Repasé las facturas de Elaine que me había dado Tillie y fui descartando el correo comercial. Vi una cartilla de visitas de un dentista del barrio y la aparté. Elaine Boldt no conducía, y sabía que utilizaba los servicios de los establecimientos a los que podía ir andando desde su casa. Me acordé de que en el primer fajo de facturas que había visto había una del mismo dentista. John Pickett, doctor en odontología. ¿En qué otro sitio había visto yo aquel nombre? Repasé los papeles procedentes de Homicidios al tiempo que recorría las páginas con los ojos. Ajá. No me extrañó que el nombre me hubiera llamado la atención. Era el dentista que había aportado la radiografía de la boca con la que se había podido identificar a Marty Grice. Sonó un golpe en la puerta y alcé los ojos con sobresalto. Eran ya las cuatro de la tarde.
Pegué el ojo a la mirilla y abrí. La cerrajera era joven, tendría veintidós años quizá. Me dedicó una sonrisa que le puso al descubierto una preciosa dentadura inmaculada.
– Ah, hola -dijo-. Soy Becky. Es aquí, ¿no? Llamé a la puerta principal y un viejo me dijo que probablemente eras tú a quien buscaba.
– Sí, es aquí -dije-. Pasa.
Era más alta que yo, y muy delgada, llevaba desnudos los largos brazos y los téjanos azules le colgaban de las caderas estrechas. Alrededor de la cintura llevaba una cincha de carpintero de la que el martillo le colgaba igual que un revólver con funda. Llevaba muy corto el pelo rubio y un flequillo rebelde le cruzaba la frente con aire infantil. Pecas, ojos azules, pestañas claras, nada de maquillaje y desgarbada como una adolescente. Tenía el aspecto sano y envidiable de una gimnasta y olía a jabón Ivory. Eché a andar hacia el cuarto de baño.
– La ventana está aquí dentro. Quiero que me pongas un marco muy resistente, que no se pueda romper.
Cuando vio el agujero del vidrio le chispearon los ojos.
– No está mal, oye. Un trabajo fino, te lo digo yo. ¿Quieres que también cambie el pestillo de las demás ventanas o sólo el de ésta?
– Quiero pestillos y cerraduras nuevas en todas partes, incluso en la mesa. ¿Podrás dejar aquí el que hay?
– Desde luego. Puedo hacer lo que quieras. Si ya has comprado el vidrio, yo te lo pondré. Me encantan estas cosas.
La dejé instalando el nuevo marco de metal. Me puse a recoger la ropa sucia desperdigada por la sala. No hay como la mirada indiferente de un extraño para darse cuenta del estado del propio entorno. Metí dos toallas playeras, la parte superior de un chándal y un vestido estival de algodón encima de las prendas que ya había en la lavadora. Suelo utilizarla como cesta de la ropa sucia porque ando muy mal de espacio. Eché una taza de detergente. Giré el mando para poner el programa corto, el de la ropa que no hay que planchar, y ya iba a cerrar la tapa cuando vi el pasaporte de Elaine sobresaliendo del bolsillo trasero de unos téjanos azules. Creo que di un grito de sorpresa porque Becky asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.
– ¿Me llamabas?
– No, no es nada. Es que acabo de encontrar algo que andaba buscando.
– Ah. Estupendo, me alegro por ti.
Volvió a la faena. Guardé el pasaporte en el fondo del último cajón del escritorio y lo cerré con llave. Menos mal que tengo el pasaporte, me dije. Menos mal que ha aparecido. Era como un talismán, como un buen presagio. Llena de animación, pensé que podía pasar a máquina las últimas notas que había tomado, cogí la máquina portátil y puse manos a la obra. Desde allí oía a Becky trastear en la ventana y al cabo de un rato volvió a asomar la cabeza.
– Oye, Kinsey, esto ya está montado. ¿Quieres que lo ponga?
– Sí, por supuesto que sí -dije-. Si consigues que la ventana quede como nueva, te encargaré un par de cosas más.
– Marchando -dijo y volvió a desaparecer.
Oí el chirrido del marco de la ventana cuando Becky lo arrancaba. Daba grima tanta energía y entusiasmo. Me pareció oír que algo se rompía.
– No te preocupes por el ruido -dijo en voz alta-. Se lo vi hacer una vez a mi padre y es lo mejor.
Momentos más tarde cruzaba la estancia de puntillas y con un dedo en los labios.
– Siento molestarte, pero tengo que ir a la furgoneta para coger material. Tú sigue con lo tuyo. -Me lo había dicho con un murmullo gutural, como si al hablar en voz baja me hubiera interrumpido menos.
Alcé los ojos al cielo y seguí tecleando. Tres minutos más tarde llamaba a la puerta. Tuve que levantarme para hacerla pasar. Se excusó otra vez con un par de monosílabos y desapareció en el cuarto de baño. Empecé a redactar una carta a Julia para poner al día nuestras cuentas. Becky daba martillazos expertos en el cuarto de baño. Al cabo de unos minutos apareció de nuevo.
– Ya está. ¿Quieres verlo?
– Un momento -dije. Terminé de poner la dirección en el sobre, me levanté y me dirigí al cuarto de baño. Me pregunté si tener un niño en casa sería como aquello. Ruido, interrupciones, constantes llamadas de atención. Hasta las madres normales y corrientes me llenan de asombro. Qué nervios, qué aguante, Señor.
– Mira, mira -dijo con entusiasmo. Izó la guillotina. Antes era como levantar un pedrusco de veinticinco kilos. Se estancaba a mitad, chirriaba, y de pronto se disparaba y casi se astillaba el vidrio al chocar contra el marco. Para bajarla tenía prácticamente que colgarme de ella y aun así cedía con mucha lentitud. Por este motivo la dejaba cerrada casi siempre. Ahora se deslizaba sin la menor dificultad.
Se apartó para que probara yo. Me erguí para bajarla, pero las mejoras efectuadas me pillaron desprevenida porque cayó tan a plomo que los contrapesos golpearon con fuerza contra los topes. Se echó a reír.
– Ya te dije que la había arreglado.
Mis ojos iban de ella a la ventana y de la ventana a ella. Acababan de ocurrírseme dos ideas al mismo tiempo. Pensaba en la radiografía bucal del doctor Pickett y en lo que había dicho May Snyder sobre los martillazos que había oído la noche en que Marty había muerto.
– Tengo que ir a un sitio -dije-. ¿Has terminado ya?
Se echó a reír otra vez; la misma alegría falsa e inquieta que brota cuando se habla con una persona que sólo puede calificarse de desequilibrada.
– Bueno, no. Antes dijiste que había un par de cosas por hacer.
– Mañana. O mejor pasado -dije. La empujé hacia la puerta al tiempo que cogía el bolso. Se dejaba empujar sin oponer resistencia.
– ¿He dicho algo inconveniente? -preguntó.
– Ya hablaremos mañana -dije-. Gracias por todo.
Volví al barrio de Elaine Boldt y di la vuelta a la manzana, para acceder a la calle del Árbol y buscar el consultorio del doctor Pickett. Lo había visto en otra ocasión; era uno de esos chalecitos de madera y una sola planta que tan de moda habían estado antaño en los alrededores. Casi todos habían sido transformados en filiales de inmobiliarias y tiendas de antigüedades con rótulo colgado en la entrada, y parecían mini-habitaciones ocupadas por familias numerosas.
El doctor Pickett había plantado unos macizos de flores para delimitar una zona de estacionamiento. En ella no había más que un vehículo, un Buick de 1972 con una matrícula especial de pago con la inscripción DENT POST. Aparqué junto al Buick, cerré con llave y me dirigí al porche de la entrada. Sobre la puerta había un cartel que decía: ENTRE POR FAVOR, y eso hice. El interior era clavado a la antigua escuela donde hice la primaria: suelos de madera pulimentada y olor a caldo de verduras. Oí cacharrear a alguien en la cocina. En algún sitio había una radio sintonizada con una emisora de música country. Cruzado en oblicuo en mitad del recibidor había un escritorio lleno de rasguños y arañazos con un timbre y un rótulo que decía LLAME Y LE ATENDEREMOS. Pulsé el timbre con decisión.