Y más pobres que las ratas. Y más si cabe por el hecho de que su padre donaba el dinero que su propia familia necesitaba desesperadamente y su madre daba a otros la comida que sus propios hijos habrían devorado con entusiasmo. Pero nunca pasaron hambre ni frío, ni vistieron andrajos. Y eran más ricos que Creso en amor y felicidad. Nunca estaban solos. Siempre había algún hermano con quien jugar o pelearse. Y nunca se aburrían. Siempre había faenas domésticas que hacer, lecciones que aprender, feligreses a los que visitar, veladas familiares, o musicales, o literarias en las que participar y disfrutar.
Había sido una juventud idílica, aunque entonces, por desgracia, no se hubiera dado cuenta ni lo hubiera apreciado por completo. Aunque quizá no hubiera sido «por desgracia». Quizá una felicidad como aquélla tuviera que ser inconsciente. Quizá la felicidad se estropeara si intentábamos aferramos a ella.
Como siempre había dicho su padre, es posible que los buenos momentos fueran pasajeros y hubiera que vivirlos al máximo y renunciar a ellos a continuación, para que no se nos escapara el momento siguiente.
Y siempre quedaban los recuerdos. La memoria era uno de los regalos más preciosos que nos había dado Dios.
– Yo sólo tuve un hermano y una hermana -dijo el conde de Dearborne-. Mi hermano tenía doce años más que yo. Nunca le admiré especialmente, y para él yo era un estorbo. Mi hermana Anne se casó cuando yo era un niño y se fue a vivir a Barbados con su esposo. No me permitían jugar con otros niños de los alrededores porque estaban muy por debajo de mí en la escala social. Y raramente veía a mis padres, que pasaban la mayor parte del tiempo en Londres. Murieron antes de que yo me hiciera adulto. Tenía todo lo que podía necesitar y todo lo que no necesitaba. Envidio sus recuerdos, señorita Melfort.
Ella le miró a los ojos. Sentía un absurdo deseo de llorar. Los recuerdos, incluso los buenos recuerdos, especialmente estos últimos, podían ser dolorosos. Podían hacer que el presente pareciera algo estéril y vacío.
– ¿Quién la educó? -preguntó el conde-. ¿Su padre?
Laura asintió con la cabeza.
– Él nos lo enseñó todo -dijo.
– ¿A los hijos y a las hijas por igual? ¿Le enseñó latín y matemáticas, y todo eso que habitualmente se reserva para la educación de los varones?
– Sí -dijo ella-. Y griego.
El conde sonrió fugazmente.
– Una bachillera, no hay duda -dijo-. No espere que ningún hombre la pretenda. Daría usted miedo a todos.
– No me importa -dijo ella-. Soy capaz de alcanzar un mundo que está más allá de lo físico. Con mi mente y los libros puedo trascender la frecuente insipidez y el aburrimiento de la vida cotidiana.
– Señorita Melfort -dijo el conde, inclinándose hacia ella, que contuvo el deseo de pegar la cabeza al cristal de la ventana-. Eso que acaba de decir, ¿hay que entenderlo como un reproche? ¿Vuelve a ser impertinente?
No. Laura formó la palabra con la boca, pero no pronunció sonido alguno. Se aclaró la garganta torpemente.
– No, señor.
– ¿Sigue Beatrice encontrando placer en la lectura a causa de aquel simulacro de historia amorosa?
– Sí -dijo Laura-. Creo que finalmente ha entendido el misterio de unir letras y sonidos para dar sentido a lo que hay escrito en una página.
El conde la observó en silencio un largo rato, recorriendo su rostro con la mirada. Finalmente la miró directamente a los ojos y sonrió.
– Gracias -dijo con dulzura-. Gracias, Laura Melfort. Beatrice es una persona muy importante para mí. No sólo porque sea su tutor; es que le profeso un gran cariño.
– La quiere usted -dijo ella- como si fuera su propia hija.
– Sí -dijo, bajando el pie del banco y enderezándose-. Me alegro de haber mentido descaradamente para huir un rato de mis huéspedes. Me siento recuperado. Cuando Beatrice vuele del nido, la retendré a mi servicio con una ocupación u otra, señorita Melfort. Es muy posible que me salve usted de morir de aburrimiento en fecha no muy lejana.
– Qué absurdo -dijo Laura-. Debería usted casarse con una mujer que sepa hacerle compañía.
El conde volvió a traspasarla con los ojos y ella comprendió que había sido indiscreta.
– ¿Habla en serio? -dijo suavemente-. ¿Aspira usted al puesto?
Laura cerró los ojos con fuerza y sintió que se ponía como la grana.
– Ruborícese, se lo merece -añadió el conde-. Creo que no se puede negar que soy capaz de elegir a mi prometida y de organizar mi vida sin necesidad de oír sus consejos, señorita Melfort, por muy inteligentes y sabios que sean.
Transcurrieron unos momentos de silencio insoportable hasta que oyó el rumor de las botas masculinas recorriendo la estancia y el suave chasquido de la puerta al cerrarse.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba allí.
La visita concluiría con un baile que se celebraría la última noche. Habían invitado a los vecinos de toda la región para llenar el salón de baile. La casa y sus alrededores bullían con los preparativos. Hacía muchos años que en Dearborne no se celebraba un baile como Dios manda.
El conde se sentía vagamente culpable. Sabía que todo el mundo, desde el último criado hasta el más lejano vecino, creía que iba a ser un baile de petición de mano. Aunque no había dicho ni una palabra a nadie sobre sus intenciones, parecía ser del conocimiento general. Y él sabía que el vizconde de Gleam estaba esperando que lo llamara aparte para hablar de las condiciones del enlace y que la señorita Hopkins esperaba que él se le declarase en cualquier momento.
Pero el conde no las tenía todas consigo. La visita había sido un éxito. La honorable muchacha era exactamente como él había esperado que fuera. Y ahora que había llegado el momento, era incapaz de dar el último e irrevocable paso.
Porque hasta el momento no se había comprometido de ninguna manera. A pesar de que todos lo esperaban, no estaba obligado a ello, no había por medio ninguna cuestión de honor.
No tenía que casarse necesariamente con la señorita Hopkins. Pero no sabía por qué dudaba. Sabía que había llegado el momento de cambiar de estado. Necesitaba y quería hijos. Ella era la elegida perfecta en todos los aspectos.
«Debería usted casarse con una mujer que sepa hacerle compañía.»
Laura Melfort era demasiado impertinente y lenguaraz para ser una institutriz. La muy remilgada se había atrevido incluso a reprocharle la moralidad de su lenguaje. Claro que tampoco había sido muy caballeroso de su parte; habría tenido que ser más educado. ¡Había estudiado latín y griego, por el amor de Dios! ¡Y matemáticas! Y tenía unos ojos que le daban miedo porque no parpadeaban delante de los suyos, sino que los miraban con franqueza e incluso llegaban más allá, a lo más profundo de su ser.
Le había dicho que cuando Beatrice volara del nido, la retendría a su servicio con una ocupación u otra. ¿Estaba loco? Si ella vivía bajo su mismo techo, él nunca aparecería por la casa. En aquel momento se juró que partiría inmediatamente después que sus invitados y que no regresaría hasta que Beatrice ya no necesitara institutriz. No podía vivir con una tentación semejante en la casa.
Había cedido a los ruegos de Beatrice y, aunque no le gustaba la idea, le había permitido asistir a la velada, aunque sólo un rato, exactamente tres bailes. Luego podría seguir mirando desde la antigua galería de los músicos hasta la cena, hora en que tendría que irse a la cama. Y si no le obedecía, que le explicara por qué, había añadido el «tío Bram» mientras la joven le hacía una mueca y le llamaba viejo ogro, y luego le abrazaba y le daba las gracias por permitirle asistir al baile.
El conde había elegido con cuidado las parejas de Beatrice, dos jóvenes de los alrededores para el primer y segundo baile, y él en persona para el tercero. Por ningún concepto permitiría que ninguno de sus invitados londinenses le pusiera las manos encima.