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– Me has dado a mí, idiota -murmuró con voz ronca.

La mirada de Leonard se posó en ella con estupefacción.

Retrocedí. La bala le había dado en el costado; no era una herida mortal, pero por lo menos le había dado una pequeña lección. Marty estaba ahora de rodillas, con los brazos apretados contra el tórax. Le hacía daño y emitía gemidos breves de protesta y dolor.

Yo estaba sin aliento, y tragaba todo el aire que me cabía en los pulmones, pero sentía con todo la extraña exaltación del triunfo. Había estado a punto de matarla. Unos segundos más y habría convertido en cadáver aquel cuerpo vivo. Leonard no sabía disparar y le había dado a ella, echándolo todo a rodar, pero había sido yo quien había ganado. Iba a romper a reír cuando advertí su expresión.

El júbilo que me inundara durante unos minutos desapareció como por ensalmo y comprendí que volvía a estar en un aprieto. Estaba de pie igual que una estatua. En algún momento había recibido un puñetazo en la boca y notaba el sabor de la sangre. Tanteé con la lengua por si me faltaba algún diente, pero comprobé que tenía la dentadura intacta. No era momento para preocuparse por los posibles chichones, pero eso fue lo que hice.

Trataba de concentrarme, pero me resultaba muy difícil. Tenía unas ganas locas de tumbarme en el suelo junto a Marty, de resoplar como un animal herido que busca la forma de huir arrastrándose para esconderse. No tardaría en ocuparme de Leonard. Ya había transcurrido demasiado tiempo y sabía que estaba perdiendo terreno.

Me miraba con ojos inexpresivos. De todos modos no sabía cómo interpretar su actitud.

– Venga, Leonard. Ya está bien.

No respondió. Me esforzaba por emplear un tono coloquial, como si me pasara parte del día hablando con tipos que querían matarme.

– Estoy cansada y se hace tarde. Vámonos. Marty necesita ayuda.

Mal dicho. Marty pareció recuperarse y se le quedó mirando. Ya no representaba amenaza alguna, pero Leonard titubeaba al borde del abismo, paladeando tal vez, como yo había hecho, la sensación extraña e insólita que produce el trato directo con la muerte.

– Mata a esa puta -murmuró Marty-. ¡Mátala!

Saqué fuerzas de flaqueza y concentré hasta el último gramo de fortaleza que me quedaba. Apretó el gatillo en el momento en que yo saltaba hacia delante, arrastrada por mi propio ímpetu. «¡No!», grité y le di en la rodilla con tanta fuerza que oí un ruido crujiente.

Se desplomó y empezó a quejarse con curiosa musicalidad. La pistola había resbalado en el suelo. Creí que Marty iría en pos de ella, pero se quedó contemplándola mientras yo me agachaba para cogerla. Saqué el cargador y lo miré. Contenía aún cuatro cartuchos. Volví a meterlo, comprobé que el seguro estaba quitado y levanté el arma para tener a los dos a tiro. Leonard se había sentado en el suelo y se mecía. Me miró con furia pasajera.

Estiré el brazo y le apunté a la cara.

– Le mataré si se mueve, Leonard. Últimamente he practicado mucho y soy capaz de abrirle un agujero entre los ojos.

Marty se echó a llorar. Fue un ruido extraño, como el que produciría un niño con dolor de barriga. Leonard se le acercó y la rodeó protectoramente con un brazo.

Yo también deseé que hubiera alguien allí para consolarme. El brazo izquierdo me colgaba igual que una tabla a la que le faltase un perno. Me lo miré y vi que por la manga me corría la sangre que manaba de un agujero del tamaño de un guisante. El muy capullo me ha disparado, pensé aturdida. Sujeté el arma con firmeza con la mano sana y me puse a pedir ayuda a gritos. Fue May Snyder quien al final me oyó y avisó a la policía.

Hace dos días que estoy en el hospital con el brazo izquierdo enyesado. Esta tarde vendrá un ortopédico para mirar las radiografías y decirme qué ejercicios de rehabilitación necesitaré cuando salga. He hablado por teléfono con Julia Ochsner y me ha invitado a pasar el período de recuperación en su casa de Florida. Me garantiza sol y descanso, pero sospecho que lo que quiere es que yo sea el cuarto miembro de sus partidas de bridge.

Mis honorarios ascienden a 1.987,50, pero me ha dicho que no me dará un céntimo hasta que me presente en su casa. Hay que estar al loro con estas ancianitas, son muy duras de pelar, cosa que no me atrevo a decir de mí misma. Me duelen todos los músculos y huesos habidos y por haber. Me miro en el espejo y veo una cara desconocida: boca hinchada, mejillas llenas de moraduras, el puente de la nariz medio aplastado.

Siento también un dolor de otra naturaleza, aunque no sé de qué se compone. Estoy a punto de cerrar este expediente, pero la historia no ha terminado aún. Habrá que esperar, a ver qué deciden los tribunales; he aprendido a ser cautelosa en este sentido. Mientras tanto, miro las palmeras por la ventana y me pregunto cuántas veces bailaré con la muerte antes de que la orquesta recoja los instrumentos y se vaya a casa.

«Atentamente,

Kinsey Millhone»

Sue Grafton

Sue Grafton nació en Louisville, Kentucky, en 1940. Es licenciada en literatura inglesa y ha trabajado como guionista de televisión en Hollywood. En 1962 se desplazó a California y empezó a escribir su primera novela Keziah Dane. Posteriormente trabajó en Hollywood como guionista y adaptadora de películas y series, hasta finales de los setenta cuando decidió volver a la novela.

Le llevó cinco años concebir la idea del personaje de Kinsey Millhone y la de desarrollar sus aventuras detectivescas e intimas en una serie alfabética. El primero A de adulterio fue ganador del Mysterious Stranger Award 1982- 1983. A Sue Grafton se le ocurrió la idea de este libro cuando, al divorciarse y tener que luchar por la custodia de un hijo, sintió el deseo de acabar con su marido. «En vez de pasarme la vida en la cárcel, pensé en algo mucho mejor: matarlo en un libro y además recibir dinero por ello…».

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