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—Jack, tradúcele —volvió a decirme—, no quiero que sufra malentendidos, porque los sufriría él y no nosotros, déjaselo bien claro, díselo, dile ya esto que he dicho. —Y así lo hice, se lo comuniqué a De la Garza en mi lengua, lo de los malentendidos; tenía los ojos entrecerrados y la mirada abultada, pero sin duda era capaz de oírme—. Dile que tú y yo vamos a salir ahora de aquí tranquilamente y que él se quedará ahí tirado media hora más, donde está, sin moverse, cuarenta minutos para mayor margen, tengo todavía asuntos que despachar ahí fuera. Que no se le ocurra salir, ni tan siquiera levantarse. Que no grite ni pida auxilio. Que permanezca ahí durante ese tiempo, le irá bien el frío del suelo y no le irá mal estarse un rato tumbado e inmóvil, hasta que le vuelva el aire. Díselo. —Y así lo hice, incluido lo del frescor del suelo—. Ahí tiene su abrigo —prosiguió Reresby, y señaló el segundo que había traído, el oscuro, el que había dejado colgado sobre una barra baja, y entonces comprendí hasta qué punto lo había previsto todo mi transitorio jefe: no era el mío sino el de Rafita el que se había molestado en retirar del guardarropa antes de venir al lavabo, tendría mano en aquel local chic idiótico o capacidad de engaño, se lo habrían buscado y entregado sin hacerle preguntas y aun con una reverencia—. Con él puesto, nadie se percatará de su estado, del de sus ropas, no llamará la atención. Si le cuesta andar, lo tomarán por mamado. Que se lo finja, si es que no lo está ya a medias. Cuando salga, que salga directo a la calle sin detenerse en la sala por ningún motivo, que se vaya a casa. Que no vuelva por aquí nunca. Anda, tradúcele. —Y volví a hacerlo, fui yo quien dijo 'mamado' en español, Tupra había dicho 'sloshed'—. Que no se le ocurra acudir a la policía, ni organizar un escándalo en su Embajada, ni elevar una queja a través de ella, del tipo que sea: ya sabe lo que puede pasarle. Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide. Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde. —'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate', pensé una vez más, y le di las instrucciones a De la Garza. Pero Tupra todavía añadió unas cuantas, iban rápidas, como si recitara una lista o fueran las consecuencias sabidas de un plan cumplido, las secuelas de un tratamiento—: Dile que tendrá dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro. Aunque le duelan mucho, se le curarán, se le acabarán soldando. Y si se descubre algo más grave, que dé siempre gracias a su buena suerte. Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto. Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre. Si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe. Que se moje el pelo antes de salir, que se lo aclare, aunque ese tono azulado tampoco iba a extrañarle aquí a nadie. Vaya, de hecho se le ve menos excéntrico y menos ridículo que con la malla que llevaba puesta. Dile esto, díselo y vámonos ya. Asegúrate de que lo ha cogido todo. Y toma tu peine, gracias.

Me lo devolvió. Él, a diferencia de Wheeler, no había tenido la precaución de mirarlo al trasluz para comprobar si estaba limpio, cuando se lo había alcanzado. Yo sí lo hice, en cambio, cuando regresó a mi mano, no había pelos. Le traduje la última retahíla al agregado, pero omití lo de la espada; quiero decir que mencioné la cabeza y su siempre posible pérdida, tal vez sólo aplazada; pero no la espada. No se le puede pedir a alguien que lo traduzca todo sin ponerlo en cuestión ni juzgarlo ni repudiarlo, cualquier locura, cualquier imprecación o calumnia, cualquier obscenidad o salvajada. Aunque no sea uno mismo quien hable o diga, aunque sea un mero transmisor o reproductor de palabras y frases ajenas, lo cierto es que uno las hace bastante suyas al convertirlas en comprensibles y repetirlas, en mucha mayor medida de la imaginable en principio. Las oye, las entiende, a veces tiene opinión sobre ellas; les encuentra un equivalente inmediato, les da nueva forma y las suelta. Es como si las suscribiera. Nada de lo sucedido en aquel cuarto de baño me había gustado. Nada de lo que había hecho Tupra. Mi pasividad tampoco, o mi desconcierto, o era cobardía, o había sido prudencia, quizá había evitado calamidades mayores. Aún menos gracia me había hecho aquel improcedente plural de Reresby, 'sabemos dónde encontrarlo', me inquietó y molestó que me incluyera en eso, conociéndome poco y sin mi consentimiento. Lo que no se me podía pedir era que además fuese activo y amenazara con el arma que da más miedo, un miedo atávico, la que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, de cerca y viéndosele la cara al muerto. Y a la que yo había temido tanto mientras estuvo desenvainada y en alto.

Terminé, y añadí por mi cuenta en mi lengua:

—De la Garza, será mejor que hagas todo lo que él dice, ¿te ha quedado claro? De verdad. He creído que no salías vivo. Yo tampoco lo conozco a él tanto. Espero que puedas recuperarte. Suerte.

De la Garza asintió, apenas un movimiento de la barbilla, los ojos desviados y turbios, no quería ni mirarnos. Además de dolorido, seguía muerto de miedo, yo creo, no se le iría hasta que desapareciéramos de su vista, y aun así le quedaría para siempre un resto. Obedecería seguro, no se atrevería ni a indagar, a buscarme, a llamarme. Tal vez ni siquiera a telefonear a Wheeler para lamentarse, su mentor teórico en Inglaterra. Ni a su padre en España, el viejo amigo de Peter. Se llamaba Don Pablo y era mucho mejor que el hijo, me acordaba.

Tupra descolgó su abrigo claro tan respetable y tan rígido y se lo echó sobre los hombros, ya no había diferencia entre el que salía y el que había entrado. Cogió los guantes mojados y se los metió en un bolsillo de aquella prenda, después de escurrirlos y envolverlos en sendas tiras de papel toalla. Desatrancó la puerta y me la sostuvo abierta.

—Vamos, Jack —dijo.

No le dedicó una mirada al caído. Era eso, un caído, ya no era asunto suyo, él había hecho su trabajo. Esa impresión me dio, de que así lo veía, probablemente sin animadversión ni lástima. Así debía de ver él todas las cosas: se hacían cuando tocaba, uno se ocupaba, les ponía remedio, las desactivaba, les prendía fuego o las equilibraba ( 'Don 't linger or delay’); después se olvidaban, eran pasado y siempre había algo más esperando, ya lo había dicho, todavía tenía asuntos que despachar allí fuera y necesitaba treinta o cuarenta minutos, con tanta interrupción no habría cerrado los tratos o los sobornos, los chantajes o los pactos con el señor Manoia. O no lo habría convencido ni persuadido, o no le habría dado ocasión suficiente para que fuera Manoia quien lo persuadiese o convenciese a él, de lo que fuese. Tampoco le dio un puntapié de despedida o rúbrica, al pasar junto a su bulto, a De la Garza. Tupra era Sir Punishmentsin lugar a dudas, pero quizá no Sir Cruelty. O acaso era que nunca, nunca, golpeaba directamente, con ninguna parte de su cuerpo. Sólo el faldón del abrigo, en su vuelo como de capote torero, rozó la cara al salir del caído.

Antes de franquear la segunda puerta, la que ya daba acceso a la discoteca, todavía me vino a la memoria un verso de 'The Streets of Laredo', con su melodía insistente que no abandonaba. Ese verso me resultó inoportuno, porque no podía asegurar que no lo suscribiese un poco en aquel instante, como lo que uno traduce o repite en un juramento, o que no fuese Tupra quien lo pudiera hacer suyo aquella noche, tras mi insatisfactorio comportamiento a sus ojos, de principio a fin: 'We all loved our comrade although he'd done wrong’, decía, o lo que es lo mismo: 'Todos queríamos a nuestro camarada aunque hubiera hecho mal'. Claro que también podía traducirse:'... aunque hubiera hecho daño', y quizá esa era la versión más justa.

Reresby conocía sus tiempos, fueron treinta y cinco minutos los que hubimos de pasar en la mesa antes de marcharnos de la discoteca los cuatro, el señor y la señora Manoia, él y yo. Al matrimonio lo habíamos dejado solo mucho menos rato, toda la operación del lavabo no habría durado ni diez, quiero decir la violenta intervención de Tupra, y hasta entonces él había estado solícito acompañando a Flavia, al cuarto de baño de las mujeres primero y de regreso a la mesa luego: no se había desentendido de ella ni por lo tanto de él, no podían tener mucha queja por nuestra ausencia. Manoia, así, no me pareció especialmente impacientado ni malhumorado, o bien lo habría enfurecido tanto lo sfregioen el rostro de su mujer que después de eso no le había cabido sino un descenso en la fiebre, aplacarse por comparación, mientras nosotros le aplicábamos el castigo al capullo (ahora me incluí yo en el plural), quizá en su nombre y quizá por su orden.