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Había abierto ya el último cajón, donde escondía una nevera portátil. Sacó un botellín de Coca-Cola del tamaño de un biberón y lo destapó enganchando la chapa en el tirador metálico del cajón y propinándole una rápida sacudida hacia abajo. Me ofreció el botellín, pero negué con la cabeza y se lo tomó ella.

– Pero siéntate -dijo a continuación, dejando el botellín en la mesa con un golpe.

Aparté un montón de expedientes y tomé asiento en la silla de las visitas.

– ¿Qué sabes de una mujer llamada Marty Grice y que fue asesinada hace seis meses? Me han dicho que tenía un seguro de SFC

Se rozó con suavidad las comisuras de la boca con el pulgar y el índice.

– Pues sí, fui yo quien se encargó de ese expediente. Fui a ver la casa dos días después del siniestro. ¡Qué desastre, Señor! No tengo aún el informe definitivo sobre las pérdidas, pero Pam Sharkey me dijo que lo tendría listo en un par de semanas.

– ¿Es ella la agente responsable?

Asintió y dio una chupada al cigarrillo. Expulsó el humo en sentido vertical, hacia el techo.

– El seguro de vida había caducado, pero seguía en vigor una pequeña póliza de dos mil quinientos dólares. En la actualidad con eso no hay ni para enterrar a un perro. El seguro contra incendios habría podido cubrirle las pérdidas, pero el tipo no tenía ninguno. Pam jura y perjura que se lo aconsejó en su día, pero el hombre no quiso cargar con los gastos adicionales. Son cosas que pasan. La gente quiere ahorrar unos duros, y al final se le viene todo encima y pierde doscientos o trescientos mil. -Sacudió en la boca del botellín vacío de Coca-Cola la ceniza del cigarrillo, que cayó en el interior con limpieza.

– ¿Por qué duran tanto los trámites?

Curvó la boca hacia abajo y me guiñó el ojo, seña que significaba «pasta gansa», aunque yo no acababa de comprender por dónde.

– Quién sabe -dijo-. El tipo tiene un año para presentar la reclamación. Pam dice que está hecho unos zorros desde que se le murió la mujer. Apenas si puede estampar una firma.

– ¿Había hecho testamento la mujer?

– Que yo sepa, no. De todos modos, el caso ha estado en el juzgado durante los últimos cinco meses. ¿Por qué te interesa? ¿Estás investigando la muerte de la mujer?

– No. Busco a otra mujer que vivía en la casa de al lado cuando ocurrió. Se fue de la ciudad dos días después y desde entonces no se la ha visto. Yo creo que los dos hechos están relacionados. Tenía la esperanza de que me dijeras que había por medio un seguro muy importante.

– La poli pensaba lo mismo. Tu amiguito el teniente Dolan estuvo por aquí, se pasaba los días prácticamente sentado en mis rodillas. Yo no paraba de decirle: «Olvídelo. El tío está arruinado. De ahí no va a sacar ni un duro». Creo que al final lo convencí porque desde entonces no he sabido nada de él. ¿Qué imaginas, que Grice y la vecina estaban compinchados?

– Me ha pasado por la cabeza. Aún no he hablado con él; en realidad no lo has visto en mi vida y no sé si pudo haber alguna relación entre ambos, pero la situación me parece sospechosa. Por lo que me han contado, ella se marchó de la ciudad de repente y no se encontraba bien. Lo primero que me dictó el instinto fue que había visto algo y que había decidido desaparecer para no verse envuelta en ello.

– Es posible -dijo Vera con entonación de duda.

– Pero no lo crees.

– Pienso en lo que al final ha obtenido este hombre. Si mató a su mujer para darse la gran vida, lo hizo bastante mal. ¿Por qué dejó que caducara el seguro? Si hubiera sido listo, habría aumentado el valor de la póliza dos, tres años antes, habría dejado transcurrir un tiempo prudencial para que nadie se diera cuenta y luego… zas, la mujer muere y él, a cobrar. Si la mató gratis, entonces es un berzas.

– Salvo que sólo quisiera eliminarla. A lo mejor es lo único que le importaba. Puede que dejase caducar la póliza para despistar.

– ¿Y cómo voy yo a saberlo? No trabajo en la brigada criminal.

– Yo tampoco. Sólo quiero saber por qué desapareció la vecina y dónde está ahora. Aunque estés en lo cierto y Grice no tenga nada que ver con el asunto, siempre cabe la posibilidad de que esta mujer viera algo. Ese cuento del ladrón parece demasiado simple para creérselo.

Sonrió con cinismo.

– Oye, ¿y si lo hizo ella?

– Joder, eres más suspicaz que yo.

– Bueno, ¿quieres el teléfono de Grice? Tiene que estar por aquí. -Antes introdujo la colilla en el botellín de Coca-Cola. Se oyó un siseo rápido cuando la brasa tocó el resto de líquido que había en el fondo del envase. Acto seguido cogió un expediente que había bajo un montón de carpetas y me dio el número de teléfono y la dirección.

– Gracias -dije.

Me dirigió una mirada de tanteo.

– ¿Te interesa un ingeniero aeroespacial en paro? Tiene pasta. Inventó no sé qué cacharro que llevan ahora todos los satélites.

– ¿Y por qué no te interesa a ti? -pregunté. Vera suele traspasar a los hombres que rechaza como si fueran regalos.

Hizo una mueca.

– Estuvo bien durante un tiempo, pero le dio por la vida sana. Y se puso a tomar píldoras de algas concentradas. No quiero besar a un hombre que se come el tarquín de los pantanos. Como a ti te va la vida sana, pensé que no te importaría. Podríais hacer footing juntos y compartir bocadillos de líquenes. Si te interesa, es todo tuyo.

– No sé cómo agradecerte tanta generosidad -dije-. Estaré al loro. Puede que encuentre alguna que le vaya.

– Eres demasiado quisquillosa con los hombres, Kinsey -dijo en tono de reproche.

– ¿Que yo soy quisquillosa? ¿Y tú?

Se introdujo otro cigarrillo entre los dientes y antes de replicar lo encendió con un diminuto mechero de oro.

– Los tíos son como las cajas de bombones surtidos. Me gusta picar unos pocos de cada y, antes de que se pongan rancios, abro otra caja.

Capítulo 9

Era ya la una y media y, si la memoria no me fallaba, no había comido aún. Me dirigí a una hamburguesería, estacioné el coche y entré. Habría podido gritar el pedido al muñeco de la entrada [2] y comérmelo en el coche mientras conducía, pero me entraron ganas de demostrar que una tenía clase. Devoré una hamburguesa con patatas fritas y una Coca-Cola, pagué el dólar con 69 centavos y volví a la calle al cabo de siete minutos justos.

La casa donde se alojaba Leonard Grice estaba en una sucia urbanización pegada a la autopista, en un barrio de Calles serpenteantes que ostentaban el nombre de distintos estados norteamericanos, en primer lugar la Costa Este. Recorrí el paseo de Maine, el paseo de Massachusetts, el paseo de Nueva York y el paseo de Rhode Island, y comprobé que Vermont y Nueva Jersey eran calles sin salida. El constructor, al parecer, se había detenido en la avenida de Colorado, bien porque la empresa se había quedado sin dinero, bien porque sus conocimientos geográficos no habían dado para más. Una larga sucesión de solares vacíos, señalizados con un palo y un trapo blanco, indicaban las parcelas sin explotar.

Casi todos los edificios se habían construido en la década de los cincuenta. Los árboles habían crecido e invadido los solares pequeños. Las casas alternaban el estuco rosa claro con el verde claro y eran tan parecidas entre sí como los pasteles de hojaldre que llenan los anaqueles de las panaderías. Todos los techos estaban cubiertos de piedras, como si hubiese entrado en erupción un volcán próximo y hubiese provocado una lluvia de escombros. Por lo visto abundaban en la zona los garajes abiertos que enseñaban al visitante una desordenada profusión de aparatos para el césped, remolques para ir de acampada, juguetes, herramientas, maletas llenas de polvo y frigoríficos estropeados. Me sorprendió la escasa cantidad de coches que había y me dio la sensación de encontrarme en un barrio abandonado a consecuencia de alguna catástrofe natural. Puede que le hubiera afectado una epidemia o que el suelo hubiera emanado gases tóxicos, acabando con todos los gatos y perros y produciendo quemaduras en los pies de los niños. Giré a la derecha en el cruce de las calles Maryland y Virginia.

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[2] En muchas hamburgueserías norteamericanas de acceso automovilístico hay un muñeco que hace de micrófono, a través del cual se puede formular el pedido sin bajar del coche. (N. del T.)