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Cuando Tupra terminó se volvió hacia mí y me dijo:

—Jack, tradúcele esto, quiero que se entere bien y que le quede claro. —Y antes de empezar añadió—: ¿Tienes un peine?

De la Garza estaba por fin en el suelo, parecía inmovilizado y ya no lo levantaría a la fuerza Sir Blowo Sir Punishmento Sir Thrashing, al menos no era el Caballero Muerte, ante mis ojos. Reresby se miró en el espejo mientras hablaba, se remetió un poco la camisa, se ahuecó la chaqueta, se estiró el chaleco, por lo demás su aspecto era el habitual, ni siquiera estaba muy despeinado. Se enderezó la corbata, se ajustó el nudo, todo ya sin sus empapados guantes, que dejó con asco junto al lavabo. Con ellos puestos, no le había dado ni una vez con el puño ni con la mano abierta —con el pie tampoco—, todos los golpes habían sido en realidad por objeto interpuesto, la taza del retrete, la barra cilindrica y hasta la redecilla y las descargas de agua, él debía de estar al cabo de la calle respecto a lo que mi padre me había dicho a mí tiempo antes, que en el golpe directo también puede hacerse cisco el que lo propina. En España se ha sabido siempre de estas comodidades para la violencia: en 1808 (es un ejemplo), durante la Guerra Peninsular o de la Independencia, las tropas de Filanghieri, Gobernador de La Coruña e italiano de nacimiento para mayor sospecha (no era un 'español rayo y fuego'), consideraron a éste traidor a la causa por demorarse un poco en proclamar la de la Independencia ( he lingered, tan sólo por prudencia estratégica, adujo, pero ya era tarde); así que hincaron sus bayonetas en el suelo, con la punta hacia arriba (ocurrió al parecer en Villafranca del Bierzo, donde no sé por qué estaban), y arrojaron a su Capitán General sobre ellas unas cuantas veces, hasta que algún órgano vital fue por fin atravesado y careció de sentido la insistencia, ahorrándose así los amotinados el esfuerzo de clavárselas con su propio ímpetu y dejando que fuera el premuerto Filanghieri el que se ensartara en ellas. Por lo visto no fue la primera ocasión en que se recurrió a este método de gandulería, quizá inaugurado por los cartagineses, con lanzas, contra el general romano Atilio Régulo en el siglo III antes de Cristo; y un viajero inglés por España señaló que asesinar a los abusivos, despóticos, incompetentes y pésimos generales y jefes que por lo regular han asumido el mando en nuestra Península a lo largo de la Historia (buenos vasallos, malos señores siempre) era 'una inveterada treta ibérica'. Asimismo observó que 'Socorros de España tarde o nunca' (en auxilio de Filanghieri acudió quien habría de sucederlo, pero ya mucho después de que aquél hubiera sido probado como fakir hasta la saciedad, sin éxito), de lo cual me acordé cuando me incliné sobre De la Garza para interesarme inoperante y vagamente por su maltrecho estado, no había mucho que hacer entonces, machacado ya el fatuo, y semiinconsciente y tirado, quién sabía si no tullido para una larga temporada, esperaba que no para siempre o tendría que acostumbrarse a frecuentar lavabos de aquellos. De modo que me pregunté si en los orígenes del apellido Tupra no estarían, remotamente, antiguos y holgazanes compatriotas míos.

—¿Un peine? —le contesté, algo mosqueado. Recordaba el comentario de Wheeler respecto a los latinos, en su jardín, junto al río, tras las gracias del helicóptero. Fama de presumidos—. ¿Qué te hace pensar que yo pueda llevar un peine?

—Los latinos soléis llevarlo, ¿no? Mira a ver si él tiene uno. —E hizo un gesto con la cabeza hacia el caído.

Me dio no sé qué, me pareció abusivo que Reresby se aprovechara encima del peine que De la Garza llevaría sin duda, si no lo había perdido en la descompensada refriega o en el sulfurado baile de antes. Me dio vergüenza ponerme a registrar al apaleado, al tan fácilmente derrotado. Así que saqué el mío, pese a darle la razón con ello.

—Muy listo —le dije a Tupra, y se lo alcancé. Por lo visto era una idea extendida, la de nuestros peines, en la isla grande.

Pero no me importaba mucho corroborársela: de pronto me sentía extraordinariamente aliviado, porque aquello había terminado y De la Garza seguía vivo y yo lo había visto muerto. Muertísimo, separado, convertido en cabeza y tronco, en dos partes. El peligro mayor ya era pasado, eso parecía, aunque fuera muy reciente era pasado, es fantástico y también irritante cómo la cesación trae una especie de falsa anulación momentánea de lo ocurrido. 'Puesto que yano la está zurrando, es casicomo si no la hubiera zurrado', pensamos en nuestra desmesurada adoración del presente, que va en loco y permanente aumento. 'Puesto que yano arde, es casicomo si no hubiera ardido. Puesto que yano bombardean, es casicomo si no hubieran bombardeado. Sí, ahí están los muertos y los mutilados, y las casas quemadas y destruidas, pero eso ya está, ya ha sucedido, ya es antesy no hay quien lo cambie ni lo deshaga, y ahora al menosno están matando ni mutilando ni destruyendo, no mientras yo estoy aquí con mi quehacer, y respiro.' Esos pensamientos pasan por nuestras cabezas cada vez que hay una de estas guerras actuales más o menos televisadas, y por las que siente tanto desprecio la gente antigua que estuvo en otras no frivolas, como mi padre o Wheeler: la del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, la de Irak de los deshonrosos motivos y los intereses espúreos y la falta de necesidad absoluta salvo un engreimiento sin límites de sus impulsores. Mientras hay combates y las bombas vuelan sobre militares y civiles, se apodera de nosotros una angustia enorme, vemos las noticias a diario con el corazón encogido; esa fase suele ser breve hoy en día, a veces sólo unas semanas o pocos meses en todo caso, y no nos da tiempo a acostumbrarnos ni por lo tanto a insensibilizarnos suficientemente, a aceptar que así es cualquier guerra alevosa o recta y que también se puede vivir con eso cotidianamente, sin darle tanta importancia ni desesperarse por los demás a cada instante, sobre todo por los desconocidos lejanos; ni siquiera por uno mismo y por sus conocidos cercanos, si a uno le llega su turno le ha llegado, eso es todo, una vez suelta la matanza. Si una bala lleva tu nombre, como dijo Diderot antes que nadie, si no me equivoco. Hoy no nos da tiempo a instalarnos en el estado de guerra, que hace inconcebible el de paz y a la inversa, según había observado Wheeler ('La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro', había dicho, 'lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento'), y así el grado de excepcionalidad se mantiene muy alto por la propia y corta duración del horror visto en pantalla, de modo que cuando termina esa fase nos viene un extraño convencimiento de que todo ha concluido y hasta cierto punto se ha borrado. 'Al menos ya no está pasando', pensamos, y aun lo suspiramos; y ese 'al menos' implica una injusticia notable: lo ocurrido pierde gravedad y fuerza tan sólo porque yano está ocurriendo, y entonces casinos desentendemos de los heridos y los muertos, que nos oprimían y afectaban tanto mientrasse producían. Ahora ya son pasado, luego que alguien se ocupe, reconstruya, cure, entierre, adopte, preferiblemente los mismos que los han causado, que así aparecen también como reparadores, en el colmo del absurdo y la patraña. Es un síntoma más de la infantilización del mundo, lo que las madres decían a los niños para calmarlos era eso: 'Ya pasó, ya está, ya pasó', después de una pesadilla o un susto o algún mal trago, de pillarse los dedos o de cualquier daño, casi como si declararan: 'Lo que ya no es, no ha sido', aunque persistiera el dolor y luego se formara una costra picante o los dedos se amorataran e hincharan y a veces quedara una cicatriz para que el adulto la acariciara y se siguiera acordando de aquel daño y aquel día.

Sentir alivio por haber asistido a una paliza a alguien acobardado y desprevenido, medio ebrio, y no haber osado o sabido impedirla; por haber creído que mi compañero iba a cortar de un tajo un cuello, que iba a estrangular con una red y a ahogar con agua de cisterna, no resultaba sensato ni desde luego noble. Y sin embargo así era, Tupra había parado y yo estaba contento, era mucho más decisivo el peso que me había quitado que el que me había puesto, y éste no era escaso, en modo alguno. De la Garza ya no se encontraba en peligro, ese era mi principal pensamiento grotesco, porque el peligro lo había alcanzado ya brutalmente. No hasta la muerte, cierto, pero parecía ridículo conformarse con eso, con verlo aún vivo, y aun alegrarse, cuando lo último que habría previsto al conducirlo a aquel lavabo era que saliera de él tan malherido, con varios huesos quebrados a buen seguro, como mínimo. Si es que salía, porque mientras Reresby se recolocaba y creía domar su pelo oscuro, voluminoso y rizado como no suelen hallarse en su reino (excepto en Gales), con las sienes como caracolillos y probablemente tintadas (cuatro pasadas o retoques del peine, no le quedó muy distinto tras utilizarlo), de nuevo me ordenó traducir y me soltó lo siguiente: