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En Carolina, unos cuantos espíritus emprendedores habían reformado sus respectivas fachadas con piedra o madera de cedro y otros habían querido dar a su casa un aspecto oriental instalando rejillas de madera barata con repujados geométricos que querían pasar por chinos y levantando las esquinas de la techumbre para darle aspecto de pagoda. En comparación con las urbanizaciones de las afueras de Santa Teresa, eran casas baratas, y la impresión de que se había utilizado material defectuoso flotaba en el ambiente como la grasa de gallina flota en un caldo casero. Había grietas en el estuco y contraventanas torcidas. La chapa de las puertas principales había saltado en muchos puntos. Hasta las persianas colgaban como si estuvieran rotas, e imaginaba las protuberacias que se habrían formado en el enlucido de los cuartos de baño y la herrumbre que se habría apoderado de los grifos.

Los Howe habían transformado el césped de la entrada en un jardín de rocalla que por lo visto había sepultado la hierba mugrienta bajo toneladas de arena y capas de grava con reflejos malva y verde. Aún podía verse un reguero de «paja» negra de plástico en aquellas orillas donde se había querido eliminar las malas hierbas. La grama había aceptado el desafío y se abría paso entre la grava a ritmo pausado. Entre las plantas carnosas había una pequeña pila para pájaros y entre los cactos asomaba una ardilla de hormigón con pétrea y eterna expresión de optimismo. Dudaba mucho que una ardilla viva sobreviviese en aquel jardín.

Estacioné el coche y anduve hacia la casa con la carpeta que solía llevar en el asiento trasero. La puerta del garaje estaba cerrada, por lo que el lugar parecía muerto y deshabitado. El perfil del porche, de estructura baja y larga, estaba sombreado por la hiedra; producía una impresión pintoresca, aunque sabía que la planta trepadora era muy capaz de llegar al techo y desmantelarlo. Las persianas estaban echadas. Pulsé el timbre, pero no oí dentro el «ding-dong» que me hubiera tranquilizado. Transcurrió un minuto. Golpeé con los nudillos. La mujer que acudió a la puerta parecía deprimida y sus descoloridos ojos azules me buscaron la cara con indecisión.

– ¿La señora Howe?

– Yo soy la señora Howe -dijo.

Parecía la «Lección primera» de un curso de idiomas en cassetes. Las ojeras le ennegrecían los párpados inferiores y tenía una voz sin inflexiones, tan monótona y seca como una galleta maría.

– Tengo entendido que Leonard Grice está viviendo aquí. ¿Me equivoco?

– No.

Le enseñe la carpeta.

– Soy de la compañía de seguros y tenía intención de hablar con él. -Es un milagro que Dios no me arranque la lengua de raíz por las muchas mentiras que digo.

– Leonard está descansando. Por qué no vuelve en otro momento -e hizo gesto de cerrar la puerta.

– Un momento, por favor -dije en el acto. Introduje la carpeta en la ranura para que no pudiese cerrar.

– Sigue tomando calmantes por recomendación del médico -dijo. Una conclusión sin causa, pero de efecto claro e intención manifiesta.

– Entiendo. Mire, yo no quisiera molestarle, pero he hecho el viaje expresamente para verle. -Trataba de hacerme la simpática, pero por lo visto sin ningún resultado.

Me miró con expresión obstinada y pude ver que se le subían los colores. Apartó los ojos como si fuese a consultar con un compañero invisible. De pronto retrocedió y me hizo pasar al interior con la actitud de la persona acostumbrada a ceder y quejarse. Tenía el pelo gris, ralo y hasta el hombro, pegado a la cabeza como un casco y con las puntas recogidas al estilo paje. El flequillo le colgaba sobre la frente de un modo anticuado que yo recordaba haber visto por última vez en aquellas películas en que June Allyson sufría mucho y estaba encantadora. La señora Howe vestía blusa blanca y lisa y una chocante falda de lana de color gris oscuro. Estaba gorda por la cintura. ¿Qué tiene la madurez, que hace que las mujeres parezcan embarazadas?

– Voy a preguntarle -dijo y salió de la habitación.

Esperé prácticamente en el umbral de la entrada mientras supervisaba de un vistazo la alfombra deshilachada, la chimenea de ladrillos pintados de blanco, el cuadro que había sobre la repisa y en que se veía una costa rocosa azotada por el oleaje. La dueña de la casa, al parecer, había utilizado el cuadro como base de la decoración general, ya que la tapicería del sofá y de los sillones de orejas era de idéntico color turquesa apasionado y de una tela que parecía un poco mojada. Detestaba aquella parte del trabajo, aquella intromisión continua en las tribulaciones ajenas que violaba la intimidad del prójimo. Me sentía como una vendedora que va de puerta en puerta promoviendo y ofreciendo enciclopedias del mundo animal en estuche de nogal falso. También me detestaba un poco a mí misma por ser tan criticona. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de peinados? ¿Qué sabía de costas rocosas azotadas por el oleaje? Es posible que el color turquesa resumiera con precisión lo que la dueña de la casa sentía por la estancia.

El alma se me cayó a los pies cuando apareció Leonard Grice. No tenía aspecto de haber matado a su mujer, por más que la teoría me sedujera. Tendría cincuenta y tantos años, pero se movía igual que un anciano. No tenía mal aspecto, aunque tenía la tez pálida y las mejillas hundidas, como si hubiera adelgazado últimamente. Hacía ademanes inconsecuentes y adelantaba las manos al andar como si tuviera los ojos vendados. Adoptaba la actitud de la persona que ha tropezado en la oscuridad con gran ruido y aparato y que quiere estar segura de que no va a sufrir más sorpresas. Desde luego cabía la posibilidad de que la hubiera matado y viviese actualmente atormentado por la culpa y los remordimientos, pero los asesinos que he conocido a lo largo de mi breve historia profesional eran personas simpáticas o personas prácticas, y no parecían comprender la causa de tanto alboroto.

Le acompañaba la hermana, que, con la mano a la altura del codo masculino, vigilaba el lugar donde el hombre ponía los pies. Lo condujo a un sillón y me lanzó una mirada para reprocharme las molestias que estaba causando. Debo confesar que me sentí abyecta.

El señor Grice tomó asiento. Pareció recuperar la vitalidad poco a poco y sacó mecánicamente una cajetilla de Camel del bolsillo de la camisa mientras la señora Howe se sentaba en el borde del sofá.

– Siento tener que molestarle -dije-, pero he estado hablando con la encargada de indemnizaciones de la Fidelidad de California y hay unos cuantos detalles que querríamos aclarar. ¿Le importaría responder a unas preguntas?

– No parece que le dejen mucho margen para no cooperar con la compañía de seguros -se entrometió la hermana con mala leche.

Leonard carraspeó y frotó dos veces la cerilla contra la lija del estuche sin conseguir encenderla. Le temblaban las manos y no estaba yo muy segura de que pudiera aplicar la llama al extremo del cigarrillo en el caso de que llegara a encender la cerilla. Intervino la señora Howe, le cogió el estuche y encendió el fósforo. Leonard tragó una profunda bocanada de humo.

– Tendrá usted que disculparme -dijo-, pero me encuentro en este estado por culpa de las medicinas que me receta el médico. Tengo la espalda mal y estoy incapacitado. ¿Qué es exactamente lo que quiere saber?

– Me han encargado el caso hace muy poco y pensé que sería interesante conocer su versión de lo ocurrido aquella noche.

– ¿Pero por qué, por qué, por qué? -exclamó la señora Howe.

– Por favor, Lily, tranquilízate -dijo el señor Grice-, a mí no me importa. Estoy convencido de que esta señorita tiene motivos para querer saberlo.

La voz se le había vuelto más enérgica y ahuyentó la impresión de debilidad que me causara al principio. Dio una chupada larga al cigarrillo, que sostenía entre los dedos índice y medio.