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Recuerdo que mi padre había hecho una pausa entonces, o que era pausa lo supe luego. Se había quedado callado, yo me pregunté si se habría olvidado de lo que quería hablarme o decirme, no lo creía, él también solía retomar el hilo, o bastaba que yo tirara de él un poco para que regresara al tejido. Se quedó mirando al frente en el cual no veía nada, sus ojos azules y limpios se dirigían hacia aquella época, y ésta sí la discernían con nitidez sin duda, como si tuvieran la capacidad de observarla con unos prismáticos sobrenaturales, era una mirada muy semejante a la que le había visto a Peter Wheeler en ocasiones, o en concreto cuando subí el primer tramo de su escalera para señalarles a él y a la señora Berry dónde había encontrado la mancha de sangre nocturna que me había afanado en lavar y para la que ni él ni ella tuvieron explicación alguna. Era esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente ni ida, sino intensa y concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. También la había advertido en los ojos de dos colores del hermano que conservó el apellido, Toby Rylands. Quiero decir cada ojo de uno distinto, uno de color aceite y el otro de ceniza pálida. Uno agudo y casi cruel, de águila o gato, y el otro de perro o caballo, meditativo y recto. Pero cuando miraban así se igualaban, por encima de los colores.

'A mí me tocó ver lo de aquí, lo de Madrid', continuó mi padre, 'y aún oí más de lo que vi, mucho más. No sé qué es peor, si escuchar el relato o presenciar el hecho. Quizá lo segundo resulta más insoportable y espanta más en el instante, pero también es más fácil borrarlo, o enturbiarlo y engañarse luego al respecto, convencerse de que no se vio lo que sí llegó a verse. Pensar que uno anticipó con la vista lo que temió que ocurriera y que al final no sucedió. El relato es en cambio cosa cerrada e inconfundible, y si es escrito puede volverse a él y comprobarse; y si es oral pueden volver a contárselo a uno, y aunque así no sea: las palabras son más inequívocas que los actos, al menos las que uno oye, respecto a los que ve. A veces éstos sólo son vislumbrados, es como una ráfaga de visión, no dura nada, un fogonazo que además ciega los ojos, y eso es posible manipularlo después con la memoria, adecentarlo, que en cambio no nos permite demasiada tergiversación de lo oído, de lo relatado. Claro que relato es mucho decir, y mucho llamarlo, para lo que por ejemplo me alcanzó una mañana en el tranvía, un par de frases dichas al desgaire, a las pocas semanas de estallar la Guerra, las de más furia asesina y un descontrol absoluto, mucha gente cedió e iba llena de ira, y si tenía armas hacía lo que quería, y aprovechaba el pretexto político para ajustar cuentas personales y tomar venganzas exageradas. Bueno, ya lo sabes. Lo mismo en las dos zonas: en la nuestra se le puso algo de coto a eso más tarde, aunque no el suficiente; en la otra, apenas ninguno durante los tres años, ni tampoco luego, con el enemigo ya vencido. Pero tanto me impresionó aquella violencia que me fue referida —en principio no a mí sino a cualquiera que estuviera a tiro, eso es lo tremendo—, que de lo que me acuerdo perfectamente es de por dónde pasaba el tranvía en aquel momento, en el momento en que llegó a mis oídos. Torcíamos desde Alcalá para entrar en Velázquez, y una mujer que iba sentada en la fila de delante señaló con el dedo hacia una casa, un piso alto, y le dijo a la otra con la que viajaba: "Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera". Era una mujer con aspecto algo bruto, pero no más que el de tantas otras mil veces vistas en el mercado, en la iglesia o en un salón, pobres o adineradas, mal o bien vestidas, sucias o limpias, en todos los ambientes y clases se dan bestiajas, yo las he visto igual de bestias comulgando en misa de doce en San Fermín de los Navarros, con abrigos de pieles y joyas caras. Aquella mujer comentó su salvajada con el mismo tono en que podía haber dicho: "Mira, ahí serví una temporada, pero a los pocos meses me largué sin aviso porque eran inaguantables. Los dejé plantados, con un palmo de narices". Con toda naturalidad. Sin darle excesiva importancia. Con la absoluta sensación de impunidad que hubo en aquellos días, le traía sin cuidado quién la oyera. Con orgullo incluso. Con jactancia al menos. Por supuesto con enorme desprecio hacia sus víctimas. Y esperar una nota de remordimiento habría sido del todo iluso, claro, de eso no había ni asomo. Me quedé helado y asqueado y me bajé en cuanto pude, para no seguir viéndola ni correr el riesgo de oírle contar más hazañas, una o dos paradas antes de la que me convenía. No dije nada, en aquellos días era imposible si quería uno salvar el cuello, a uno podían detenerlo por cualquier cosa y darle el paseo, aunque fuera republicano; o como a tu tío Alfonso, que no era nada, un muchacho, y a la chica que iba con él cuando lo cogieron, que todavía era menos nada. La miré de reojo antes de bajarme, una mujer común, de facciones bastas pero no feas, joven, aunque no tanto como para suponerle la frecuente inconsciencia de los pocos años, tal vez tenía ya hijos o los tuvo luego. Si sobrevivió a la Guerra y no fue represaliada (y no lo sería por eso que yo oí que hizo, seguro; si acaso, si se significó en otras cosas más rastreables y reconstruibles al término de la Guerra o si alguien bien situado entonces le tuvo ojeriza y la denunció sin más, o intuitivamente; porque todo lo atroz primero se quedó en el limbo), lo más probable es que haya llevado una existencia normal y que no le haya dedicado mucho pensamiento a aquello. Será una señora como tantas otras, quizá risueña, cordial, simpática, con nietos por los que se desvivirá, y hasta es posible que haya sido una fervorosa franquista durante toda la dictadura, y que nada de eso le haya creado el menor conflicto. Mucha gente con barbaridades y crímenes inhumanos a sus espaldas ha vivido así largos años, tranquilamente; aquí, y en Alemania, en Italia, en Francia, ya sabes que de pronto nadie había sido nazi, ni fascista, ni colaboracionista, y cada uno que lo había sido se convencía a conciencia de no haberlo sido, y además se lo explicaba: "Ah no, lo mío fue diferente", suele ser la frase clave. O bien: "Fue la época, quien no la haya vivido no puede entenderlo". Casi nunca es difícil salvarse ante la propia conciencia si es eso lo que uno quiere a toda costa, o lo que necesita, y aún menos si esa conciencia es compartida, si es parte de una mayor, colectiva o incluso masiva, lo cual facilita decirse: "No fui único, no fui un monstruo, no fui distinto, no me destaqué; porque había que sobrevivir y casi todos hicieron lo mismo, o lo habrían hecho de haber ya nacido". Y a los que son religiosos, precisamente, puede serles más fácil que a nadie, no digamos a los católicos, ahí están los curas para limpiarlos en su territorio sublime, en el más íntimo, y los de aquí, no te quepa duda, estuvieron más dispuestos que nunca a absolver, a relativizar y justificar cualquier canallada o ensañamiento de sus protectores y camaradas, ten en cuenta que ellos también fueron beligerantes, y los alentaron. Y en fin, todo eso ayuda, pero ni siquiera hace falta. Las personas tienen una capacidad increíble para olvidar voluntariamente lo por ellas infligido, para borrar su pasado sangriento no ya ante los otros —ahí la capacidad es infinita, ilimitada—, sino ante sí mismas. Para persuadirse de que las cosas fueron distintas de como fueron, de que ellas no hicieron lo que claro que hicieron, o de que no tuvo lugar lo que sí lo tuvo, y con su imprescindible concurso. La mayoría somos maestros en el arte de adornar nuestras biografías, o de suavizarlas, y en verdad asombra lo sencillo que resulta desterrar pensamientos y sepultar recuerdos, y ver lo pasado sórdido o criminal como un mero sueño de cuya intensa realidad nos zafamos a medida que avanza el día, es decir, a medida que nuestra vida sigue. Y yo, sin embargo, al cabo de tantísimos años, cada vez que paso por la esquina de Alcalá con Velázquez no puedo evitar mirar hacia arriba, un cuarto piso, hacia aquella casa que la mujer señaló con el dedo una mañana de 1936 desde el tranvía, y acordarme de aquel niño pequeño muerto, aunque para mí no tenga rostro ni nombre y nunca haya sabido de él más que eso, un par de frases siniestras que el azar trajo a mi oído.'