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—Disculpen la intrusión, mis queridas señoras —llamarlas en seguida 'my dear ladies'me pareció que las tranquilizaría, dentro del sobresalto—, pero andamos buscando a un carterista muy habilidoso para detenerlo. — 'A very skilful pickpocket’esa fue la locura que dije, además me sonó anticuada nada más soltarla, como de los años treinta o incluso de Dickens (un pickpocket), pero hablar de un maníaco o de un terrorista (no digamos de una bomba oculta) habría sembrado el pánico y quizá las mujeres habrían salido precipitadamente, sin subirse como es debido las medias o los pantalones y manchándose con alguna gota, no quería ponerlas en situación desairada ni hacerlas ruborizar ante testigos, aunque fuéramos yo y ellas mismas—. Supongo que no es así —añadí con tanta circunspección y neutralidad como fui capaz de imitar, cuánto ayudan las películas a los que decidimos aprender de ellas desde la primera tiniebla—, pero les ruego que me confirmen que en efecto no hay ningún hombre escondido ahí dentro, en las cabinas. Verán, desde aquí se ven dos pantalones, y no todas las piernas son... —No seguí por ahí, me temo que iba a decir algo así como 'inequívocas'—. Si son tan amables de responderme, una por una, se lo agradeceré enormemente y me marcharé en seguida.

Me imagino que un verdadero policía se habría esperado hasta que salieran, para cerciorarse, pero claro está, yo no lo era ni andaba tras ningún pickpocket. Oí una risa involuntaria o fueron dos a mi espalda, en la zona de los espejos, la mayoría de las mujeres ven más fácilmente la gracia a las cosas que pueden tenerla, sobre todo si es cuestión de mirarlas con ligereza o como si ya hubieran pasado y sólo cupiera contarlas sin más consecuencias (sin más sobre lo acaecido, porque casi siempre las trae nuevas el cuento). Tras un par de segundos de desconcierto probable, las voces femeninas fueron contestando desde el otro lado de sus portezuelas, unas con mayor sumisión que otras y nada más que una irritada; pero si la gente se deja hoy registrar por las buenas en cualquier aeropuerto u oficina pública, y se descalza y aun se desviste obediente a la orden de un aduanero torvo, no es extraño que admita importunaciones e interrupciones e impertinentes preguntas hasta en medio de sus ocupaciones íntimas. 'No', 'Por supuesto que no', '¿Está usted loco? Lárguese', 'Aquí no hay nadie, señor', fueron las respuestas, y sólo una se apartó de las negaciones simples: la mujer sin visibles medias ni bragas, la que no había juntado más las piernas al oírse mi voz de hombre, abrió lentamente su portezuela hacia fuera con un leve chirrido, y me contestó, mirándome desde su asiento:

You come and see. —Eso dijo, 'Venga usted a verlo'. O 'Ven tú a verlo' (aunque en inglés no se distingan, debió de ser más bien esto último, en su mente).

La frase era demasiado breve y carente de aristas para notarle o no ningún acento, quizá el sonido kde 'come'no fue aspirado y fue por tanto extranjero a Inglaterra y aun a la Commonwealth y a las demás antiguas colonias, pero no me pude fijar mucho, no estaba por las precisiones fonéticas, la visión me turbó, por eso fue tan breve como la frase o casi, yo mismo volví a cerrarle la puerta raudo, no tanto como abrí aquella mañana la del despacho de Pérez Nuix y Mulryan para encontrarla a ella secándose desnudo el torso, no con brío, no de una ráfaga, más bien se pareció al modo en que se la cerré a mi compañera unos segundos más tarde, de un solo movimiento resuelto pero mirando y aun memorizando la imagen, duró doce segundos que conté en el recuerdo, la del lavabo de damas no llegó ni siquiera a eso, yo creo, empujé la portezuela muy pronto a la vez que balbuceaba, seguramente no con la voz sino sólo con el pensamiento: ‘ I can see well enough, thank you very much indeed'; y era cierto, bien podía verlo, que estaba allí sola y sentada, no había tenido el remilgo de tantas mujeres que evitan posarse del todo en la tabla y orinan cernidas por así decirlo —a poca distancia pero en el aire—, en los lugares públicos les da asco o grima ese contacto, ignoran quién las habrá precedido y en el mundo hay todo tipo de gente desaseada y haragana y sucia y también la hay ponzoñosa, en cualquier ambiente por muy chic que sea, por doquier hay contagios y mucho pringue. Aquella mujer no era precavida, sobre todo teniendo en cuenta que no debía de usar ropa interior: no era que las bragas hubieran quedado a la altura de unas ligas o apenas bajadas, sino que no las había, eso comprobé o descubrí al ofrecerse la figura entera a mi vista más elevada, los muslos tan desembarazados de prendas como los tobillos, la falda estrecha subida hasta arriba, hasta las ingles y las caderas y arrugada por tanto (tampoco habría demasiada tela, a buen seguro sería tirando a corta), una falda de tubo blanca, los zapatos de tacón fino pero potente eran del mismo color, veraniegos y como de los años cincuenta, la década de mejor gusto general femenino, muy bonitos aunque inesperados en Londres y fuera de la estación que más los toleraría como le pasaba a la falda, le vi el bulto o la mancha amarilla bajo la que sostén no había, una blusa de escote redondeado y mangas casi imaginarias —mangas como muñones, por la parte exterior le cubrían el arranque de los brazos tan sólo y poco más que las axilas por la interior, eso deduje—, lo turbador eran los muslos robustos, fuertes y tan al descubierto —tanto—, no gruesos sino compactos y densos, como si la carne llenara toda la superficie hasta el borde del estallido, sin nada de grasa superflua pero sin desaprovechar un milímetro de la piel ceñida como envoltorio tirante, se iban ensanchando debidamente en su crecimiento o camino hacia las caderas e ingles y hacia el pico oscuro que se me mostró (lo distinguí, creí verlo), me parecieron caderas vagamente centroamericanas o quizá es que también remitían a esos años cincuenta en que se apreció lo muy curvo, o bien fue que la melena rizada y los enormes pendientes —eran aros, de amplísima circunferencia— le conferían un aire tropical que no tenía por qué ser auténtico pese al color de su desnudez dorada —nunca británico, ni de la Commonwealth casi entera—, podía tratarse de una mera opción, del disfraz escogido para una noche de discoteca eterna, lo mismo que De la Garza creía haberse vestido de rapero negro y a la postre iba de torero ucrónico o de goyesco absurdo.

Mi mirada fue fugaz pero no velada, no fue inglesa ni de nuestra época como en apariencia lo había sido aquella mañana ante Pérez Nuix con toalla, ella estaba sin ropa de cintura para arriba y aquella joven lo estaba —para mí era joven, treinta y cinco, ese fue el cálculo— de cintura para abajo, tuve la sensación momentánea de concluir un rompecabezas pero con un encaje algo cubista, como si se completaran la una a la otra con no cabal armonía (eran tan distintas), y además se completaran sólo en sus mitades desnudas, no en las vestidas. Así que mi mirar no duró nada, pero durante esa nada fue el que sí mira, no fingí que ella estuviera de pie y con la falda bajada, y sin que yo supiera por tanto si debajo llevaba o no nada. Me miró a su vez, al decir su frase. No con desafío, no con coquetería ni con salacidad desde luego, no con reproche ni con sarcasmo, sino con expresión bromista y claro está que sin pudor alguno, como si no le importara dejarse ver en aquella postura de poco garbo a cambio de hacer una breve gracia y desconcertarme y turbarme (por añadidura esto último, no era fácil que lo hubiera previsto sin ni siquiera conocer mi cara, podía haber sido un osado y haber respondido con dos pasos al frente), ella debió de captar más que nadie el lado cómico estúpido de mi exposición o pregunta, dirigida simultáneamente nada menos que a ocho mujeres guarecidas u ocultas, sin duda con el respingo incrédulo interrumpieron su función todas ellas, estaba seguro de que en el instante de sonar mi voz dejó de caer todo líquido en el interior de las ocho tazas, una retención colectiva refleja, una obturación, un párpado, un mismo músculo represor contraído, y a eso, por suerte, no se habría podido sustraer tampoco la mujer que sí había aguantado con las piernas entreabiertas imperturbables en el primer momento y en los que siguieron —uno, dos, tres, cuatro; y cinco, eso duraron el chirrido de la portezuela y sus cuatro palabras provocadoras, 'Ven tú a verlo'—, y también en los que vinieron luego —cinco, seis, siete, ocho; y nueve; o diez, eso debieron de durar mi pasmo, mi fotográfica memorización de la imagen, mi agradecida respuesta y mi movimiento resuelto para cerrar la puerta—; y en esos diez segundos también me dio tiempo a ver lo más turbador de todo, una gota de sangre caída en el suelo del gabinete, o bueno, eran dos, pero la otra, más chica, le manchaba el zapato izquierdo como una lenteja, no sería grave, parecían de charol aunque blancos, de tan brillantes y lisos, o de porcelana, sería muy sencillo quitar esa diminuta mancha de superficie tan pulimentada, si se daba ella cuenta de que la llevaba.