Y apenas si dije más mientras mi visitante se disculpaba, perdona que aparezca a estas horas, perdona sin avisarte, perdona que esté empapada y que además traiga un perro todavía más mojado, tocaba ya sacarlo sin falta, no te importa prestarme una toalla un momento, es para mí, no para el perro, descuida, no te importa si me quito un segundo las botas, son impermeables pero con esta lluvia nada se salva, tengo los pies helados. Dijo eso entre mucho más en cascada, pero no se las quitó, sin embargo —un resto de discreción, acaso—, sólo se bajó las cremalleras de ambas y al rato volvió a subírselas, en realidad jugó un poco con ellas abajo y arriba, nada más dos veces en mi presencia, sentada siempre, le insistí en que tomara asiento mientras yo dejaba en la cocina sus prendas ya prescindibles junto a las mías ya secas, yo había permanecido tiempo mirando por la ventana, ella aún tardó en decidirse después de ver dónde vivía, me refiero a llamar al timbre y darse a conocer sin su nombre. Aunque me costaba imaginar que no hubiera sabido las señas antes, trabajando en lo que trabajábamos y con ficheros a mano, podría haberme esperado ante mi portal sin necesidad de seguirme durante largo trecho bajo la noche antipática, o aún más cómodo para ella, en el vestíbulo del hotel de enfrente, desde allí me habría visto llegar o habría reparado en mis luces (pero de día o de noche hay alguna encendida siempre, por horas que yo esté ausente), y habría atravesado la plaza entonces sin ni siquiera mojarse apenas. Le ofrecí algo, caliente, alcohólico, agua, de momento no quiso nada, encendió un cigarrillo, en esa oficina fumábamos todos salvo Mulryan que se quitaba, sin hacer caso de las ordenanzas, ella seguía hablando rápido y mucho para no ir a lo sustancial o a lo único que me debía, qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo, no, no dijo eso pero sí algo semejante con el mismo trivial sentido, si uno finge que nada hay de extraordinario en su extraordinario comportamiento, éste puede acabar no pareciéndolo, funciona eso tan tonto con la mayoría adormilada o pasiva y nada más útil que las confianzas tomadas y no atajadas, pero ni ella ni yo ni Tupra ni Wheeler pertenecíamos a la mayoría, sino que éramos de los que no sueltan la presa ni se deslumhran ni pierden nunca del todo el hilo ni sus propósitos, tan sólo en parte, o en apariencia. No cruzó las piernas hasta un poco más tarde, como si la indecisión de sus cremalleras sólo fuera posible con las extremidades en paralelo y formando ángulo recto, a ellas no les aplicó la toalla que le presté al instante (llevaba medias sombreadas, no oscuras ni transparentes, le vi un punto suelto, acabaría en carrera pronto aunque fueran de invierno), se la llevó a la cara, a las manos, al cuello, a la nuca, no esta vez a los costados ni a las axilas ni al pecho, nada de eso era visible. El muslo era aquel mismo que yo había entrevisto antes al abrírsele los faldones de la gabardina, en la calle, a distancia, sólo que ahora eran los dos que yo capté como un todo según costumbre, buen pretexto el de mirar al perro tendido a sus pies, aún mejor el de inclinarme para palmearlo, me acordé de De la Garza durante la cena fría de Wheeler, enanizándose en un poufmuy bajo para inspeccionarle los desinhibidos suyos a Beryl Tupra bajo su falda corta (o nunca peor dicho, bajo: más bien fuera de ella, o no eran muslos lo que él acechaba). La de Pérez Nuix no lo era tanto ni mucho menos, aunque algo o bastante le remitiera al sentarse; y yo no llegaría desde luego a esos trucos pueriles, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido —un resto de discreción mía, acaso.
—Qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo —volvió a decir, o su más prosaico equivalente, y eso significaba que se le habían terminado todo preámbulo y las maniobras de diversión y el dilatorio manejo de las cremalleras (quedaron subidas, aunque no hasta su tope) y de la toalla, la tenía aún cogida, la estrujaba sobre el sofá como quien conserva un pañuelo usado del que puede necesitar de nuevo en cualquier instante, nunca se sabe si resta alguno, con los estornudos. Mostraba bastante las piernas y debía de ser consciente de cuánto, pero en su actitud nada indicaba —no era patente— que lo supiera, y a uno ha de caberle un resquicio de duda siempre en lo que no es del todo manifiesto, por claro que crea verlo. 'Es muy lista en eso', pensé. 'Lo es tanto que no puede no darse cuenta de lo que enseña, pero a la vez su naturalidad absoluta —no es impúdica, ni exhibicionista— niega toda conciencia, más aún toda importancia, como aquella mañana en su despacho en que no se cubrió el torso durante tantos segundos —o no fueron muchos, sólo duraron— y yo saqué en limpio que a mí no me descartaba: no más que eso, no me hice planes, no creo ser engreído en ese campo, y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que esto, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente. Pero en este trabajo voy aprendiendo a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque veo casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. Aprendo a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo y no es visión y no es conciencia. Y así todos sois vuestro propio dolor y la fiebre o podéis serlo, y entonces... Entonces quién sabe si será un "Sí" algún día, cualquier cosa y con cualquier persona que no haya sido excluida: según la amenaza o el desamparo o la inseguridad o el favor o el daño, o los intereses o las revelaciones, uno hace a veces descubrimientos tardíos, a veces después de un sorprendente y dilatado sueño semilascivo o de unas cuantas palabras lisonjeras despiertas, o ni siquiera hace falta ser uno mismo el objeto del apasionamiento, todo es aún más traicionero: alguien por fin se explica y capta nuestra atención y al verlo así hablar con vehemencia y sentido empezamos a preguntarnos por esa boca de la que surgen las reflexiones o los argumentos o el cuento, y a considerar besarla, quién no ha experimentado la sensualidad de la inteligencia, hasta los tontos están expuestos, y no pocos se rinden a ella sin saber nombrarla ni reconocerla, inesperadamente. Y otras veces nos damos cuenta de que ya no podemos privarnos de quien nos pareció más prescindible, o de que estamos dispuestos a dar todos los pasos por llegar a alguien en cuya dirección no dimos uno solo durante media vida, porque él o ella se habían encargado siempre de recorrer la distancia y por eso estaban tan a mano a diario. Hasta que de pronto un día se cansan de ese trayecto o el despecho los vence o les fallan las fuerzas o se están muriendo, y entonces nos entra el pánico y salimos corriendo en su busca con el alma en vilo y sin disimulo ni comedimiento, repentinos esclavos de quienes lo fueron nuestros sin que nos preguntáramos nunca por sus demás deseos o creyendo que serlo era el único que conocían o del que estaban al tanto. "Nunca me tuvisteis en lo que yo os he tenido, ni aspiraba a ello; me manteníais lejos, sin que os preocupara nada si jamás habíamos de volver a vernos, y no os lo reprocho en modo alguno; pero lamentaréis mi marcha y lamentaréis mi muerte, porque gusta y contenta saberse amado". Cito eso a veces o lo reelaboro para mis adentros, preguntándome de quién lamentaré la marcha, imprevistamente, o quién lamentará mi muerte, para su sorpresa; lo cito mal o muy libremente, la carta de adiós de una anciana ciega a un hombre extranjero, superficial, todavía joven y apuesto, hace más de doscientos años.'
'Ella no me descarta, no es más que eso', pensé. 'Sus piernas se muestran sin preocuparse y al hacerlo no me excluyen, nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.'
Y entonces aproveché su repetición de la frase y el inmediato silencio, porque ella tuvo conciencia de repetirse, y se desconcertó por eso. Le tocaba decirlo a ella, a qué había venido, pero al callarse en seco me obligó a mí a recordárselo:
—De qué tenías que hablarme. De qué quieres hablarme.
Ella lo había demorado tan sólo, quizá es lo necesario para que se produzca una transacción de cualquier clase, rara vez se puede ir al grano desde el primerísimo instante sin resultar ofensivo ni parecer un mañoso o un multimillonario intemperante y despreciativo, y aun aquéllos tienen sus ceremoniales como los antiguos reyes según destacó y subrayó uno famoso y cavilante de Shakespeare, los tenían al menos los de la vieja escuela, fueran o no italianos, los de ahora mucho más prescinden, por lo que yo sé e incluso he visto, allí en Londres. Lo había demorado pero en ningún caso iba a rehuirlo, no iba a echarse atrás tras tantísimos pasos, se había presentado en mi casa sin anunciarse y de noche, pese a haberme tenido a tiro unas horas antes y a que me vería en el trabajo de nuevo unas cuantas más tarde, luego sus seguras dudas se habrían quedado en la calle, bajo la lluvia, para siempre desterradas desde que llamó por fin a mi timbre y pronunció uno de mis nombres, Jaime. Tampoco parecía poder admitir algo así su carácter: sí la vacilación, y larga —o era ponderación, o el lento acostumbramiento a lo que se ve inminente o a la decisión tomada, o es la condensación de un hecho para que en verdad llegue a serlo, cuando está ya a punto pero aún no es pasado ni hecho porque ni siquiera es presente hasta su estallido—; no el retroceso. Tenía que habérselo pensado mucho, caminando junto a su perro y divisando mi espalda a distancia, y también antes, aquella misma mañana en nuestro edificio sin nombre o quién sabía desde hacía cuántas, más las tardes acaso, y las noches correspondientes.