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'Y qué pasó, qué hiciste, cómo reaccionaste', le pregunté a mi padre, no sólo para sacarlo de su silencio, y de su largo viaje. Me intrigaba saber qué pudo hacer o decir, si es que algo. Por menos de nada lo habrían detenido y devuelto a la cárcel en aquellos años, y fácilmente con suerte mucho peor, lo excepcional fue la que tuvo, y en el 39, nada menos, cuando casi no la había para ningún vencido.

Con cierto esfuerzo regresó de lo lejos. Un suspiro. La mano en la frente, con la alianza que nunca se había quitado. Un carraspeo. Luego enfocó la vista. Me miró y me contestó. Lentamente al principio, como con repentina cautela, acaso la misma que hubo de llevar entonces, en el Café Roma.

'Bueno', dijo. 'Desde que oí el nombre de Marés me temí lo peor, y me puse aún más en guardia. Ya no me gustaba lo más mínimo el derrotero por el que iba la charla. Pero no hice nada mientras fue contando. Ni se me pasó por la cabeza interrumpirlo. Sentía náuseas y cólera según escuchaba, las dos cosas mezcladas, más que con alternancia. Habría querido no estar allí, no enterarme de lo que le habían hecho entre varios a aquel compañero de Facultad que yo estimaba. Lo sabía muerto sin más, eso ya era suficiente, lo bastante malo, pero no era tan amigo como para no irme olvidando y luego acordando y luego olvidando. Y en cambio me di cuenta de que no podía quedarme a medias de aquel relato de espanto, una vez comenzado. Debí de ponerme muy pálido o muy colorado, no lo sé, sentí frío y acaloramiento, también mezclados. Fuera el color que fuese, eso no le llamaría la atención a nadie, no me hacía sospechoso, no me delataba, porque los demás presentes estaban demudados, blancos, pese a ser los cuatro del bando franquista y haber asistido, sin duda, cada uno a sus bestialidades, o incluso haberlas cometido.' Se detuvo un segundo, miró a su alrededor —estábamos en el salón de su casa, a finales del siglo XX o era ya el XXI, a última hora de la mañana: se iba resituando—, y prosiguió más suelto: 'Yo creo que el escritor calculó mal. Se puso a contar casi ufano, con alarde, pero a medida que fue avanzando, y aunque tardó poco en soltarla, debió de notar que su historia no caía bien del todo, que era excesiva, que nos sobrepasaba a todos. Si en el fragor y el encono de la Guerra podía haberle hecho gracia a alguno (es un decir), ahora ya no. Estaba de más relatar tal episodio en torno a una mesa, una mañana de Madrid soleada, delante de unas aceitunas y unas cañas. El silencio que se había hecho cuando dijo "Lo toreamos" y bajó el dedo como una banderilla o una pica o la espada, se quedó ya instalado hasta el final del cuento, y permaneció a su conclusión, inalterable. Y como llegó a resultar violento, y el escritor era allí el de más influencias probablemente, uno de los que yo no conocía antes ni de nombre, el más obsequioso, lo rompió con un chiste de pésimo gusto que no fue capaz de guardarse, o quizá es que, hombre corto, no se le ocurrió nada mejor para llenar el vacío y jalear la anécdota: "¿Y cómo es que no se adjudicó las dos y el rabo? Ya puestos....", le preguntó, refiriéndose al malagueño y a la oreja que se había cobrado. Y el escritor volvió a calcular mal, o el ambiente helado que había dejado su historia lo hizo sentirse, no sé, incómodo, en falso, y eso lleva casi siempre a empeorar las situaciones con cualquier movimiento para arreglarlas, lo mejor es quedarse quieto y callado. Sonrió como si se le hubiera abierto el cielo. Quizá se aferró, quizá pensó todavía que el efecto de su historieta había sido el que él esperaba, sólo que un poco retardado por lo impresionante de la lección, o lo consideraba una hazaña. No era muy inteligente, sólo hábil. Y vanidoso hasta la suela de los zapatos, como suelen serlo cuantos se saben valorados por encima de su talento, por motivos espúreos o por sus empellones y su insistencia. No toleran no quedar bien, o por encima como el aceite, y en ellos es todo tan frágil y falso que los descompone cualquier tibieza, o el más mínimo reparo. Así que respondió, a mitad de camino entre el melindre y la chanza: "Bueno, tampoco quería cargar las tintas. Pero no os diré que al final no lo cortara todo. De cuidado, aquel camarada. Y menudo se puso, saludando con su boina roja en plan montera, y exhibiendo los tres trofeos". Yo no sé si esto último era verdad o si, azuzado por la pregunta del otro, lo improvisó para adornarse; a lo mejor creyó que se había quedado corto y que a eso se debía la frialdad de su público. Pero me daba lo mismo; o casi era peor si se lo había inventado sobre la marcha, para halagarnos según su criterio o para más estremecernos. No aguanté. Ya no aguantaba antes. Pero me cruzó una imprecisa imagen de Marés mutilado después de torturado y muerto, del hombre tan grato que yo conocía. Tan graciosamente presumido, convertido en un despojo animal, más que humano. Me levanté y, dirigiéndome a Gómez-Antigüedad solamente, murmuré: "Tengo que marcharme, ya voy tarde. Me paso por la barra, yo pago esta ronda". Y me acerqué a la barra a pedir esa cuenta. Si hacía esa escala antes de largarme era menos llamativo y cortante que si hubiera cogido la puerta directamente. Me venía fatal pagar nada, imagínate, y era un sitio para mí muy caro, ni siquiera estaba seguro de que me fuera a llegar con lo que llevaba encima; e invitar a aquellos cuatro no sabes lo que me repugnaba. Pero lo daba por bien empleado si así podía perderlos de vista inmediatamente, no oír más sus esforzadas risas de escarnio ni la voz de aquel chulo asesino; y salir de allí, claro, sin contratiempos graves. Sólo habría faltado que me hubieran detenido aquel día, con mis antecedentes. No quedé lejos a espaldas de ellos, mientras aguardaba de pie en la barra a que me atendieran el barman o algún camarero, y oí al escritor decirle a Antigüedad: "¿Y a este qué le ha dado, si puede saberse? Deza has dicho, ¿no? De dónde sale. Y qué mosca le ha picado". Mala cosa, que te tomen el nombre, que se fijen en él y lo retengan, lo mismo las autoridades que los criminales, ya no te digo si las autoridades son criminales. Pensé que no iba a lograrlo, que el escritor no me dejaría marchar en paz, que querría aclarar qué me pasaba, y yo ya no me contendría entonces, era seguro. Si me pedía cuentas era capaz de tirármele al cuello sin mediar más palabra, en el instante. Mal habría él salido, pero yo mucho peor. No me habría librado de una buena paliza en un calabozo aquella noche, y a saber luego si no me habrían instruido otro proceso, por lo que se les hubiera antojado. Por suerte la respuesta de Antigüedad fue rápida, y esa es otra que le agradecí hasta su muerte: "Le habrá dado lo que me ha dado a mí, joder, me has puesto malo", le dijo. No era hombre de tacos, pero según con quién, conviene saber recurrir a ellos. Una cuestión de autoridad, a veces. Y con esa autoridad lo riñó, casi lo abroncó: "¿Tú te crees que esa barbaridad puede contarse así como así? ¿Tú te crees que tiene gracia? A ver si mides, hombre, a ver si mides. Ya va siendo hora de que todos dejemos de hacernos mala sangre con todo". Aunque el escritor estuviera mejor situado en el régimen, Antigüedad era de una familia pudiente y de derechas de toda la vida, había acabado la Guerra con el rango de capitán y estaba fuera de toda sospecha; y además sería dueño de una editorial un día y ya cortaba bastante el bacalao en ella, y eso un escritor que empieza lo tendrá siempre en cuenta, porque no sabe si podrá necesitarlo. Así que encajó la regañina, pese a su soberbia. "Bueno, no te pongas así, Pepito, no es para tanto. Todos tenemos historias un poco bestias. Pero a lo mejor es verdad que esta ya no es para tiempo de paz, te lo reconozco", le dijo. Y Antigüedad amainó en seguida. Le dio una palmada paternalista en el hombro y le contestó: "Nada, hombre. Hala, nos vemos otro día con calma. A más ver, señores". Se despidió de los otros así, en grupo, sin estrecharles la mano, y se vino a mi lado, justo cuando ya me llegaba el camarero que nos había servido. "Trae eso acá, Deza, la invitación era mía", y le arrebató la nota antes de que pudiera entregármela. Yo ya estaba contando el dinero en la mano con gran angustia, me temía que no iba a alcanzarme. Salimos juntos, él todavía se volvió desde la puerta y dijo adiós con el brazo a aquellos cuatro. Luego, ya en la calle, se disculpó conmigo, aunque él no hubiera tenido culpa alguna. "Vaya, no sabes cómo lo lamento, Deza, no tenía la menor idea", me dijo. "Tú tenías trato con Marés, ¿verdad? Yo lo conocía sólo de vista." Fue de los pocos que hizo por atemperar las cosas, entre los vencedores, de los pocos que no siguió a rajatabla las consignas de Franco, de vejación constante y tenaz castigo de los derrotados. Y no sabes lo que me ha alegrado haber podido corresponderle en vida con algún favor no desdeñable: en los años ochenta conseguí evitar que fuera a la cárcel, por un asunto de contabilidades y sociedades, un trasvase ilícito de fondos, bueno, no viene al caso. Y habría preferido que no se hubiera metido en apuros, desde luego, pero para mí fue una bendición estar en disposición de echarle un cable, y de tirar fuerte de él hasta sacarlo. Cuando en tiempos

muymalos alguien te ayuda, y sin tener por qué, o apenas... (vosotros ni los habéis conocido, tiempos muymalos)..., eso nunca se olvida. Si uno es una persona decente, claro, y no se toma esa ayuda como una especie de rebajamiento propio, o como un agravio con testigo.'