Me quedé helada y alcé los ojos automáticamente, como si pudiera calcular con la vista hasta dónde había llegado el ruido.
Silencio arriba. Tenían que estar ya en el vestíbulo, tenían que haber visto ya lo que había hecho en la ventana. Estarían escuchando por si me oían, del mismo modo que yo estaba atenta a lo que ellos hicieran. En la oscuridad de una casa antigua como aquélla, el ruido puede ser tan engañoso como la voz de un ventrílocuo.
Busqué a toda prisa un lugar donde esconderme. Los recodos y rincones que veía eran demasiado pequeños, demasiado superficiales para que me sirvieran. Oí crujir una viga del techo. No tardarían mucho ya. Ellos eran dos. Se separarían. Uno iría al piso de arriba, el otro bajaría al sótano.
Fui hacia la izquierda, avanzando de puntillas hasta los escasos peldaños de cemento que desembocaban en el mundo exterior. Me agaché, subí arrastrándome y me agazapé en el espacio angosto del final. Quedé con la espalda pegada a las puertas de madera, las piernas encogidas. Puesto que habían cortado la luz general de la casa, tendrían que buscarme con la linterna y cabía la posibilidad de que no me vieran. Esperaba que fuera difícil localizarme allí hecha un ovillo, pero no podía estar segura.
Mientras tanto, lo único que me separaba de la libertad era aquella superficie oblicua de madera que tenía a la espalda. Percibía el aroma del aire húmedo de la noche que se filtraba por las grietas. La dulce fragancia de los jazmines plantados junto a la casa se mezclaba desagradablemente con la fetidez del hollín y la pintura podrida. El corazón me retumbaba en el pecho, la ansiedad me atenazaba con tal fuerza que los pulmones me dolían. Empuñé la linterna como si fuera una porra y reduje la respiración a un hálito mínimo.
Empezó a molestarme un bulto que se me clavaba en el muslo. Eran las llaves del coche. Cambié de punto de apoyo y estiré la pierna derecha con cuidado, temerosa de que la bamba rozara el arenoso cemento del peldaño. Dejé la linterna con la misma precaución en el escalón inferior y saqué las llaves poco a poco, apretando con fuerza el manojo para evitar que tintineasen. Inserto en el llavero había un disco metálico de adorno, del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, pero sin reborde, y, de todo lo que tenía al alcance de la mano en aquel lugar, era lo que más se parecía a una herramienta. Pensé con añoranza en la navaja multiuso, en la palanqueta y el martillo metidos en la bolsa de plástico y escondidos en la estufa con los contrapesos.
Palpé con la izquierda la puerta que tenía encima, en busca de las bisagras. La que encontré tenía forma de ala de avión, era plana y tendría unos quince centímetros de longitud. Los tornillos sobresalían de manera irregular, los unos se habían aflojado con el tiempo y los otros se habían caído. Quise utilizar el borde del disco a modo de destornillador, pero la cabeza de los tornillos estaba cubierta de pintura y la muesca que quedaba era demasiado superficial para hacer palanca. Me erguí y empujé hacia arriba. Noté que cedía un poco. Animada por la posibilidad, repasé las llaves y elegí la del Cucaracha, que era más larga que las restantes. La introduje entre la chapa metálica del gozne y la madera e hice presión. Oí un leve chirrido metálico. Si aflojaba un poco la bisagra, tal vez pudiera abrir la puerta a fuerza de empujar. Puse manos a la obra, apretando los labios con tesón para no jadear a causa del esfuerzo.
Me detuve. Lo único que oía era mi respiración, que, con los forcejeos por soltar la bisagra, se había vuelto fatigosa. La madera era de pino, vieja, podrida y blanda. Volví a cambiar de punto de apoyo para ver si conseguía disponer de más espacio para moverme. Crujió la puerta del sótano.
Oí el roce de un zapato en las escaleras.
Oí entonces un jadeo y supe quién lo producía. Giré la cabeza a la derecha, muy despacio. Distinguí el resplandor amarillento de una linterna, de esos cacharrazos del tamaño de una fiambrera y que emiten un haz luminoso semejante al de un faro. Pero tenía las pilas casi agotadas porque la luz que daba era muy tenue. Pese a ello, reconocí a la mujer que había conocido en Florida. Pat Usher… Marty Grice. No tenía buen aspecto. El pelo rojizo parecía no tener vida, sus ojos eran dos agujeros profundos y los pómulos se le pronunciaban excesivamente a causa de la posición de la linterna. Enfocó la pared del fondo. Contuve el aliento mientras me preguntaba si habría alguna posibilidad, por remota que fuese, de que no viera mi escondrijo. Desapareció por unos momentos de mi campo visual.
No me atreví a moverme. Los huesos me dolían a causa de la tensión. Noté que las piernas empezaban a temblarme con esas sacudidas ingobernables que suelen provocar la tensión, los calambres y la necesidad de movimiento. Era el impulso de huir pero al revés, hacia dentro, con el cuerpo inmovilizado y sin ningún alivio ni desahogo en perspectiva.
El haz luminoso giró despacio hacia mí, enfocando todo lo que encontraba a su paso, objeto tras objeto. Iban a descubrirme de un momento a otro e hice lo único que podía hacer. Me lancé hacia lo alto igual que una ballena que emerge a la superficie y empujé las puertas cerradas con tal fuerza que a punto estuvieron de saltar por los aires. Pero no tenía apoyo suficiente y aquella mujer corría demasiado. Me puse en tensión y volví a empujar.
Ella debió de cruzar el sótano como una exhalación. El movimiento ascendente me puso casi en pie y las puertas se elevaron entre crujidos. Resbalé en aquel punto y me di de cabeza contra el peldaño de cemento. El haz luminoso acababa de hacerse a un lado y ahora enfocaba la pared con una luz tan ineficaz como la pantalla de un televisor cuando se han acabado las emisiones. Pero en la densa oscuridad del sótano bastaba para ponerme en desventaja.
Me moví de lado y traté de incorporarme. Se lanzó sobre mí, sujetándose a mis ropas y rodeándome la cabeza con los brazos. Retrocedí, perdí el equilibrio y caí con ella encima. Quise desembarazarme de mi agresora empujándola de costado, rodando por las escaleras y golpeándola contra los escalones. Pero me sujetaba como un pulpo, con tentáculos, ventosas y una boca devoradora. Empezaba a sentirme vencida. Quise clavarle un codo, pero no tenía fuerza suficiente para hacerle daño. Alcé una mano, la cogí del pelo y tiré hacia delante con tanta brusquedad que, arrastrada por su propio peso, aterrizó sobre el hormigón con un gruñido.
Me pareció, alertada por un ruido agudo, que empuñaba algo, pero no tuve tiempo de agacharme. Oí un golpe sordo y nauseabundo. Se había lanzado sobre mí con lo que me pareció el mango de un hacha y me había golpeado con tanta fuerza que no noté ningún dolor al principio. Fue como el intervalo que discurre entre el relámpago y el trueno y me pregunté si se podría calcular la intensidad del dolor por los segundos que tardaba en manifestarse en el desprevenido cerebro. El mango del hacha volvió a abatirse sobre mí, pero esta vez levanté una mano para protegerme la cara y recibí el impacto en el antebrazo. Ni siquiera relacioné el ruido crujiente que oí con el dolor que me sacudió el esqueleto entero. Se me abrió la boca, pero de ella no brotó grito alguno.
Volvió a la carga, los ojos brillantes, la boca crispada por lo que los locos considerarían una sonrisa. Me agaché y esta vez paré el golpe con el hombro. Fue como si me pusieran una plancha al rojo en el costado. Los dedos se me cerraron alrededor del pasamanos. Me sujeté a las escaleras con desesperación. Una nube cegadora me reducía la visión a un punto y supe que cuando se cerrase aquel agujero estaría muerta. Tragué aire a bocanadas y sacudí la cabeza, comprobando con alivio que la oscuridad retrocedía.
Alcé el puño derecho. Me impulsé con un grito y lo descargué con las últimas fuerzas que me quedaban. Di en el blanco y el impacto hizo que el brazo entero me vibrara. Sentí que entre mis nudillos magullados y su cara corría un flujo de dolor y oí que dejaba escapar una queja que me satisfizo. Retrocedió, me lancé sobre ella y le hice una llave con el brazo alrededor del cuello. La giré de costado para derribarla y al mismo tiempo me eché hacia atrás para que no pudiese apoyar los pies. Quedó colgada de su propio peso. Estreché el abrazo para afianzar la presa con que le atenazaba el cuello. Oí una especie de taponazo y durante un segundo creí que le había roto las vértebras. Se desplomó como un saco de patatas. Solté la presa para no caer encima. La miré con la mente en blanco y a continuación levanté la vista. Leonard estaba ante mí, empuñaba una 22 y me apuntaba con ella. Marty emitió un quejido.