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Me colé en la cocina y cerré la ventana. El suelo estaba alfombrado de vidrios rotos que crujieron en cuando di unos pasos. El haz de la linterna iluminó puertas ennegrecidas, paredes tiznadas de hollín, el pasillo en sombras. Contuve la respiración, agucé el oído. El silencio era uniforme y unidimensional. La electricidad estaba cortada y eché en falta el zumbido suave de los electrodomésticos. No había frigorífico, ni cocina eléctrica, ni reloj de pared, ni siquiera un calentador de agua que chisporrotease en la estancia contigua. Pensé en la expresión «silencio sepulcral», pero la deseché en el acto.

Seguí avanzando y di un respingo cuando oí crujir un trozo de cristal. ¿Habría alguien arriba? Iluminé el techo con la linterna, medio esperando ver un reguero de huellas en relieve. La imaginación tiene reflejos primitivos, casi de película de dibujos animados, como cualquier niño atestiguaría. Volví a ponerme en movimiento. Había algo de luz al fondo, una claridad procedente de la casa de al lado. Me detuve junto a la ventana desde la que se veía la sala de estar de los vecinos. El señor Snyder veía la televisión y las imágenes parpadeaban en silencio. La otra ventana de aquel costado de la casa era un tragaluz que había en la cocina, cerca de la parte trasera. Pensaba que sabía ya la causa del martilleo que May Snyder había oído aquella noche y quería comprobarlo. Oteé el dormitorio de la mujer, pero estaba ya a oscuras. Me pregunté si la vejez consistiría en aquello, en dormir cada vez más horas hasta que llega el día en que ya no vale la pena despertar.

Pasé los dedos por el marco de la ventana e iluminé con la linterna la pintura blanca levantada, arrugada y apergaminada por el fuego, como un pellejo marchito y sin vida. Vi el punto por donde se había levantado la madera, vi el punto por donde había vuelto a clavarse: pum, pum, pum. Apoyé la linterna en el alféizar. Tardé unos minutos en colocarla de modo que pudiese ver lo que hacía con ambas manos libres. Introduje el extremo curvo de la palanqueta en la ranura del marco de la ventana y cedió con un crujido tan ruidoso y ensordecedor que el corazón me dio un vuelco. Pensaba que a Elaine la habían matado con un contrapeso de la guillotina y que, acabada la operación, lo habían restituido y habían vuelto a clavar al marco. Se me había ocurrido en un chispazo intuitivo al ver cómo golpeaba la ventana de mi cuarto de baño contra el jambaje.

Era ingenioso. A Marty tuvo que gustarle el sentido de orden casero que entrañaba. Si la casa se hubiera incendiado totalmente aquella noche, ¿quién lo habría descubierto? Las excavadoras habrían derribado los restos del edificio, los hubieran cargado en camiones de caja abatible y éstos los hubieran depositado en los basureros municipales. Pero incluso con la casa en el estado actual, ¿quién iba a descubrirlo? En cierto modo se comportaba como una idiota imprudente por querer recoger el arma homicida. ¿Por qué no la dejaba donde estaba? Sin duda se había puesto nerviosa, había sido presa del pánico y quería atar todos los cabos sueltos para sentirse a salvo dondequiera que estuviese. Podían detenerla, pero ¿qué podía demostrarse? En el arma homicida estarían sin duda sus huellas. Incluso era posible que aún pudiesen detectarse en ella cabellos de Elaine, fragmentos de hueso, partículas microscópicas de carne. Me pregunté qué pensaría hacer con aquel objeto siniestro. Enterrarlo en algún lugar, probablemente, arrojarlo al agua desde cualquier muelle.

Metí un destornillador grueso en la estrecha rendija que había entre el marco y el madero que lo sujetaba. Pensé que las distintas partes y secciones de un ventana tenían que tener designación específica, pero ignoraba los nombres. Yo me limitaba a imitar el arte de mi cerrajera Becky. El resultado iba a ser el mismo. Desmonté el marco y quedaron al descubierto los dos juegos de contrapesos, la correa que los movilizaba y las poleas que regulaban la subida y bajada de la guillotina. Los puse bien a la vista, guardándome de tocar nada. Mierda, allí no iba a verse ni una sola huella. El metal estaba cubierto por una fina película de serrín y suciedad. La humedad había generado tanta herrumbre que cualquier huella latente se habría borrado ya. Que hubieran transcurrido seis meses no mejoraba las cosas. Los restos de sangre seca se podían ver a través del microscopio, pero ignoraba qué más podía descubrirse. Recorrí la guillotina con el haz luminoso de la linterna. Enganchados en un nudo de color marrón oscuro vi brillar unos cabellos rubios. Hice una mueca de asco.

Puse un plástico alrededor y lo pegué con cinta adhesiva. Abrí la hoja de la navaja multiuso que había cogido y corté las correas, haciendo chocar los contrapesos sin querer al meterlos en una bolsa de plástico. El teniente Dolan y sus expertos en huellas habrían apretado los puños si me hubieran visto tratar de aquel modo las pruebas, pero no tenía elección. Metí la navaja multiuso en la bolsa de plástico, junto con el resto de las herramientas, haciendo crujir la bolsa con cada movimiento; por eso no oí a Leonard y Marty hasta que los tuve en la puerta trasera.

Capítulo 26

La llave se introdujo en la cerradura y sentí un trallazo en la cabeza. El miedo se apoderó de mí como una descarga eléctrica y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que noté las palpitaciones en el cuello. Mi única ventaja consistía en que yo sabía que ellos estaban allí, mientras que ellos ignoraban mi presencia.

Cogí la linterna y me coloqué bajo el brazo los contrapesos envueltos en plástico. Me puse en movimiento y a calcular mis posibilidades con un cerebro que sentía lento y enfriado, como sumergido en agua helada. Me tentaba la idea de subir al piso de arriba, pero contuve el impulso. No había allí ningún escondrijo ni medio de acceder al tejado.

Me dirigí hacia la izquierda, hacia la cocina, con los oídos aguzados al máximo. Capté retazos de una conversación en voz baja. Al parecer trataban de orientarse encendiendo una linterna a intervalos. Si Marty no había estado en la casa desde la noche del incendio, puede que estuviera reaccionando ante el espectáculo, asqueada momentáneamente, como yo, al ver aquellas ruinas carbonizadas. No lo sabían aún, pero no tardarían en saberlo. En cuanto vieran la ventana se pondrían a buscarme.

La puerta del sótano estaba entornada, dibujando una raya negra en sentido vertical que destacaba entre las tinieblas del pasillo. Encendí y apagué la linterna en una fracción de segundo, me colé por la abertura y bajé lo más aprisa que pude sin hacer ruido. Sabía que las puertas oblicuas que daban a un lado del patio estaban cerradas con candado, pero por lo menos allí abajo encontraría algún sitio donde esconderme. Eso esperaba.

Seguí bajando y me detuve al pie de las escaleras para orientarme. Oí arriba el roce, el crujido de pasos. Me encontraba en un lugar más oscuro que la boca de un túnel. Me daba la sensación de que las tinieblas se me pegaban a los ojos como un antifaz grueso y negro que ninguna luz pudiera traspasar. Tuve que arriesgarme a encender otra vez la linterna. Aunque llevaba allí muy poco tiempo, el resplandor me deslumbre y tuve que volver la cabeza para protegerme los ojos. Parpadeé para acostumbrarlos a la luz. Dios mío, ¿cómo iba a salir de aquélla?

Hice una inspección rápida, trazando con la linterna una circunferencia completa. Tenía que ocultar los contrapesos y no contaba con mucho tiempo. Puede que me sorprendieran, pero no quería que cogieran el arma homicida, objetivo concreto de su presencia en la casa. Me acerqué a la estufa, voluminosa y apagada, y con un aspecto tan amenazador como un tanque. Abrí la portezuela y metí los contrapesos, encajándolos entre la pared exterior y la caja de los quemadores del gas. Los goznes chirriaron al cerrar la portezuela.