– Dios del cielo -murmuró el conde-. Y ya que hablamos de insolaciones… ¿cómo ha conseguido esta alarmante transformación, señorita Melfort? ¿Poniéndola a pan y agua? ¿Aplicándole la vara dos veces al día, tras las comidas? Esta vez la sonrisa y la satisfacción fueron inconfundibles.
– Iniciándola en una historia que ahora desea leer por sí misma -dijo-. Escucharla con mi voz no es suficiente. Quiere oírla con la voz de su propia mente, aunque no lo ha dicho con estas mismas palabras.
– A ver si lo adivino -dijo el conde, tratando de no recordar el peso de los muslos de ella sobre los suyos, ni que la boca de ella se había rendido y abierto bajo la persuasión de la suya-. ¿Platón?
– No. -¡La malvada ponía cara de triunfo!
– Entonces ¿Milton?
– No. -Casi se estaba riendo. Él quería seguir con el juego mientras ella quisiera. Un pensamiento peligroso.
– No me diga -dijo el conde con una mueca- que quiere oír cómo el viril y romántico Damon le susurra dentro de la cabeza.
Laura se echó a reír. ¡Pardiez! No quería que ella se riera. Bueno, en realidad quería cogerla en brazos y girar con ella, y reír con ella.
– Es ese libro. Lo he traducido del latín al inglés para ella -dijo Laura-. Es una historia de amor, por cierto. Ha cautivado su imaginación y desea leerlo por sí misma, aunque ya se lo haya leído yo. También le he dicho que hay otros muchos libros que le parecerán tan interesantes como éste.
– ¿Historias de amor? -dijo él.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Mi sobrina va a aprender a leer para entretenerse con bobadas y sensiblerías? -dijo, tratando de sentir el asco que su intelecto le ordenaba.
– ¿El amor es sensiblero? -dijo ella-. ¿El amor es una bobada? Pues entonces déme sensiblerías bobas, señor. Déme amor.
Había algo fascinante en su expresión. Lo había visto ya un par de veces en la biblioteca. Supuso que la señorita Melfort se emocionaba tanto en las discusiones que no se detenía a elegir las palabras con cuidado.
En esta ocasión, al parecer, había metido la bonita pata hasta el fondo. Y acababa de darse cuenta.
– Eso -dijo el conde con calma- es una invitación en regla, señorita Melfort. Me disculpará usted si no le tomo la palabra.
Laura volvió a quedarse mirando la hierba. A pesar de la vulgaridad de su vestido y de su peinado, pensó él, era mucho más atractiva que Alice Hopkins. Deme amor. Oh, sí, era una invitación.
– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Me refiero a la amada de Damon.
– Angeline -dijo ella, aunque sin levantar la vista-. Tendría que haber elegido a otro hombre, uno que fuera más parecido a ella en todos los sentidos. Damon no pertenecía a su mundo.
– Entonces, ¿le parece mal? -preguntó el conde-. ¿Admite que la historia que tan fuertemente ha afectado a mi sobrina y a usted no tiene nada que ver con la realidad?
– Es posible que no -dijo ella-. Desde luego, esa clase de unión no debería funcionar. Pero quizá funcionara por la misma razón por la que debería fracasar. Es posible que si dos personas son diferentes, la misma diferencia les obligue a esforzarse para sacar adelante la relación. Quizá porque no dan nada por supuesto, como ocurriría si pertenecieran al mismo mundo.
Como él y la señorita Hopkins. Laura era de un mundo diferente. Bueno, quizá no tanto. Era una señora. Pero no pertenecía a su mundo de todas formas. En su mundo, las señoras no tenían que trabajar para ganarse la vida, ni llevaban ropa barata y práctica. En su mundo, las señoras no necesitaban utilizar el intelecto.
– Es usted una romántica incurable, señorita Melfort -dijo-. Aunque sea repetirme, creo que en su cabeza hay cerebro en lugar de serrín. Lo está haciendo muy bien con Beatrice. Estoy satisfecho.
Laura entreabrió la boca y dilató los ojos.
– Gracias -dijo, con una voz tan baja que el conde, más que oírla, le leyó los labios.
– Supongo -dijo él con un gruñido- que saber leer, por placer o por información, puede tener valor incluso para una mujer. Cómo se aprende carece de importancia. Quizá debiera leer también yo la historia de Damon y Angeline. Puede que haya conseguido usted otro adepto -dijo mirando el libro que la muchacha tenía en la mano.
– Sí -dijo Laura.
Lo que más deseaba el conde en aquel momento era acercarse a ella y besarla de nuevo. Se estaba convirtiendo en un vicio. Se preguntó cuánto tiempo le duraría si fuera libre de poseerla y utilizarla a su antojo. Tenía la extraña sensación de que el vicio no desaparecería nunca.
Porque tenía la sensación aún más extraña de que la atracción que sentía no era sólo física.
Un pensamiento alarmante.
– Voy a darle una hora de libertad, señorita Melfort -dijo-, mientras voy en busca de mis invitados. Estoy seguro de que tener un rato de intimidad durante el día es un raro lujo para usted.
Sólo después de que él se hubiera alejado con paso decidido, dejándola al pie del roble, se dio cuenta de que se había despedido de ella con la inclinación de cabeza más elegante del mundo.
A la institutriz de su sobrina. ¡A su sirvienta!
Todo el mundo sabía por qué estaban allí los invitados. Los criados siempre sabían esas cosas. Lo sabían incluso antes de que su señor regresara. Es posible, fantaseaba a veces Laura, que lo hubieran sabido incluso antes que el conde.
La señora Batters, el ama de llaves, que a veces tomaba el té con Laura por la tarde, le había dicho que el conde de Dearborne pensaba recibir a su futura, a su familia y a otros selectos invitados.
La honorable señorita Alice Hopkins iba a ser su prometida. Y era guapa, vivaracha y moderna. Todos los criados simpatizaban con ella, sobre todo porque hacía como si no existieran y en términos generales se comportaba como una gran señora debe comportarse.
– Pronto tendremos un ama en la casa -había dicho la señora Batters-. Ya era hora. La última se quedaba cinco minutos y se iba otra vez para ausentarse durante una larga temporada. Dentro de poco habrá criaturas en el cuarto de los niños, puede estar segura, mi querida señorita Melfort. Puede que la retengan a su servicio cuando lady Beatrice haya terminado su aprendizaje.
La idea le había gustado. Le había gustado. Pero ya no le gustaba.
Todos los días esperaba con cierto temor su aparición en el estudio y rezaba en silencio para que no se presentara. Y sin embargo, los raros días que no lo hacía, se sentía desanimada. Le parecía que el día había perdido parte de su luz. Temía sentir sus ojos clavados en ella cuando debería estar pendiente de su sobrina, y cuando no la miraba se sentía como una persona insignificante y sin valor.
Por la noche soñaba con él. Bueno, eso no era del todo exacto. No solía soñar con él cuando dormía. Pero se quedaba despierta cuando debería estar durmiendo y evocaba su aspecto, evocaba la curiosa claridad de sus ojos azules, evocaba cosas que le había dicho, evocaba su beso, el tacto de sus cuerpos unidos.
Deme amor. Recordaba haberle dicho aquellas palabras y sentía una profunda tortura al recordarlo. Recordaba su expresión de asombro y su respuesta. Deme amor. Se preguntaba cómo se sentiría él…
Se despreció. Una pobre solterona deseosa de amor, solitaria y frustrada. Que tenía fantasías románticas, incluso lascivas, con su patrón. Con un noble del reino, nada menos. Que detestaba a la bella e inocente señorita Hopkins sólo porque se iba a casar con él. Que detestaba la idea de ver en el cuarto de los niños a los hijos de él y de la señorita Hopkins, quizá a su cuidado.
¡No, nunca!
Se odió a sí misma. En consecuencia, se sumergió en el trabajo, instando a Bea a que practicara con el pianoforte, a que tocara y cantara más que de costumbre porque estaba creciendo y pronto necesitaría utilizar sus dotes en público. Y del modo más descarado, camelando a la niña para que leyera, dándole historias que alimentaran su imaginación romántica y su tierno corazón. Bea, que sabía leer desde hacía algún tiempo pero no le encontraba el gusto a aquel arte, mejoró notoriamente en pocos días. El viejo libro de la biblioteca inculcó su magia en ella… y en Laura. Era perfectamente posible que un hombre y una mujer de mundos diferentes se unieran…