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– ¿Y cómo la localizó? Según me han dicho, venía a Florida cuando se le ocurría, sin avisar.

Pareció confusa durante un segundo, pero recuperó la compostura.

– Pues sí, es verdad. Me llamó desde el aeropuerto de Miami y pasó a buscarme de camino.

– ¿En un coche alquilado?

– Sí. En un Oldsmobile Cutlass. Blanco.

– ¿Cuánto tiempo se quedó?

Volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. Mucho no. Un par de días, quizá.

– ¿Parecía nerviosa o alterada?

Al oír aquello se puso un poco intransigente.

– Un momento. ¿Qué anda buscando? Si conociera sus intenciones, a lo mejor se me ocurriría algo.

– Es que no estoy segura -dije con amabilidad-. Estoy todavía tanteando y esforzándome por adivinar qué es lo que ocurre. Los que la conocen en Santa Teresa opinan que es insólito que haya desaparecido sin avisar.

– Pues a mí me avisó. Ya se lo he dicho. ¿Qué pasa? ¿La consideran acaso una niña que tiene que llamar a casa continuamente para decir dónde está y a qué hora va a volver? ¿Cuál es el problema?

– No hay ningún problema. Su hermana quiere localizarla. Ahí acaba la cosa.

– Muy bien. Mire, de vez en cuando me pongo algo quisquillosa. He estado sometida a mucha tensión y no quiero desahogarme con usted. Elaine llamará en cualquier momento y yo le daré su nombre y su teléfono, ¿le parece bien?

– Me parece genial. Se lo agradezco mucho.

Le di la mano y me la estrechó con rapidez. Tenía los dedos secos y fríos.

– Ha sido un placer hablar con usted -dije.

– Lo mismo digo -replicó.

Titubeé y me volví para mirarla.

– Si se traslada a un motel, ¿qué hará Elaine para localizarla?

Volvió a esbozar la sonrisa de afectación, pero con un brillo distinto en los ojos.

– ¿Le parece bien que le deje una dirección a Makowski, el cordial administrador que vive en la planta baja? Así también usted podrá localizarme. ¿Le basta la sutil maniobra?

– Supongo que sí. Muchas gracias.

Capítulo 4

Anduve hacia las escaleras. Notaba sus ojos clavados en mi espalda, luego oí que cerraba la puerta. Bajé a pie hasta el aparcamiento, cogí el coche y me alejé. Tenía ganas de hablar con la señora Ochsner, la del piso contiguo, pero me dije que era mejor esperar. Había algo en Pat Usher que no acababa de convencerme. Y no sólo porque parte de lo que había dicho se me antojara falso. Soy una embustera nata y sé cómo se elaboran las mentiras. Hay que ceñirse a la verdad cuanto se pueda. Se finge que se da voluntariamente cierta información, pero se eligen cuidadosamente los detalles para que impresionen. Lo malo de Pat era que volaba demasiado alto y se había puesto a añadir detalles cuando habría tenido que tener la boca cerrada. Aquello de que Elaine había pasado por Fort Lauderdale para recogerla con un Cutlass blanco alquilado era una bola como una catedral. Elaine no sabía conducir. Me lo había dicho Tillie. Por el momento ignoraba por qué Pat había mentido al respecto, pero tenía que haber un motivo. Lo que en el fondo no me convencía era su falta de clase y me chocaba mucho que Elaine Boldt hubiera hecho amistad con ella. Por lo que me habían contado Tillie y Beverly, Elaine era un poco esnob, y Pat Usher no me parecía lo bastante sofisticada para darme por satisfecha.

Vi un drugstore a media manzana de distancia y compré dos fajos de tarjetas de fichero para las notas que tuviese que tomar; a continuación llamé por teléfono a la señora Ochsner, la del 317.

– ¿Diga?

Me identifiqué y dije dónde me encontraba.

– He estado ahí hace nada para hablar con Pat Usher, pero no quiero que sepa que también quiero hablar con usted. ¿Se le ocurre alguna forma de encontrarnos?

– Ay, qué gracia -dijo la señora Ochsner-. Espere que piense. Podría bajar con el ascensor hasta la lavandería. Está al lado mismo del aparcamiento y podría pasar a recogerme.

– De acuerdo -dije-. Estaré ahí dentro de diez minutos.

– Que sean quince. Soy más lenta de lo que imagina.

La mujer a quien ayudé a instalarse en el asiento delantero del coche había salido cojeando de la lavandería y con un bastón en la mano. Era pequeñita, con una dignísima joroba del tamaño de una mochila y una pelambrera blanqui-amarillenta que le erizaba el cráneo igual que la pelusa del diente de león. Tenía la cara tan fofa y arrugada como una manzana al horno, y la artritis le había deformado las manos de un modo grotesco, habilitándoselas para proyectar sombras de perros y patos en las paredes. Vestía una saya doméstica que parecía colgarle del esqueleto y llevaba tobilleras alrededor de las espinillas. Llevaba un par de prendas dobladas en el brazo izquierdo.

– Tengo que dejarlas en la tintorería -dijo-. Podría entregarlas usted misma, si me hace el favor. También quisiera pasar por el mercado. Me he quedado sin cereales y sin leche. -Hablaba con energía, la voz le temblaba pero había emoción en ella.

Di la vuelta al coche y me senté al volante. Lo puse en marcha mientras miraba hacia el segundo piso para cerciorarme de que Pat Usher no nos estaba espiando. Arranqué. La señora Ochsner me miró con ansiedad.

– Por teléfono me pareció usted una persona totalmente distinta -dijo-. Pensé que sería rubia y con ojos azules. ¿Cómo los tiene? ¿Grises?

– Avellana -dije. Me bajé las gafas de sol para que pudiera verlos por sí misma-. ¿Dónde está la tintorería?

– Al lado mismo del drugstore desde donde me telefoneó. ¿Cómo se llama su corte de pelo?

Me miré por el espejo retrovisor.

– No creo que tenga nombre. Me lo corto yo misma cada seis semanas con unas tijeras para las uñas. Lo llevo corto porque no me gusta sobármelo. ¿Por qué? ¿Le parece mal?

– Aún no lo sé. Tal vez le siente bien, pero no la conozco a usted lo suficiente. ¿Qué me dice de mí? ¿Se figuró que era como soy?

Le eché un vistazo.

– Por teléfono me pareció una persona supermarchosa.

– Lo era cuando tenía su edad. Ahora debo ser prudente para que no me tomen por una cascarrabias, como a Ida. Mis mejores amigas han muerto y ahora tengo que soportar a toda una colección de carcamales. ¿Tiene suerte con el asunto de Elaine?

– No mucha. Pat Usher dice que estuvo en Boca un par de días y que volvió a marcharse.

– No es verdad.

– ¿Está segura?

– Desde luego. Siempre da unos golpecitos en la pared al llegar. Es una especie de señal; viene haciéndolo desde hace años. Entonces aparece por casa antes de que pase una hora y lo prepara todo para jugar al bridge; sabe que para nosotras tiene mucha importancia.

Aparqué delante de la tintorería y cogí las dos prendas que la señora Ochsner había dejado en el asiento.

– Vuelvo en seguida -dije.

Hice los dos encargos mientras la señora Ochsner esperaba, luego nos quedamos sentadas dentro del coche y hablamos. Le conté la charla que había tenido con Pat Usher.

– ¿Qué opinión le merece? -pregunté.

– Es demasiado agresiva -dijo-. Al principio quiso hacerse amiga mía. Yo salgo a la terraza de vez en cuando, para tomar el sol, y se ponía a hablar conmigo. Tenía siempre ese olor a hollín que se coge cuando se fuma mucho.

– ¿De qué hablaban?

– De ningún tema culto, puedo asegurárselo. Ella casi siempre hablaba de comidas, aunque nunca le vi llevarse nada a la boca, salvo cigarrillos y Fresca. Tomaba refrescos sin parar y dale que te pego a esa boca que tiene, todo el rato. Muy pendiente de sí misma. Creo que nunca preguntó nada sobre mí. Le resultaba inconcebible. Yo me aburría como una ostra, como es lógico, y empecé a evitarla siempre que podía. Ahora me trata con descortesía porque sabe que no la acepto. Las personas inseguras tienen una sensibilidad especial para todo lo que les corrobora la pobre opinión que tienen de sí mismas.