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Mis relaciones con el teniente Dolan han sido siempre competitivas, distantes, basadas en un respeto mutuo a regañadientes. No simpatizar con los detectives privados es para él una cuestión de principios. Opina que deberíamos meternos en nuestros propios asuntos, sean éstos cuales fueren, y dejar el cumplimiento de la ley en manos de profesionales como él. Siempre he fantaseado con que un día nos contaríamos chismes delictivos igual que dos viejas cotorras, pero dado que él había introducido, un elemento personal me notaba retraída, desorientada por el cambio. Cuando volví a mirarle a los ojos, vi que tenía una expresión neutral y apática.

– Lo siento -dije, cabeceando-, me ha cogido usted por sorpresa. Me temo que no lo he superado aún.

Lo que en realidad me había cogido por sorpresa era el descubrimiento de que había matado a una persona y que no me importaba gran cosa. No, no era verdad. Me importaba, pero sabía que si mi vida corría peligro volvería a hacerlo. Yo siempre me había considerado buena persona. En aquellos instantes ya no sabía lo que significaba «bueno». Era evidente que las buenas personas no mataban a otros seres humanos; ¿qué era yo, pues?

– ¿Qué haces aquí? -dijo.

Volví a cabecear y me centré en el motivo de mi visita.

– Acabo de denunciar una desaparición en nombre de un cliente -dije. Titubeé mientras me preguntaba si no habría dado con Elaine al investigar el incidente del piso de al lado-. ¿No se encargó usted de aquel caso por homicidio, el caso Grice, en enero de este año?

Se me quedó mirando embobado y las facciones se le arrugaron como un acordeón. Por lo visto se había encargado del caso.

– ¿Qué pasa con él?

– Me preguntaba si no interrogaría usted entonces a una mujer llamada Elaine Boldt. Vive al lado.

– Me suena el nombre -dijo con cautela-. Hablé con ella por teléfono. Tenía que venir a declarar, pero creo que no se presentó. ¿Es ella tu cliente?

– Es la persona que busco.

– ¿Cuánto hace que falta?

Le conté lo que sabía y me di cuenta de que barajaba todas las posibilidades, al igual que yo. En el condado de Santa Teresa hay unas cuatro mil personas de ambos sexos que denuncian desapariciones todos los años. Se encuentra a la mayoría, pero siempre hay un pequeño porcentaje que se queda en el limbo. Hundió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.

– Cuando aparezca, dile que quiero interrogarla -dijo.

Aquello me sorprendió.

– ¿No se ha solucionado aún aquel caso?

– No, y no pienso discutirlo contigo. -Y añadió, empleando su expresión favorita-: Yo soy policía.

¡Joder! Y nada menos que el teniente Dolan. ¿Quién se atrevería a preguntarle? Yo sabía que se limitaba a defender su caso, pero ya estaba harta de que apretase tanto el culo. Según él, tiene derecho a compartir toda la información que yo recibo, pero a mí no me da ni las migajas. Empezaba a cabrearme y se daba cuenta. Me sonrió.

– Creí que te había quitado la manía de meter las narices donde no te llaman.

– Alguna vez sacará usted provecho también -dije-. Mientras, si quiere hablar con Elaine Boldt, búsquela.

Me alejé del puesto de guardia, camino de la puerta.

– Bueno, no hace falta que te lo tomes así -dijo. Volví la cabeza. Se mostraba demasiado satisfecho de sí mismo para mi gusto.

– Está bien -dije y empujé la doble puerta.

Salí de Jefatura, accedí a la luz diurna, uniforme a causa del cielo encapotado, y dediqué unos momentos a recuperarme. El tío sabía tocarme los ovarios. La cosa estaba clara. Respiré hondo.

Andaríamos por los 20 °C. Por entre las nubes se filtraban rayos de sol marchitos que teñían el barrio de un tono amarillo limón. Los arbustos se habían vuelto de color Chartreuse y la hierba parecía seca y artificial por falta de agua. Hacía semanas que no llovía y el mes de junio había sido una procesión monótona de mañanas neblinosas, tardes de bruma y noches frías. En realidad, el teniente Dolan me había abierto una puerta, y me preguntaba si la partida de Elaine y el asesinato de Marty Grice habían coincidido por casualidad o porque estaban relacionados. Si el acto de vandalismo perpetrado en casa de Tillie estaba relacionado, ¿por qué no también lo otro? ¿Se habría marchado Elaine para que el teniente no la interrogase? Pensé que el hecho podía ayudar a concretar algunas fechas.

Me dirigí a la redacción del periódico, que está a seis manzanas de distancia, y pedí al encargado de los archivos que me enseñara todos los artículos relacionados con la muerte de Marty Grice. No había más que uno y muy pequeño, de unos cinco centímetros de extensión, inserto en la página 8, dedicada a las noticias locales, del número correspondiente al 4 de enero.

UN LADRÓN MATA A UNA MUJER Y QUEMA EL CADÁVER, SEGÚN LA POLICÍA

Un ama de casa de Santa Teresa fue muerta a golpes anoche por un presunto ladrón en su domicilio, en el sector oeste de la ciudad. Según la brigada criminal, Martha Renée Grice, de 45 años, domiciliada en Vía Madrina, número 2.095, fue golpeada repetidas veces con un objeto contundente y rociada con un líquido inflamable. El cadáver de la víctima se encontró medio carbonizado en el vestíbulo de su casa unifamiliar, parcialmente destruida, después de que los bomberos contendieran con las llamas durante media hora. Los vecinos descubrieron el incendio a las 21.55. Hubo que evacuar las dos casas contiguas, aunque no se informó de más daños. La policía no ha querido facilitar más detalles sobre el incendio en espera de otras averiguaciones.

El delito parecía demasiado espectacular para haberle dedicado un espacio tan reducido. A lo mejor no habían hallado pistas y la policía había tratado de reducir la información al máximo. Eso explicaría la actitud de Dolan. Quizá no eran ganas de cooperar lo que le faltaba. A lo mejor es que no tenía pruebas. No hay nada que vuelva más arisco a un policía. Tomé nota de toda la información que me interesaba, fui luego a la Biblioteca Municipal y consulté la última guía telefónica, que había aparecido en primavera. Según ella, Martha Grice vivía en Vía Madrina 2.095 con un tal «Leonard Grice, contr. de obras». Supuse que sería el marido. El artículo no hablaba de él y me pregunté dónde habría estado durante el suceso. Según la guía, en el 2.093 vivían Orris y May Snyder, ambos jubilados, aunque la guía no informaba de qué. Apunté ambos nombres y el teléfono. Podía ser interesante averiguar lo sucedido; cabía la posibilidad de que Elaine hubiera visto algo sobre lo que prefería callar. Cuanto más pensaba en esto último, más me gustaba la hipótesis. Me abría un camino totalmente nuevo.

Fui por el coche al parking que tengo detrás del despacho y di un rodeo hasta Vía Madrina. Era ya mediodía y los estudiantes de segunda enseñanza llenaban las calles; chicas con téjanos, calcetines blancos y zapatos de tacón; chicos con pantalones de algodón y camisa de franela. En la saludable California, los jóvenes normales superaban en cantidad a los punkis, en una proporción de tres a uno, pero casi todos parecían vestidos con andrajos. Los unos con escandaloso uniforme paracaidista de marca, los otros con uniforme de camuflaje, botas incluidas, como si se hubieran preparado para un ataque aéreo. El cincuenta por ciento de las chicas, aproximadamente, llevaba entre tres y cuatro pendientes en cada oreja. En cuanto al peinado, parecían decantarse por el look de la gomina, que les dejaba el pelo de las sienes como un surtidor de agua.

Mientras estacionaba el coche delante del edificio, seis chicas pasaron por la acera fumando algo que olía a clavo. Con hombreras, con las uñas pintadas de verde y los labios de granate. Parecían ir a uno de aquellos bailes que organizaba el ejército en 1943. Capté un trozo de conversación.