosis ocasional y los dientes que se trababan o rechinaban. La tercera hoja contenía información sobre el tratamiento practicado, así como un dibujo de ambos maxilares, trazado como una proyección de Mercator y con los empastes señalados con bolígrafo. El nombre de Marty se veía con claridad en la cabecera del documento. Debajo había unas notas a mano del doctor Pickett. Una visita de rutina. La paciente se había sometido a una limpieza general. No constaba que tuviese caries. Se le habían hecho radiografías y se la había emplazado para volver en junio.
Estuve un buen rato mirando el expediente y repasando en la cabeza toda la serie de acontecimientos. Nada parecía anormal, salvo la fecha, 28 de diciembre. Me acerqué a la ventana y miré la hoja a contraluz. Me di cuenta de que esbozaba una sonrisa crispada porque sin saber cómo había tenido la certeza de que me iba a encontrar algo así. No acababa de creer que hubiese encontrado la prueba realmente. Y sin embargo, allí estaba. Habían borrado el nombre original y mecanografiado encima el de Marty. Pasé el dedo por la cabeza de la hoja y palpé el nombre de debajo como si se hubiera escrito con signos de Braille. Bajo el nombre de Marty Grice alcanzaba a percibirse el nombre de Elaine Boldt. Las últimas teselas del mosaico encajaron de pronto en el conjunto. Ahora sabía que los restos carbonizados que se habían encontrado en casa de los Grice aquella noche eran los de Elaine Boldt. Cerré los ojos. Todo se me antojó extraño de repente. Había estado siguiendo la pista de Elaine durante diez días sin darme cuenta de que ya la había visto en una foto de Homicidios, aunque inidentificable a causa de las quemaduras. Marty Grice estaba viva y yo sospechaba que ella y Pat Usher eran la misma persona. Aún quedaban detalles por ajustar, pero me había formado una idea muy clara de cómo se había perpetrado el asesinato.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, muy bien -dije con sequedad.
– ¿Aún quiere hablar con John?
– En este momento no, pero sí más adelante. Me ha ayudado usted muchísimo, señora Pickett. Gracias.
– Bueno, no sé qué habré hecho, pero de nada, de todos modos.
Le di la mano, consciente a medias de la mirada de perplejidad que me dirigió al irme. Subí al coche y estuve un rato sin saber qué haría a continuación. Dios mío, ¿qué habrían hecho para que coincidiera el contenido de ambos estómagos? Había sido una jugada muy astuta. El informe de la autopsia decía que el grupo sanguíneo era O positivo, el grupo más corriente, o sea que por este lado todo había sido más sencillo. Marty y Elaine eran de estatura parecida. Hubiera sido muy distinto si la víctima fuera una completa desconocida. Todos habían supuesto que se trataba de Marty y las radiografías no habían hecho más que confirmar la identidad. No había habido ningún motivo para pensar que la víctima fuera otra persona. Leonard y su hermana habían hablado con ella por teléfono a las nueve y Lily había dicho que Marty había tenido que colgar porque llamaban a la puerta. El telefonazo a la policía había sido un detalle decorativo, ideado para impresionar. Mike estaba en lo cierto a propósito de la hora. A las ocho y media de aquella noche había visto efectivamente un cadáver de mujer envuelto en una alfombra. Sólo que no era su tía. A Elaine habían tenido que matarla a golpes un poco antes, dejando intacta parte de la mandíbula y la dentadura con objeto de facilitar la identificación. Un sinfín de cosas encajaba de pronto. Wim Hoover había tenido que reconocer a Marty mientras ésta entraba o salía de casa de Elaine. Marty o Leonard le habían dado alcance antes de que llegara al teléfono.
Arranqué, abandoné la acera y giré a la izquierda. Fui a Jefatura y aparqué en una zona azul de quince minutos que había al otro lado de la calle. Una vez dentro, me detuve ante el mostrador de la izquierda. Detrás del mostrador estaba la puerta que daba al puesto de guardia. Un madaleno al que no había visto en mi vida pasó ante la puerta y me vio. Se detuvo.
– ¿Quiere algo?
– Busco al teniente Dolan.
– Voy a preguntar. Acabo de pasar por su despacho y allí no lo he visto.
Desapareció. Esperé dirigiendo miradas furtivas a Identificación y Archivos, que tenía a mis espaldas. No había a la vista más que una funcionaría de raza negra que escribía a máquina a velocidad pasmosa. No conseguía quitármelo de la cabeza. Las piezas encajaban de un modo clarísimo. Marty Grice había ido a Florida y se había instalado en el piso de Elaine. No era difícil adivinar lo que había hecho. Perder kilos. Teñirse el pelo y cambiar de peinado. Habría sido distinto si hubiera tenido que ocultarse; pero allí no la conocía ni Dios. Ya con los dineros de Elaine a su disposición, sin duda se había dedicado a empingorotarse. Rememoré el encuentro que había tenido con ella: la cara hinchada y con moraduras, la tirita que le cubría la nariz. No había sufrido ningún accidente de tráfico. Se había hecho la cirugía plástica, una cara nueva para una nueva identidad. Ella misma me había dicho que se había «retirado» y que no pensaba volver a trabajar en su vida. Ella y Leonard habían tenido una mala época y hete aquí que entra en escena Elaine Boldt, con montones de dinero para fundir y una manifiesta inclinación al lujo. Cómo debió de hervir la sangre de Marty al verla. La sed de justicia se había traducido en crimen, al tiempo que el robo de todos los bienes de la difunta garantizaba a los asesinos una pensión para toda la vida. Lo único que tenía que hacer Marty a partir de aquel momento era esperar a que Leonard se viese libre de toda traba; entonces se reunirían. Era un caso para Dolan. Si aparecía el arma homicida, tendría pruebas suficientes para entrar en acción. Por el momento sólo le podía contar lo ocurrido. No me parecía prudente guardarme la información. Volvió el madaleno.
– Se ha ido y no volverá en todo el día. Si puedo ayudarla…
– ¿Se ha ido? -dije. Contuve los versitos de amor que suelo murmurar en estos casos, mientras por dentro vociferaba «¡Mierda, mierda!»-. Volveré mañana a primera hora.
– Estupendo. ¿Quiere que le dé algún recado?
Saqué una de mis tarjetas y se la di.
– Dígale solamente que volveré mañana para contárselo todo.
– De acuerdo -dijo.
Volví al coche y arranqué. Creía saber dónde estaba el arma homicida, pero antes quería hablar con Lily Howe. Si esta mujer había adivinado lo que sucedía, estaba en peligro. Miré la hora. Las seis y cuarto. Vi un teléfono público en una gasolinera y me detuve. El miedo había empezado a acelerarme el corazón. No quería que Mike se metiera en la boca del lobo. Si se había dado cuenta de que su tía estaba viva, también él tendría problemas. Todos íbamos a tenerlos, hostia. Las manos me temblaban mientras pasaba las hojas de la guía telefónica en busca de los Grice restantes. Encontré a un tal Horace Grice, domiciliado en Anaconda, y que no parecía mala alternativa; tuve que rebuscar en el fondo del bolso para reunir veinte centavos. Marqué el número y contuve la respiración mientras el aparato sonaba una vez, dos veces, cuatro, seis. Colgué a los doce timbrazos. Arranqué la página del listín y me la guardé en el bolso, con la esperanza de tener otra oportunidad para llamar.