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¡Sólo quedaban dos días! Si su padre no hubiera llevado la solicitud en mano, habría expirado el plazo.

Salió corriendo del edificio con la carta en la mano. Tenía muchas cosas que hacer antes de tomar al día siguiente el vuelo hacia Merced. Lo primero era ir a la peluquería.

– ¿De veras quieres que te lo deje tan corto? -exclamó Darlene con cara de espanto-. ¡Tienes que estar bromeando!

– La nueva Alex quiere parecer la mujer de veintiséis años que es en realidad y no una quinceañera obsesionada por la moda. Necesito dar la imagen de una mujer independiente y segura de sí misma -añadió con una sonrisa-. Quiero un look chic, con un toque de clase, pero sin exagerar.

– ¿No te parece que pides demasiado? -dijo Darlene sonriendo, mientras buscaba en la mesa de al lado un catálogo con las últimas novedades en cortes de pelo-. Echa un vistazo a éstos mientras voy por las tijeras.

Alex no tardó ni cinco segundos en decidirse.

– Éste -dijo señalando una foto del catálogo.

La modelo lucía una melena muy corta con las puntas ligeramente curvadas y un flequillo tapándole la frente.

– Sí, tienes la cara ovalada y te irá bien.

– Adelante, pues.

La estilista se puso manos a la obra y justo cuando estaba a punto de terminar, llegó Michael, el otro peluquero.

– A muchas mujeres les gustaría conseguir este color oro platino. Si pudiera encontrar la fórmula para conseguirlo… -dijo Michael.

Alex se quitó el delantal azul, se levantó de la silla y miró a Michael fijamente.

– ¿Cómo me ves? Sinceramente.

Michael ladeó la cabeza y la observó atentamente.

– ¿Quién eres? ¿De quién estás tratando de esconderte?

Michael demostraba ser muy perspicaz. Pero estaba equivocado. Era Cal el que quería esconderse de ella. Eso le había partido el corazón. Pero había tenido un año para superarlo.

– No, no se trata de eso. Quiero que la gente me vea, de ahora en adelante, como a una mujer adulta y responsable en la que se puede confiar.

– ¡Qué interesante! -exclamó Michael con una falsa sonrisa-. Entonces usa colores menos cálidos en tu barra de labios y en tu sombra de ojos. Tienes unos ojos expresivos. No uses maquillaje para la cara a menos que vayas a salir por la noche. No lo necesitas. Con el pelo y la piel tan brillantes que tienes, cuanto más natural vayas, mejor.

– Estoy de acuerdo con él -dijo Darlene.

– Gracias a los dos. Os lo digo con toda franqueza -replicó Alex, dejando un billete de cien dólares en la mesa-. Ahora, deseadme suerte.

Salió de la peluquería sintiéndose más ligera, tanto física como psicológicamente. Mientras caminaba por el centro comercial en dirección a la tienda de prendas deportivas, se iba mirando en los escaparates de los establecimientos, sin poderse creer que la imagen que reflejaban fuera la suya.

– Hola -le dijo a una dependienta al entrar en la tienda-. Me gustaría que me ayudara a elegir un conjunto que fuera adecuado para una entrevista que tengo en un parque nacional. Quiero conseguir un trabajo como voluntaria y necesito algo discreto pero a la vez sofisticado.

– Tenemos un suéter de algodón, que acabamos de recibir, en tono verde oliva oscuro. Tiene cuello y manga corta. Pase por aquí, por favor. Lo hemos emparejado con estos pantalones plisados de sarga color canela. Es un conjunto encantador y creo que le sentará muy bien. Pero si no le gusta el verde, el suéter viene también en rojo burdeos, en naranja tostado y en azul persa.

– El verde es perfecto. Voy a probármelo -dijo Alex sin dudarlo.

– ¿Qué número de zapatos usa?

– El treinta y siete.

Cuando Alex volvió del probador, la dependienta le mostró unas zapatillas deportivas de senderismo de ante y piel en tono marrón oscuro. Se las puso y le gustaron. Luego eligió unos calcetines a juego, un par de pantalones vaqueros y otro par de blusas de manga corta en color canela y crema.

– Me llevaré todo esto -le dijo a la dependienta-. Y gracias, me ha sido de gran ayuda.

Tras detenerse un par de minutos en la perfumería para comprar la barra de labios que le había sugerido Michael, tomó el coche y volvió al rancho. Sus hermanos, al verla, le dijeron que ya era hora de que hubiera dejado atrás su antiguo peinado y su vestuario tan formal.

Esa noche se puso la ropa que acaba de comprarse y se dirigió a la cocina, donde estaban sus padres sentados tranquilamente tomando un café con un trozo de tarta de manzana.

– ¡Cariño…! -exclamaron los dos al verla entrar.

El gesto de sorpresa que vio en sus caras lo decía todo.

– Me alegra que os hayáis quedado mudos. Supongo que os estaréis preguntando la razón de todo esto, ¿verdad?

– dijo ella entregándoles la carta del parque nacional-. Quiero que el jefe Rossiter tenga confianza en mí y en mi proyecto.

Sus padres leyeron la carta y luego su padre la miró con unos ojos llenos de afecto y orgullo.

– Cuenta con mi voto, cariño.

– ¿Qué planes tienes? -le preguntó su madre.

– Tomaré mañana por la mañana el vuelo a Merced -respondió Alex-. He reservado una habitación en el Holiday Inn. El lunes por la mañana alquilaré un coche para ir a la entrevista en Yosemite Village.

Su madre se levantó de la silla y le dio un gran abrazo. Muriel era una mujer esbelta de casi un metro setenta. Todo el mundo le decía a Alex que se parecía a ella.

– Bien hecho, hija mía. Vas allí por cuestión de trabajo, no por otra razón. Veo que ya no eres una niña. Has madurado.

Mientras Jeff descargaba las cosas de la camioneta, Cal estaba terminando de colocar sus libros en las estanterías que había puesto en el estudio de su nueva casa. Eran los libros de texto que había usado mientras estudiaba en la Universidad de Cincinnati, primero para licenciarse en Biología y luego para el máster.

En la pared de enfrente había colocado unos paneles para sujetar los mapas que manejaba en el día a día. Eran los cuadrantes que cubrían todo el territorio del parque. Luego tendría que montar su gran mesa de dibujo y la lámpara de pie. Necesitaba una gran superficie para desarrollar su trabajo. Después, sólo faltaría instalar el ordenador.

– Nunca había visto este óleo antes. ¿Dónde quieres que lo ponga? -dijo Jeff desde la puerta.

Cal sabía a qué cuadro se refería y no necesitó volver la cabeza para mirarlo.

– Déjalo apoyado en la pared del cuarto de invitados, con las otras cajas.

El cuadro con la imagen de la capilla de San Miguel de Santa Fe había sido un regalo de agradecimiento del senador Harcourt.

Su hija, Alex, se había pasado todo el tiempo junto a la cama de su padre, que parecía haber sufrido un ataque al corazón durante una excursión por la zona de Dana Meadows en el extremo oriental del parque. Cal, que había llegado el primero, le había practicado las maniobras de resucitación cardiopulmonar y le había acompañado al hospital en el helicóptero de emergencias. Alex había temido tanto por la vida de su padre que, cuando el médico le dijo finalmente que sólo había sufrido una fuerte indigestión, le dio un abrazo a Cal como forma de agradecerle todo lo que había hecho por su padre.

Cal había sentido el calor de su cuerpo juvenil sobre su pecho, pero había comprendido enseguida que era demasiado joven para él. El jefe Vance le recordó, sin ninguna sutileza, que era la hija del senador y que sería mejor que apartase las manos de ella. Él había hecho caso omiso y había estado viéndose con Alex en el parque durante el año anterior. Aunque se había jurado que no volvería a ocurrir.

Por aquella época, Leeann Gris había sido transferida a Yosemite. Cal y ella se habían conocido cuando los dos trabajaban en el Parque Nacional de las Montañas Rocosas. Pero a Cal lo destinaron a los pocos meses a Yosemite. La relación afectiva que había entre ellos quedó truncada y se quedaron con la duda de lo que podría haber llegado a suceder.