No era el momento de soñar con lo que le gustaría hacer, y menos con la institutriz de su sobrina. Ningún momento sería el indicado, pero aquél era el peor de todos.
Había decidido comprometerse.
Con la honorable Alice Hopkins, hija del vizconde de Gleam. Alguien de su misma clase y condición. Alguien que llevaba en sociedad tres años (tenía ya veintiuno, diez menos que él) y conocía las normas de la vida social. Era guapa, educada y encantadora. Totalmente apropiada para él. Sería una anfitriona perfecta, una compañía amena y una madre ideal para sus hijos. Entendería que él quisiera vivir gran parte de su vida a su aire… lo mismo que ella,
Y así fueron felices y comieron perdices. Ojalá no hubiera oído aquellas palabras, pronunciadas por la desdeñosa voz de la institutriz de Beatrice.
Había invitado a la señorita Hopkins y a sus padres, y a muchos otros huéspedes, a pasar unas semanas en Dearborne, su mansión rural. Aunque ya había elegido, no lo había hecho de manera tan ostentosa que no pudiera retirar honorablemente sus atenciones. Todavía no había hecho ninguna proposición ni había hablado con el padre de su interés por ella. El matrimonio era para toda la vida. No era cuestión de tomárselo a la ligera. Averiguaría qué tal congeniaban en un entorno campestre.
Pero la decisión estaba tomada. A menos que sucediera algo inesperado, hablaría con Gleam antes de que se fueran los invitados. Y se casaría con la hija de Gleam antes de Navidad.
Desde luego, no tenía la menor intención de dejarse tentar por una institutriz marisabidilla y gazmoña que tenía el pelo más bonito que había visto en su vida y que descalza y con un largo camisón de algodón y sin adornos estaba irresistible. Y cuya mano, al apoyarse en su pecho desnudo, le había quemado como un ascua.
Maldición, no quería que lo distrajeran de sus asuntos. Y no habría ocurrido si aquella mujer no hubiera estado vagando por la casa a medianoche escandalosamente ataviada. Al abrir la puerta de la biblioteca había entrevisto una figura vestida de blanco flotando cerca del techo, y había pensado que era un fantasma o un ángel. Había decidido burlarse de ella y castigarla por haber quedado ante sí mismo como un idiota redomado; fingió que no la veía y así la había obligado a quedarse allí arriba durante cuarenta y cinco minutos; su intención había sido esperar una hora, pero no había tenido tanta paciencia.
Habría tenido que darle un grito nada más verla y enviarla inmediatamente a su cuarto.
Pero el daño estaba hecho. La había visto aquella mañana en el estudio; le había parecido una mujer todavía joven, tirando a guapa, serena y disciplinada… la típica institutriz, si es que existía algo parecido. Todas las veces que la vio después de aquella noche en la biblioteca tenía el mismo talante, como si nada fuera capaz de turbar su equilibrio.
Pero había visto su cabello cayéndole por la espalda. La había visto con un salto de cama. La había besado y había estrechado su cuerpo esbelto contra el suyo. Y el dorso de su mano se había posado en su pecho, cerca del corazón.
La deseaba más que a ninguna otra mujer en los últimos tiempos. Probablemente porque no podía tenerla, se dijo con firmeza. Era fruta prohibida.
Siempre había estado muy unido a Beatrice. Sentía lástima por la muchacha, abandonada en su más tierna infancia por su madre, que había huido con un amante, y durante mucho tiempo desdeñada por su padre. Él solía pasar largos ratos en el cuarto de los niños, jugando con ella, escuchándola con complacida tolerancia, llevándola de vez en cuando a cabalgar por el parque que rodeaba la mansión. Beatrice sentía adoración por él.
Así pues, durante los días que siguieron a su regreso e incluso después de la llegada de los invitados, no dejó de repetirse que tenía derecho a visitar el estudio para comprobar por sí mismo los progresos que hacía su sobrina para convertirse en una damisela digna de la buena sociedad y del marido de alta cuna que él mismo le encontraría cuando cumpliera los dieciocho.
Tenía la impresión de que Beatrice se exhibía ante él cada vez que iba a verla. La verdad es que le sonreía y le hablaba con excitación, tocaba el pianoforte y le cantaba todas sus canciones favoritas, le enseñaba sus mejores bordados y sus mejores dibujos buscando su admiración, le suplicaba que le permitiera cenar con los invitados e ir con ellos de merienda y a otras excursiones, y en general, supuso, era una dura prueba para la señorita Melfort. La señorita Laura Melfort, pues había averiguado su nombre de pila.
También se había dado cuenta de que la señorita Laura Melfort no sonreía ni una sola vez durante sus visitas al estudio, ni levantaba los ojos para mirarle, ni daba el menor indicio de que se enteraba de que él estaba en la misma habitación o en el mismo universo que ella.
El conde se preguntaba si estaría tan obsesionada por él como él por ella. Se preguntaba si desearía acostarse con él con tanta intensidad como él lo deseaba. La verdad es que encontraba su serenidad y su recato insoportablemente atractivos.
Una tarde no tuvo más remedio que levantar los ojos hacia él y reconocer su presencia. Había estado paseando con la señorita Hopkins, una hermana de ésta y otros invitados. Habían caminado entre los árboles hacia el este de la casa, por la orilla del río que les conduciría al lago. Beatrice y Laura Melfort estaban sentadas en la orilla… hasta que Beatrice vio que se acercaban y se puso en pie de un salto. Se sintió orgulloso al comprobar que su sobrina había recordado que no debía correr hacia él gritando su nombre. Lejos de ello, esbozó una sonrisa encantadora, se ruborizó, hizo una reverencia y demostró a todos que se estaba volviendo una joven fascinante. El conde le devolvió la sonrisa con afecto.
Le había permitido tomar el té con sus invitados unos días antes y entonces se había comportado con mucha propiedad. La señorita Hopkins y su hermana la invitaron a unirse al grupo y Beatrice miró con ojos brillantes, primero a su institutriz, que se había puesto lentamente en pie y permanecía a la sombra de un viejo roble, y luego a él. Ambos asintieron con la cabeza y Beatrice reprimió un grito y dejó que la señorita Hopkins se le colgara de un brazo y la señora Crawford del otro, y echaron a andar. Los demás invitados les seguían como una alegre comitiva.
La señorita Laura Melfort, se dijo el conde de Dearborne, sabía confundirse con el paisaje. Dudaba que la señorita Hopkins ni nadie se hubiera percatado de su presencia. Claro que era una sirvienta. Los criados tenían que ser invisibles. El conde se quedó donde estaba hasta que su futura y los invitados dejaron de verse y oírse.
El contraste era tremendo. Alice Hopkins, rubia, pequeña y sonriente, iba envuelta en delicadas muselinas -el vestido, el sombrero, el calzado-, de acuerdo con los dictados de la última moda. El vestido de la señorita Melfort, escondida a la sombra del roble, era vulgar y de algodón barato. Le habría gustado vestirla de seda, de raso y muselina, pensó sin mirarla. Le habría gustado cubrirla de joyas. Y también le habría gustado desnudarla. Volvió la cabeza para mirarla. Laura estaba mirando en silencio la hierba que tenía a los pies.
Esperando a que él se fuera para desaparecer.
– Durante un momento -dijo él- pensé que Beatrice estaba enferma. Parecía tan absorta en lo que estaba haciendo que creí que no iba a notar nuestra presencia. Es una actitud poco normal en ella.
Laura le miró y durante un segundo el conde se sintió morir bajo su franca mirada, y recordó cómo le había hecho perder la razón en la biblioteca.
– Explíquemelo -prosiguió el hombre-. Estoy convencido de que fue una confusión mía… tal vez haya sido un poco de insolación. ¿Era un libro lo que absorbía tan por completo la atención de mi sobrina?
Laura casi sonrió y en sus facciones se pintó un asomo de satisfacción.
– Sí -dijo-. Quiere leerlo ella sola. Está disgustada porque no puede hacerlo con fluidez, pero está esforzándose al máximo para conseguirlo.