– Bienvenidos al parque, chicos -dijo él, rodeando la mesa para ir dándoles la mano, mientras Alex le iba presentando a cada uno por su nombre.
Sergei levantó una pata a modo de saludo, provocando la risa de todos los chicos, que de pronto parecieron despertar de su aburrimiento y se pusieron a charlar de forma distendida y animada.
Cuando Cal saludó a la última persona, se quedó extrañado. Debía de tener unos treinta años.
– Éste es Lonan Kinard, del consejo de la tribu -le dijo Alex-. Se ha ofrecido a hacerse cargo de los chicos.
– Es un honor para nosotros, Lonan -dijo Cal con franqueza.
– Para nosotros también es un gran honor conocerle, ranger Hollis.
– Estamos encantados de que estos muchachos estén aquí con nosotros este verano. Si necesita algo, no dude en llamarme a mí o a cualquiera de mis compañeros. Agradecemos la ayuda que nos prestan estos chicos y la deferencia de usted viniendo a nuestro parque. Quizá algunos de ustedes sientan lo mismo que yo cuando vine a Yosemite por primera vez. Me pareció estar en el jardín del Edén.
Los adolescentes asintieron con una sonrisa.
Cal se dirigió finalmente a la mesa del banquete donde estaban todos sus compañeros y se sentó al lado de Jeff. Sergei se tumbó en el suelo junto a él.
– Menuda sorpresa, ¿eh? -exclamó Jeff.
– No sé si es ésa la palabra correcta -replicó él removiendo la ensalada del plato.
– Has estado genial. Has conseguido romper el hielo con esos muchachos. Este perro tiene algo mágico.
Sí, Cal estaba de acuerdo con su amigo. Sergei aprendía muy rápido. Pero en lo referente a su comportamiento con Alex, tenía aún que aprender a controlarse.
– Alguien sacó un par de fotos mientras estabas con Sergei saludando a esos chicos -siguió diciendo Jeff.
– Sí, me di cuenta -dijo Cal, frunciendo el ceño-. Habrá sido alguien del equipo de Telford.
– Bill insistió en estar conmigo cuando Alex llegó al hotel hace un rato con los chicos. Pero cuando se enteró de que había reservado varias habitaciones para que pasasen los muchachos aquí la noche, decidió tomar la iniciativa.
– Desde su punto de vista se trata sólo de un reportaje fotográfico para hacer publicidad de Yosemite, pero eso puede incomodar a los chicos. Si te digo la verdad, por la forma en que le he visto alrededor de Alex, creo que tiene un interés personal por ella.
Cal le creía muy capaz. Telford tenía ya hijos en la universidad, pero el viudo aún podía enamorarse de una joven hermosa unos cuantos años más joven que él.
Incapaz de evitarlo, Cal dirigió una mirada discreta a Alex. Cuando le había presentado a los chicos, había hecho algún pequeño comentario de tipo muy personal con cada uno, lo que hablaba claramente de la profunda amistad que mantenía con todos ellos. Ahora comprendía, avergonzado, que algunas de las suposiciones que había hecho sobre Alex carecían de fundamento. Ella había actuado durante años como una verdadera maestra para esos chicos, sin aspirar a ningún tipo de recompensa.
A él también le había ayudado, apoyándole en su decisión de tener un perro. Necesitaba compañía y su subconsciente le había llevado a Redding. Todo gracias a ella.
– Es la hora de los discursos -le dijo Jeff, dándole con el codo en un costado.
– Yo creo que ya di el mío, mientras iba por la mesa saludando uno a uno a esos muchachos.
El jefe Vance se levantó de la silla en cuanto sirvieron el postre.
– Estamos aquí reunidos para dar la bienvenida al parque a los voluntarios de Hearth & Home. Pero también para homenajear a dos rangers que han conseguido ascender a unos puestos de mayor responsabilidad, tan merecidos como mal pagados -hubo risas generalizadas-. Ahora si alguno queréis decir unas palabras…
– El ranger Hollis creo que ya lo ha dicho todo -replicó Jeff-. Yosemite es uno de los mayores tesoros que hay en la tierra. Me considero afortunado de formar parte de él.
– Ya somos tres -dijo Vance con un tono de emoción.
Mientras Cal estaba apurando el último sorbo de ponche, Alex y los chicos se levantaron de la mesa.
– No se vaya aún, señorita Harcourt -dijo de repente Telford poniéndose en pie-. De hecho, rogaría a todos que no se muevan de sus sitios. Vamos a sacar unas fotos.
Al ver el gesto de preocupación en la cara de Alex, Cal apretó la copa de cristal entre los dedos con tanta fuerza que estuvo a punto de romperla. Cal sabía mejor que nadie que ella no quería que se intimidase a los chicos.
Su proyecto había surgido después de años de estar ayudando a su madre a ubicar a aquellos chicos huérfanos en el seno de otras familias. Mientras estuvieran en el parque, ella necesitaba que le diesen libertad para trabajar con ellos sin que les molestasen innecesariamente.
– Siento interrumpirte, Bill -dijo Cal poniéndose en pie, indignado por los hechos-, pero tengo que sacar a Sergei, ya sabes. Antes de salir, se me ocurrió que podría darles una charla a estos voluntarios mañana por la tarde. Si te parece bien, me gustaría sacarles unas fotos allí en su campamento, en su entorno natural.
– Es una idea excelente -intervino Vance-. Además, los chicos estarán cansados ahora del viaje.
Las palabras del jefe Vance no dejaban duda de que él tampoco era partidario de los métodos de Telford.
Sin quedarse a escuchar la respuesta de Bill, Cal salió del comedor con Sergei. Se le hacía difícil caminar cuando sabía que Alex le estaba mirando. Si los chicos no estuviesen con ella, le habría pedido que dejase aquella fiesta y le acompañase a su casa para poder hablar.
Necesitaba sentir en la cara el aire frío de la noche. Media hora después, mientras iba con el perro de vuelta a casa, sonó su teléfono móvil. Era Jeff.
– He estado esperándote para volver a casa juntos -dijo Cal-. ¿Resultó descarada mi salida del restaurante?
– Bueno, digamos sólo que acalló a Telford, por el momento. No le gustó que le enmendaras la plana, lo que me lleva a pensar que pueda tener un interés personal por Alex, como decías. Vance, por su parte, se apresuró a protegerla.
– ¿Has hablado entonces ya con el jefe?
– Acabo de colgarle hace un minuto. Va a decirle a Bill que deje su campaña publicitaria hasta que los chicos se aclimaten al parque. Luego llamará a Alex para decirle que esté tranquila y no se preocupe.
– Eso está bien.
– A juzgar por la forma tan rápida con que salió del comedor, creo que recibirá esa llamada con gran satisfacción.
– Sí -replicó Cal-. Me alegro de que el banquete haya terminado.
– Ahora, después de esos discursos, parece que ya podemos considerarnos jefes oficialmente. Bueno, seguiremos mañana. No sé tú, pero yo estoy hecho polvo.
Cal colgó deseando sentirse igual de contento, pero sentía una angustia que seguramente no le dejaría dormir. Cuando llegase a casa, telefonearía a su hermano. Cualquier cosa con tal de apartar de su mente a Alex, que estaba a poco más de un kilómetro. Todo lo que tenía que hacer era montar en la camioneta y presentarse allí en cinco minutos.
«¿Y cuando estés allí, qué vas a hacer, Hollis?», le dijo su voz interior.
Una montaña de imágenes acudió a su recuerdo.
De lo sublime a lo ridículo. Bueno, tal vez no fuera ridículo, se corrigió Alex al día siguiente por la mañana. Pero después de una noche en el Ahwahnee con sus vidrieras y tapices, la estación de esquí de Sugar Pines, con sus literas y sus humildes cuartos de baño, supondría una experiencia de austeridad para los chicos. En total habría en el albergue unos setenta voluntarios. Las chicas se alojaban arriba y, los chicos, en la planta de abajo.