Thompson la miró sorprendido con sus ojos de avellana, como si ella fuera un ser extraño que hubiera caído de repente de otro planeta.
– No hay nada como ver la naturaleza en toda su dimensión para abrir las mentes de los jóvenes y darles una visión más amplia de la vida. Ellos saben el amor que siento por Yosemite y me han expresado su interés por formar parte de esta idea. La fundación Trent financiaría el proyecto, por supuesto. Diez mil dólares por cada chico y temporada. Este dinero sale de mi herencia personal. Mis padres no tienen nada que ver en esto -dijo Alex muy seria mirando fijamente al ranger Thompson-. El proyecto es idea mía. Mi padre hace ya algunos años que dejó su cargo en el Senado, así que si usted decide que mi proyecto no es adecuado para el parque, no se preocupe, no intentará presionarle para hacerle cambiar de opinión.
Aunque Alex quería dejar bien claro que todo el proyecto había sido iniciativa suya, pensó que no debía seguir incidiendo sobre ese punto.
– Mi padre fue presidente de la comisión de Medio Ambiente del Senado, competente en temas de recursos naturales y energías renovables. Por eso sé que el resto de los parques naturales tienen los mismos problemas y ofrecen los mismos programas que Yosemite, pero pensé en empezar por éste porque amo este lugar.
Emulando a su madre, Alex se levantó de la silla, dispuesta a salir dignamente por la puerta tras su concisa pero emotiva presentación.
– Si piensa que mi proyecto puede ofrecer algún interés para el parque, puede encontrar mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico al pie de la solicitud. Gracias por su tiempo, ranger Thompson.
– Por favor, siéntese, señorita Harcourt -dijo Thompson de forma inesperada-. Creo que el jefe Rossiter debe conocer su proyecto antes de tomar ninguna decisión.
Alex no podría estar más feliz. Sentía el efecto de la adrenalina corriéndole por las venas, pero esperó paciente a que Thompson realizara su consulta telefónica.
– Por desgracia, no está en el edificio. ¿Podría volver mañana por este mismo despacho a las nueve de la mañana? Rossiter la estará esperando.
– Naturalmente. Gracias.
El Cascade Bear Institute se asentaba en las colinas de los alrededores de Redding, California. Estaba dirigido por Gretchen Jeris, una bióloga que tenía la teoría de que era posible convivir con los osos sin necesidad de matarlos. Después de años de investigación, había encontrado la solución en el perro oso de Carelia, una raza canina muy peculiar que se había traído de Finlandia.
Aquel lunes por la mañana, Cal se dirigió a Redding a recoger el perro que había elegido después de un complicado proceso de selección. Pensaba llevárselo a casa.
Había estado ya varias veces allí para someterse a un estricto entrenamiento a cargo de la exigente doctora Jeris. Los perros de esa raza eran todos diferentes, no había dos perros iguales. Cada uno necesitaba un tipo de adiestramiento distinto. Era fundamental que la personalidad del perro se adaptase a la de su amo si se quería que congeniasen.
Gretchen había dedicado su vida a la cría de perros seleccionados y a promocionar su utilidad a través de diversos institutos y organismos de todo el mundo, compartiendo su plan de entrenamiento. El cachorro de Cal llevaba la sangre de un perro finlandés muy galardonado, Paavo Ahtisaari, un campeón internacional de una raza de campeones. Gretchen había observado que aquel cachorro había nacido con tal valor y agresividad que lo hacía idóneo para rastrear, perseguir y enfrentarse a los osos y los alces.
Por la rapidez de sus reflejos y sus instintos, los perros osos de Carelia podían ahuyentar a cualquier oso sin ningún problema e incluso atacarle con suma agresividad de ser necesario. Sacrificarían su propia vida por la de su amo o por la persona que hubieran dejado a su cuidado. Por esa razón necesitaban un adiestramiento especial, para aprender a controlarse y a canalizar esa agresividad.
Esa raza de perros había sido utilizada en diversas áreas de Estados Unidos y de otros lugares del mundo, pero sólo a pequeña escala y de modo experimental. También se había usado durante un tiempo en el parque de Yosemite. Cal había hablado muchas veces con Paul Thomas, su anterior jefe, sobre la posibilidad de volver a introducirlos en él. Además de controlar a los osos, serían una ayuda excelente para atrapar a los cazadores furtivos de osos y venados, un eterno quebradero de cabeza para los rangers del parque.
Paul se había mostrado favorable a su idea, pero el antiguo superintendente, un hombre ya de avanzada edad a punto de jubilarse, no dio su aprobación. Cuando Telford fue nombrado superintendente, se mostró más dispuesto a poner en marcha el proyecto, pero aún quedaban los problemas de financiación. El funcionamiento del parque dependía en gran medida de las donaciones privadas.
Cuando Cal encontró el verano anterior a dos osos muertos por disparos, le dijo a Paul que ponía a disposición su propio dinero para arrancar un proyecto piloto. Paul lo discutió con Telford y Cal recibió finalmente el visto bueno. Ahora que Cal era el responsable de velar por la flora y la fauna de Yosemite, confiaba en que cuando todo el mundo viese la utilidad de esos perros en el parque, llegasen las donaciones esperadas.
Gretchen estaba ya al tanto de la visita de Cal. Cuando le vio llegar, se dirigió hacia él con una gran jaula en la que había tres pequeños perros. Cal se agachó a mirarlos. Los cachorros tenían sólo cuatro meses. Eran prácticamente negros con algunas manchas blancas y tenían las orejas de punta. Parecían perros esquimales jóvenes.
Él siempre había tenido un perro cuando vivía en la granja de su familia en Ohio. Se sentía tan emocionado como un niño ante la idea de volver a tener un nuevo cachorro.
La doctora Gretchen, tras explicarle que los tres eran de la misma camada, abrió la jaula y sacó a Sergei. El animal reconoció de inmediato a Cal por sus visitas anteriores. Cal se rió por lo bajo al ver que el gesto del animal había despertado los celos de sus hermanos.
– ¿Sergei? El ranger Hollis y tú vais a ser compañeros y trabajaréis juntos -dijo la doctora dándole la correa a Cal-. Espero que os llevéis bien.
Cal se quedó contemplando unos segundos a su nuevo perro. Sergei le miraba a su vez con unos ojos como si quisiera transmitirle sus pensamientos.
– ¿Quieres venirte conmigo a casa? ¿Te gustaría ir conmigo a buscar osos?
Aquel perro comería, dormiría e iría a trabajar con él. Cal pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, y el adiestramiento de Sergei sería un proceso continuo, un día aprendería una cosa y al día siguiente otra, hasta acostumbrarse a convivir con cientos de personas todos los días.
Cal probó a darle a Sergei algunas órdenes y vio enseguida lo inteligente que era. Volvió a dejarlo en la jaula. Gretchen había pasado dentro a jugar con los otros dos cachorros, pero le vio entrar.
– Debería haberle presentado a los hermanos de Sergei, Yuri y Peter -dijo la doctora al verle entrar, y luego añadió al ver su sonrisa-: Me gustan los compositores rusos.
– A mí también.
– Estos perros prefieren estar con los de su misma raza y a estos tres en particular les gusta estar juntos. Pero Sergei es el único que ha sacado las cualidades genuinas de un verdadero perro de Carelia. Sus hermanos le echarán de menos. Igual que yo -dijo cerrando la jaula.
Al igual que los bebés, los cachorros requerían muchos cuidados. Cal había llevado una lona para echarla por encima, en caso de que se pusiese a llover.
Puso a Sergei en su nueva jaula y la dejó en la parte de atrás de la camioneta sin que el animal se quejara lo más mínimo. Luego cargó el resto de los suministros. Gretchen le dio suficiente comida para dos meses.