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– Algo importante, ¿eh?

– Así es. Tengo que decirte que estoy realmente sorprendido con este asunto. Todo lo que quieres saber está aquí -dijo Jeff dándole el sobre que había llevado-. Te lo dejo para que lo veas tranquilamente. Tengo que irme ahora a casa a terminar unos asuntos pendientes.

– Te acompaño a la puerta -dijo Cal, mientras Sergei seguía a los dos hombres.

– Llámame cuando lo hayas leído.

Cal sintió que la adrenalina comenzaba a correr por sus venas. La Alex que él había conocido había cambiado tanto que estaba en un mar de confusiones. Le preocupaba lo que pudiera encontrar en aquel sobre.

– ¡No te olvides de lo de mañana! -le dijo Jeff desde la camioneta-. Tienes que dar una charla de orientación al grupo de voluntarios adultos del programa de verano. A las once en la sala de conferencias.

– No te preocupes, ya me lo dijo Diane -respondió Cal.

Nada más cerrar la puerta, le rascó a Sergei la cabeza y se fue a la cocina a prepararse un poco de café.

– Muy bien, Sergei. Veamos qué hay aquí -dijo sacando los papeles que había dentro del sobre.

Solicitud para el Programa de Voluntarios del parque Yosemite.

Eso fue lo primero que vio. Lo siguiente fue el nombre de Alexis Trent Harcourt. Se quedó petrificado. Eso significaba que ella iba a pasar en el parque todo el verano.

Comenzó a leer la solicitud detenidamente. Al principio no había nada que pudiera sorprenderle. Él estaba al tanto de los viajes y de los cursos que había hecho en diversas universidades. Pero, ¿y aquello de los concursos de rodeo? ¡Sabía montar un caballo salvaje!

Abrió el folleto que estaba anexado a la solicitud. Ya al ver los primeros párrafos, frunció el ceño en un gesto de incredulidad. ¡Muchos de los viajes de Alex habían sido para ir a visitar, con su madre, orfanatos de todos los estados de la nación!

Leyó el proyecto hasta el final. Se puso a hacer mentalmente los cálculos del presupuesto que se necesitaba para financiar aquella iniciativa y se dio la vuelta bruscamente, sobresaltado. Sergei se asustó y se levantó del suelo, dispuesto a cualquier cosa. Cal tomó el teléfono móvil y llamó a Jeff, quien descolgó al segundo tono de llamada.

– Sabía que me llamarías, pero no pensé que lo hicieras tan pronto. Supongo que habrá sido una gran sorpresa para ti ver que había muchas cosas que desconocías de ella.

– En todos los años que Alex ha estado viniendo aquí, nunca dijo una palabra sobre esa parte de su vida. Y mucho menos el senador.

– Eso no debería extrañarte, Cal. Tú fuiste el primero que no quiso saber nada de ella.

– Tienes razón. ¿Y sabes por qué? Ella era entonces demasiado joven para tomarla en serio, pero hoy se han vuelto las tornas.

– ¿Qué quieres decir?

Cal le contó lo sucedido en la puerta del despacho de Vance.

– Me sentí como si fuera un objeto invisible e inútil. Después de acariciar a Sergei unas cuantas veces, desapareció del despacho del jefe como si yo no existiera.

– Bueno, al menos no tienes que preocuparte de que haya vuelto por ti -replicó Jeff.

No, de eso no había duda, se dijo Cal.

– Nunca había visto a Vance tan entusiasmado con un proyecto -añadió Jeff.

– Es lógico. Su proyecto ha venido a ser la respuesta a las plegarias de los dioses de los zunis, de los paiutes, de los rangers o de vete tú a saber quién.

– ¿Quién podía haber adivinado lo que se ocultaba bajo aquella melena rubia?

– Ésta es una gran oportunidad para ti, Jeff. Tú eres el administrador jefe de los recursos del parque. Cuando Telford se entere de esto, irá a Washington D.C. y conseguirá que Yosemite figure como el parque modelo del futuro. Y tú te harás famoso por ser el hombre que la contrató.

– Ha sido siempre el sueño de mi vida -dijo Jeff con un tono de ironía nada habitual en él-. Por eso me hice ranger. En serio, lo que me sorprende es su capacidad de financiación. Pensé que era su padre, el senador, el que manejaba todo el dinero de la familia.

– Sí, yo también.

– Estuve haciendo algunas averiguaciones. Los Harcourt viven en el rancho de Orange Mesa, en las afueras de Albuquerque. Silas Trent compró en su día más de trescientas mil hectáreas y montó allí la sexta explotación ganadera más importante del país.

Eso explicaba sus habilidades en la monta de caballos en el rodeo.

– ¿Y dónde piensas alojarla a ella y a su grupo de voluntarios? -preguntó Cal.

– En el campamento de Sugar Pines, con los voluntarios de HPJS. Todo está ya listo. Alex ha estado preparando a esos chicos durante los últimos meses. No hay ningún problema. Otros grupos se alojarán en Tioga Pass. Ya nos gustaría poder contar con más voluntarios.

Sugar Pines estaba en Yosemite Valley, donde buena parte de los mil doscientos kilómetros de senderos del parque necesitaban una restauración. Los voluntarios vivían en la estación de esquí que permanecía cerrada durante los meses de junio y julio.

– No sé si te he contado alguna vez el incidente que Alex tuvo un invierno con sus amigos cuando se salieron de la pista de esquí y se perdieron en el parque. Llamó por teléfono a la estación de los rangers y me pidió que fuera en su rescate. Siempre solía meterse por los sitios más difíciles y a las horas más intempestivas.

– Eso debió de ser antes de que me destinaran aquí. ¿Y la consolaste? -dijo Jeff, bromeando.

– Yo era el que necesitaba consuelo, Jeff. Su aparición inesperada en el parque, sin su padre, me alarmó, y tú sabes por qué. El senador Harcourt, con el jefe delante, me dejó bien claro que me confiaba a su hija, y ya sabes lo que quería decir con eso.

– Me temo que no -replicó Jeff.

– Me sorprende que Alex, con el carácter que tiene, no nos haya creado aún ningún problema.

– ¿Cómo supo ella establecer contacto con la estación?

– Dímelo tú. A lo mejor la tocaron los zunis con su varita mágica cuando era pequeña.

Se le hacía extraño imaginársela controlando a un grupo de adolescentes mientras él andaba con Sergei por el parque, rastreando las huellas de algún oso.

– Bueno, ahora tienes un nuevo compañero con mucho olfato que te avisará si ella está cerca de ti. Y es más poderoso que todas esas varitas mágicas.

– Nos vemos mañana, Jeff. Y gracias por la información. Se la devolveré a Diane por la mañana.

Después de colgar, se tomó un sándwich y salió con Sergei un rato a tomar el aire. Cuando volvió, metió al perro en la jaula y se acostó. Pero se puso a dar vueltas y más vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño.

Por primera vez desde hacía un año, Alex ocupaba en sus pensamientos el lugar que había reservado siempre para Leeann. Durante los siete años que llevaba trabajando en el parque, el senador había ido allí muchas veces. Fuera cual fuera la estación del año, llegaba casi siempre acompañado de su hija, hecha un figurín con su melena rubia hasta la cintura.

Al principio, a sus veinte años, parecía la típica hija de papá rico que pensaba que estaba al margen de cualquier problema.

Ésa era la joven rubia, mimada, inmadura y consentida que iba a convertirse pronto en la pesadilla de Cal. Al menos, eso era lo que él se decía para mantenerse alejado de ella. Pero eso, al final, había resultado poco menos que imposible, porque sus visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes y él no podía dejar de fijarse en ella.

Aquella tarde de marzo, ella le había encontrado solo en la torre de observación cerca de Glacier Point. Se le había insinuado ya muchas veces, y él había pensado aquel día decirle cuatro palabras para que le dejase en paz de una vez. Pero perdió el control y sucedió lo contrario de lo que quería. Algo que nunca debería haber ocurrido.