Con la promesa de volver a ver a la familia en cinco semanas, había regresado a California deseando ver una vez más el esplendor y la majestuosidad de Yosemite.
Pero, por ironías del destino, desde su llegada, hacía ahora poco más de veinticuatro horas, había estado lloviendo a cántaros.
Cal había leído en alguna revista que esa expresión era algo rural, pasada de moda, y que era más adecuado decir «lloviendo a mares». Sobre todo desde que, según había publicado un periódico hacía unos días, una mujer de Lajamanu, un pequeño pueblo del desierto australiano, había hallado media docena de peces en el jardín de su casa, después de un fuerte aguacero. Los científicos, que siempre le encontraban explicación a todo, afirmaron que el fenómeno se había debido a la potencia del tornado que se produjo durante la tormenta, que había arrastrado por los aires a los peces de un lago cercano, dispersándolos luego en todas direcciones.
Aquel día de mediados de mayo Yosemite estaba bajo un diluvio que probablemente duraría todo el día. La lluvia era tan copiosa que casi ni se veía la imponente cresta del Half Dome, cuya formación granítica de casi mil quinientos metros de altura dominaba el valle. Cal esperó que la lona enorme que había puesto previsoramente para proteger todas sus pertenencias hubiera cumplido su misión.
Había dejado su Xterra todoterreno en Wawona, donde había estado alojado hasta entonces, a la espera de conocer su nuevo destino. El jefe Rossiter le había informado por correo electrónico que se presentase en Yosemite Village el sábado a las ocho en punto de la mañana con sus cosas.
Cal estaba sorprendido de que Vance se levantara tan temprano. Acababa de ser padre por segunda vez. Y, en realidad, aquél era su primer hijo. El anterior, Nicky, era el sobrino de su esposa Rachel, un niño muy guapo y simpático al que habían decidido adoptar.
Se rumoreaba que el jefe apenas podía conciliar el sueño. Todos los rangers se reían porque Vance iba por ahí con una sonrisa bobalicona, enseñando a todo el mundo fotos de su hijo Parker y diciendo que era su viva imagen. Cal no podía hacerse a la idea de llegar a ser tan feliz como su jefe, máxime cuando se había quedado viudo a las dos semanas de la boda.
Miró el reloj. Sólo le quedaban cinco minutos para llegar allí, pero la carretera de Yosemite Village estaba muy peligrosa con aquella lluvia y había que conducir con mucha precaución. A veces, un oso negro en busca de refugio se cruzaba por la carretera en el momento más inoportuno. Había visto ya demasiados accidentes así.
Aunque todos los animales del parque parecían haberse resguardado aquel día en sus madrigueras y guaridas, Cal conducía con la máxima atención y la vista puesta en el firme de la carretera. Su respeto por todas las criaturas de la naturaleza, grandes o pequeñas, le hacía salirse de vez en cuando del camino para preservar la vida de aquellos seres. Y, muy en particular, de las ranas, una especie en peligro de extinción.
Algunos expertos afirmaban que la preocupante disminución de la población de anfibios del parque se debía a los cambios climáticos. Otros echaban la culpa a los pesticidas. Había evidencias de que los vientos del oeste llevaban restos de los productos químicos con los que fumigaban los campos del valle de San Joaquín directamente hacia el parque de Yosemite, impregnando la piel de las ranas de una capa impermeable que les impedía respirar.
Cal sospechaba que había otras causas que nadie había imaginado todavía. Como ranger del parque, había llegado a sentir que todo en la naturaleza formaba parte de una obra maestra.
Más por instinto que por la visibilidad de la carretera, tomó la desviación que llevaba a la oficina central del parque. No había mucha gente por allí. No se veían más automóviles que unos cuantos camiones oficiales de mantenimiento y conservación, lo que significaba que apenas debía de haber turistas por el momento. Eso era una ventaja.
Se detuvo en una zona de aparcamiento cerca de la entrada y salió del vehículo tras apagar las luces y el motor.
– ¡Hola, Cal! -dijo la ranger Davis, encargada de la recepción.
Él se volvió hacia ella. Le agradaba su acento sureño.
– Oye, Cindy, ¿cómo has conseguido sobrevivir a estas lluvias torrenciales? -dijo él, quitándose el sombrero para sacudirse el agua y poniéndoselo luego de nuevo.
– Muy fácil, con un impermeable. Seguro que has oído hablar de ellos -replicó Cindy con una cálida sonrisa-. Los jefazos están en la sala de reuniones… ¿Qué está pasando, Cal?
– Que me aspen si lo sé, querida -dijo él en broma, imitando su acento de forma exagerada.
– Algo gordo se está cociendo, créeme.
La ranger Davis tenía muy buen carácter y muy buena disposición. A todo el mundo le caía bien. Había sido también muy amiga de Leeann.
– Pues no sabes cuánto me alegro. Me encantan los guisos, Cindy.
– ¡Oh! -dijo ella con un mohín, viendo que le estaba tomando el pelo-. ¡Fuera de aquí!
– Sí, ya me voy -replicó él con una sonrisa, y se dirigió a la sala de reuniones.
Al llegar a la puerta vio a Beth, la secretaria de Vance, una mujer de mediana edad. Iba con dos bandejas repletas de humeantes tazas de café y se la veía algo apurada.
– ¿Necesitas ayuda, Beth?
– Gracias, puedo arreglármelas. Pero podrías traerme los donuts y las servilletas. Están en mi mesa.
– Dile luego al jefe que te he estado ayudando, así no me pondrá una cruz por haber llegado tarde -dijo Cal, dirigiéndose hacia la mesa de Beth mientras escuchaba su risa a lo lejos.
Encontró tres paquetes de donuts y una bolsa de servilletas de papel. Estaba muerto de hambre, así que abrió uno de los paquetes y sacó un donut de chocolate.
Lo había devorado ya cuando se presentó en la sala de reuniones. Beth le recogió las cosas que llevaba y lo puso todo sobre una mesita que había pegada a la pared.
– Tienes un poco de chocolate en la boca -le dijo ella en voz baja.
– ¿En qué lado?
– Yo me limpiaría los dos.
Tomó una servilleta para borrar las pruebas del delito.
– ¿Y ahora? ¿Cómo me ves?
– Si lo que quieres es que te regale los oídos, vas fresco.
Él se rió y dejó el sombrero al otro lado de la mesa. Por el sonido que hacía el techo, debía de estar cayendo una lluvia torrencial. La sala estaba llena de gente. Cal echó un vistazo a la gran mesa ovalada y tomó asiento entre dos de sus mejores amigos, el ranger Mark Sims y el ranger Chase Jarvis, ayudante del jefe. Ambos estaban hablando en ese momento por sus teléfonos móviles.
Chase miró de reojo el uniforme mojado de Cal y sonrió con cara de burla nada más colgar el teléfono.
– No empieces, Chase -le advirtió Cal.
– No sé por qué lo dices, Cal. Me he pasado toda la noche de guardia. ¿Cómo te ha ido en Ohio?
– Mejor que nunca. Gracias por haberme dado esos días libres.
Sólo había un problema cada vez que iba a casa de su familia: sus padres se estaban haciendo viejos y él volvía siempre a Yosemite con un sentimiento de culpabilidad. Pero sabía que sería muy desgraciado si se quedaba con ellos. Estaba tratando de superar su dolor por la pérdida de Leeann y estar en contacto con la naturaleza, haciendo lo que más le gustaba, le ayudaba a cicatrizar las heridas.
– Me alegro por ti, Cal -replicó Chase, interrumpiendo sus pensamientos-. Todo el mundo necesita unas vacaciones de vez en cuando.
– Tienes razón. Tengo intención de ir a ver a mi familia más a menudo.
– Tienes suerte de tenerla -dijo Chase, que había sido hijo único y sus padres ya habían fallecido-. Ven a hablar conmigo luego y haremos un calendario con los días que puedes tomarte libres de aquí a final de año.