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– Hace un par de días opinaba usted de otro modo -dije.

– Puede que estuviera equivocada -dijo-. No nos preocupemos de eso ahora, ¿quiere? Ya la llamaré si quiero que continúe usted con el caso. Envíeme mientras el informe y la factura. Tendré que consultar con mi marido lo que conviene hacer a continuación.

– Muy bien -dije, todavía perpleja-, pero le mentiría si le dijera que no estoy preocupada.

– Pues no lo esté -dijo y en mi oído sonó el chasquido de la comunicación interrumpida.

Me quedé mirando el auricular. ¿Qué pasaba aquí? Era innegable el nerviosismo de aquella mujer, pero no podía hacer caso omiso de sus indicaciones. No me había despedido formalmente, pero me había puesto en la reserva y, en el plano técnico, no podía continuar si ella no me autorizaba.

Volví a mis fichas a regañadientes y mecanografié un informe. Me habían cortado las alas por tiempo indefinido, pero no estaba dispuesta a renunciar. Archivé la copia y metí el original en un sobre dirigido a Beverly, junto con la minuta de mis gastos hasta el momento. Aparte de los 650 dólares que me había anticipado, me había autorizado a gastar otros 250 para que el total «no excediera el millar de dólares sin aviso previo», lo cual no pasaba de ser la típica palabrería de los contratos porque ya habíamos llegado al límite. Sumando el pasaje de avión, el coche alquilado, las conferencias y unas treinta horas de trabajo, el total ascendía a 996 dólares con algunos céntimos. Beverly me debía pues 246. Sospechaba que liquidaría la cuenta y se lavaría las manos. En mi opinión, se había divertido un rato contratando a una detective para crear problemas a Elaine, que la había fastidiado no firmando el documento cuando se lo había pedido. Pero de pronto se había dado cuenta de que había puesto al descubierto un avispero.

Cerré el despacho y, camino de casa, eché el informe en un buzón. Elaine Boldt seguía en paradero desconocido y el asunto no acababa de gustarme.

Capítulo 5

A las dos y ocho minutos de la madrugada sonó el teléfono. Descolgué automáticamente, con la mente en blanco a causa del sueño.

– Kinsey Millhone. -Se trataba de un hombre y hablaba con indiferencia, como si hubiese consultado al azar la guía telefónica. Intuí que era policía, no sé por qué. Todos hablan igual.

– Sí, yo soy. ¿Quién llama?

– Señorita Millhone, soy Benedict, agente de servicio de la policía de Santa Teresa. Acaban de avisarnos de que ha habido un 594 en Vía Madrina, número 2.097, primera puerta, y una señora que se llama Tillie Ahlberg no deja de preguntar por usted. ¿Podría echarnos una mano? Está con ella una de nuestras agentes, pero quiere verla a usted, y le agradeceríamos su cooperación.

Me incorporé apoyándome en un codo mientras se me calentaba un puñado de neuronas.

– ¿Qué es un 594? -dije-. ¿Daños intencionados?

– Sí, señora.

Estaba claro que el agente de servicio Benedict no quería arriesgarse a dar demasiados detalles.

– ¿Tillie está bien? -pregunté.

– Sí, señora. Está ilesa, pero trastornada. No queremos molestarla, pero el teniente nos ha autorizado a llamarla.

– Estaré ahí dentro de cinco minutos -dije y colgué.

Aparté el edredón, cogí los téjanos y el suéter y me puse las botas sin levantarme siquiera del sofá. Suelo dormir desnuda con el edredón porque es mucho más sencillo que abrir el sofá cama. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, me mojé la cara, me ordené las mechas indómitas con los dedos mientras cogía las llaves y salí en busca del coche. Por entonces ya estaba totalmente despejada y me preguntaba por aquel 594 de que había hablado el agente. Era evidente que Tillie Ahlberg no era la autora del delito, de lo contrario habría pedido un abogado.

La noche era fría, la niebla había avanzado desde la playa hasta invadir media ciudad y las calles vacías estaban cubiertas por una bruma tenue. Los semáforos cambiaban puntualmente del rojo al verde y del verde al rojo, aunque no había tráfico y me los saltaba siempre que podía. Había una lechera delante del número 2.097 y estaban encendidas todas las luces del piso que tenía Tillie en la planta baja, aunque por lo demás todo parecía estar en orden; no había luces rojas dando vueltas ni vecinos concentrados en la acera. Me anuncié por el interfono y me abrieron. Crucé la puerta, dejando el ascensor a mi derecha, y avancé aprisa por el pasillo hasta el final, donde se encontraba el piso de Tillie. Había gente en bata y pijama ante la puerta, y un agente de uniforme les instaba a volver a la cama. Al verme, avanzó hacia mí con las manos en las caderas, como si no supiese qué hacer con ellas. Parecía como si aún le pidieran la documentación cada vez que entraba en un bar a tomar una copa, aunque de cerca distinguí en su cara los estragos del tiempo: patas de gallo y cierto aflojamiento de la tersa piel de la mandíbula. Tenía ojos de persona mayor e intuí que había visto más miserias humanas de las que podía encajar.

Le tendí la mano.

– ¿Es usted Benedict?

– Sí, señora -dijo, estrechándomela-. Y usted es la señorita Millhone, supongo. Encantado de conocerla. Y gracias por venir. -Su apretón fue firme, pero de corta duración. Hizo un ademán con la cabeza hacia el apartamento de Tillie, cuya puerta estaba entornada-. Puede pasar, si lo desea. La agente Redfern está con ella, tomando nota de los detalles.

Le di las gracias, entré en el piso y eché un vistazo a mi derecha. Por la salita parecía haber pasado un huracán. Me detuve unos momentos a contemplar el panorama. ¿Vandalismo en un lugar como aquél? Entré en la cocina. Tillie estaba sentada a la mesa con las manos hundidas entre los muslos, mientras las pecas resaltaban en su pálida faz como granos de pimienta roja. Una agente uniformada, de unos cuarenta años, estaba sentada igualmente a la mesa y tomaba notas. Tenía el pelo rubio y muy corto, y en la mejilla un antojo en forma de pétalo de rosa. Según su chapa, se llamaba Isabelle Redfern y hablaba con Tillie en voz baja y apremiante, como quien trata de convencer a un suicida de que no salte desde el puente.

Cuando Tillie me vio, las lágrimas le brotaron de los ojos y se echó a temblar, como si mi aparición la hubiera autorizado tácitamente a desmayarse. Me arrodillé junto a ella y le cogí la mano.

– Eh, todo va bien -dije-. ¿Qué ha ocurrido?

Quiso hablar, pero de su boca no salió más que un sonido silbante, como cuando se pisa un patito de goma. Hasta que alcanzó a barbotar una respuesta.

– Entró alguien. Desperté y vi a una mujer en la puerta del dormitorio. Dios mío, pensé que me daba un ataque al corazón. Tenía tanto miedo que no podía moverme. Y entonces… entonces empezó a… fue como un zumbido, un silbido, entró corriendo en la sala y empezó a romperlo todo… -Se llevó el pañuelo a la nariz y la boca y cerró los ojos. Cambié una mirada con la agente Redfern. Extraña historia. Pasé el brazo por los hombros de Tillie y le di una pequeña sacudida.

– Vamos, Tillie -dije-, ya ha pasado todo, y está usted a salvo.

– Tenía mucho miedo, mucho miedo. Creí que iba a matarme. Se comportaba como una loca, como una persona que ha enloquecido por completo, jadeando, silbando y revolviéndolo todo. Cerré la puerta del dormitorio, eché el pestillo y llamé al 911. Luego me di cuenta de que ya no se oía nada, pero no abrí hasta que llegó la policía.

– Hizo usted muy bien. Muy bien. Ya sé que tenía mucho miedo, pero hizo usted lo que debía y ya ha pasado todo.

La policía se adelantó.

– ¿Vio bien a la mujer?

Tillie negó con la cabeza y se echó a temblar otra vez. La agente le cogió las manos.

– Respire hondo un par de veces. Relájese. Ya ha pasado todo y no hay que lamentar ninguna desgracia. Respire hondo. Vamos, vamos. ¿Tiene calmantes a mano o alguna bebida alcohólica?