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Entonces oyó una voz, sufrió un sobresalto y a punto estuvo de perder el precario equilibrio que guardaba. Era una voz de hombre que hablaba tranquilamente y con desenvoltura. Era la voz de él, aunque no había nadie más en la habitación para responderle. Descontándola a ella.

– Yo diría que lo más inteligente que se puede hacer -dijo la voz- es bajar de ahí. Parece un asiento bastante incómodo.

¡Se había dado cuenta! ¡Y desde el principio!

Se incorporó lentamente y bajó la escalera con cuidado, pero con las fosas nasales dilatadas de furia. Había estado jugando con ella. Cuánto había disfrutado al saberla en aquella situación.

Cuando sus pies descalzos tocaron por fin la cálida seguridad de la alfombra, la furia desapareció y la humillación ocupó su lugar. Sólo llevaba puesto el camisón y ni siquiera tenía a mano una bata que la ocultara decentemente. Y había estado escondida en lo alto de la escalera durante Dios sabe cuánto tiempo, creyéndose inadvertida.

– ¿Ha bajado ya? -preguntó la voz, con un ligero timbre de aburrimiento-. Póngase donde pueda verla.

Laura rodeó el sillón, manteniéndose en las sombras, guardando toda la distancia posible entre el sillón y su persona. Él tenía la mirada fija en el libro, como si leyera. Laura se preguntó si echaría a correr tras ella si ella trataba de ganar la puerta. Sin duda la despedirían a la mañana siguiente. Aunque iban a despedirla de todos modos.

– Acérquese -dijo el conde, sin apartar la mirada del libro-. Más. Dentro del círculo de luz de las velas.

La luz de las velas ciertamente no llegaba muy lejos. A Laura no le quedó más remedio que situarse a dos pasos del sillón. Se quedó de pie frente a él, conteniendo las ganas de bajar la cabeza, aunque no creía haber pasado tanta vergüenza en toda su vida. Miró fijamente la cabeza agachada del conde hasta que por fin, al cabo de unos minutos, el hombre cerró el libro, lo dejó en la bandeja, junto al frasco de licor, y levantó los ojos hacia ella.

Laura tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder. Aquellos ojos claros, de párpados más bien gruesos, parecían llegar hasta el fondo de su cerebro. Mejor dicho, parecían mirar directamente en su alma.

Se hizo patente entonces, por si no se había dado cuenta antes, que era un hombre acostumbrado a tener y a imponer autoridad. Se quedó en silencio durante tanto tiempo que Laura creyó reducirse de tamaño, y se preguntó tontamente si estaría esperando que ella dijera algo o que se pusiera de rodillas y suplicara piedad. Tuvo que recordarse que era una señora, aunque su padre estaba sin blanca y ella se veía obligada a ganarse la vida. Levantó la barbilla ligeramente.

– Vaya -dijo por fin el conde, todavía con un ligero timbre de aburrimiento en la voz-. Me preguntaba si sabría usted lo que es la compostura. Sería muy extraño que no lo supiera.

Se estaba refiriendo, por supuesto, a su cabello, de tono oscuro pero inconfundiblemente rojo. Todas las mechas estaban a la vista, desde la raíz a las puntas. Qué horrible humillación. No se le había ocurrido pensar en su camisón o en sus pies descalzos.

– ¿Se me permite preguntar qué hace merodeando por mi casa en semejante estado de… de semidesnudez? -preguntó, recorriéndola otra vez con los ojos y quitándole una prenda tras otra mientras la miraba, tal como había hecho por la mañana en el estudio. Laura hundió en la alfombra los dedos de los pies-. ¿Buscaba quizá lacayos predispuestos?

Laura sintió que se le dilataban otra vez las fosas nasales.

– Si ésas fueran mis intenciones, señor -dijo-, no estaría en la biblioteca, en lo alto de una escalera, ¿no le parece? A menos que estuviera dispuesta a pasar la noche sola -añadió indignada. Oyó el eco de sus propias palabras, sin poder creer que las hubiera pronunciado.

– Buen argumento -dijo él, arqueando con arrogancia las cejas-. Pero habrían tenido que advertirle que no debe usted enseñarme las garras, señorita… ¿Melfort? No le gustarían las consecuencias de querer hundirlas en mi persona -añadió, adelantándose de repente y alargando la mano para coger el libro que ella llevaba apretado contra el pecho. Laura sintió el roce de sus dedos, ya sin anillos, en un pezón y no tuvo fuerzas para impedir que le quitara el volumen.

El conde se arrellanó en el sillón y miró la cubierta y el lomo del libro antes de abrirlo y pasar las páginas con cuidado.

– ¿Le gustan las historias de aventuras y pasiones? -le preguntó. Laura miró con odio la agachada cabeza del hombre.

– Señor -dijo-, me gustaría recordarle que, aunque sea empleada suya, soy una señora.

El conde la traspasó con sus helados ojos azules.

– Si le hubiera preguntado eso, señorita Melfort -dijo-, no habría hablado de historias de aventuras, sino que habría ido directamente al grano. Sólo preguntaba por sus gustos literarios.

Si el suelo de la biblioteca se hubiera abierto en aquel instante bajo sus pies para dejar al descubierto una sima, Laura habría saltado con alegría, aunque hubiera estado llena de demonios con tridentes. El conde la había malinterpretado. ¡Qué horror y qué vergüenza!

Se humedeció los labios y vio que los ojos masculinos seguían el gesto. -Este libro es algo así como una herencia de familia -prosiguió el conde-. Mi madre se lo legó a mi hermana. Aunque soy lector, nunca he sentido interés por este género. Es una historia de aventuras, creo. ¿Por eso lo seleccionó?

Laura no había seleccionado nada. Sólo era el libro que tenía en la mano cuando lo había oído llegar.

– Sí -dijo-. Quería algo que me hiciera dormir.

El conde la miró de nuevo, deteniendo los ojos en sus pechos, cuya generosa redondez había esperado en vano que quedara oculta por el camisón. Ojalá se hubiera mordido la lengua, aunque ahora ya no tenía sentido hacerlo. No podía borrar lo que había dicho.

– Más le habría valido buscar un lacayo -murmuró el conde. Laura respiró hondo y vio que volvía a fijarse en sus pechos-. Tenga -añadió, alargándole el volumen-. Acuéstese con él, señorita Melfort. Y que un amante imaginario le haga conciliar el sueño. Creo que se llama Damon. Ya me contarás si hace honor a su nombre. Sugiere cierta… cierta virilidad, ¿no le parece?

Ella recogió el libro, guardándose de tocarle la mano al hacerlo. Se estaba burlando de ella. Burlándose de la idea de leer historias de pasiones. Muy típico de los hombres. Sus gustos literarios eran amplios y variados, pero no se trataba de eso.

– Quizá lea historias de aventuras y pasiones -dijo, mirándolo deliberadamente a los ojos, sabiendo que la estaba obligando a decir lo que jamás debería decir-, pero no para encontrar un amante imaginario que caliente mi solitaria cama de solterona, sino para conocer los aspectos más adorables de la vida, esos en los que el amor, la entrega y las relaciones dan alegría y significado a una existencia que a menudo se desperdicia en la satisfacción de los sentidos y en la infelicidad más elemental.

Ante su sorpresa e irritación, el conde pareció encontrarlo gracioso. Se puso en pie y ella pudo comprobar, como aquella misma mañana, su notable estatura, aunque ya no calzaba botas. Laura no era baja, pero su frente apenas le llegaba a la barbilla. Y tampoco ella podía apartar del pensamiento el semidesnudo pecho masculino, cubierto por una película de vello negro.

El conde le puso una mano bajo la barbilla, aunque ella no había bajado la cabeza, y con la yema del pulgar le acarició los labios; fue un breve y electrificante momento durante el que casi se le doblaron las rodillas.

– Un discurso digno de una solterona, señorita Melfort -dijo el hombre-. Pero debería probar a satisfacer sus sentidos uno de estos días. Es una forma maravillosa de pasar una vida que carece de significado. Ha hecho un buen trabajo con Beatrice. A pesar del alarmante despliegue de entusiasmo de esta mañana, tiene agradables modales y puede conversar sobre una gran variedad de temas, desde el clima hasta los sombreros y los abanicos. Desde luego, está creciendo y acabará siendo la belleza que prometía desde que era niña. Dentro de dos o tres años, podré concertarle un buen casamiento. ¿Sabe bailar?